El comendador fray Francisco de Bobadilla zarpó de Sevilla en junio de 1500 llevándose de regreso a La Española a todos los indígenas esclavizados, y portando al mismo tiempo un mandato real por el que se le designaba gobernador de la isla en sustitución de los desacreditados hermanos Colón, cuyos abusos de autoridad y desconcertantes arbitrariedades llevaban camino de provocar una auténtica guerra civil.
Extralimitándose de forma evidente en sus funciones, el pesquisidor Bobadilla, tan prepotente o más que el propio Almirante, aunque con muchísimos menos méritos en su haber, apresó en público a los tres hermanos y los envió de regreso a España cargados de cadenas, detalle este último que desagradó de forma harto notable a sus majestades, quienes los dejaron de inmediato en libertad, aunque sin devolverles el gobierno de las colonias.
Pero así como el comendador había dado evidentes pruebas de excesiva firmeza y premura a la hora de encarcelar a quienes consideraba sus más peligrosos enemigos, no demostró idéntica eficiencia cuando llegó el momento de aceptar los mandatos reales respecto a los derechos de los nativos, acogiéndose a un conocido y antiquísimo precepto que ha guiado a los gobernantes cualquiera que sea su lugar de origen:
«Las leyes deben aplicarse con todo rigor, siempre que personalmente no nos perjudiquen.»
Obedeciendo por tanto los mandatos de la reina Isabel, Bobadilla estableció una norma de obligado cumplimiento: los pacíficos indios araucos que nunca hubieran tenido intención de alzarse en armas contra la Corona no debían ser esclavizados, pero en compensación podían serlo todos aquellos a los que se acusara de «rebeldes», así como los bestiales antropófagos de origen caribe.
¿Cómo pretende un asno como Bobadilla, que ni siquiera sabe qué es lo que le diferencia de una mula, distinguir entre un indio amigo y un enemigo, o entre un comedor de hombres y otro de yuca?
La triste realidad se concretó en que a partir de entonces bastaba una simple acusación y la resolución de un funcionario para que un nativo, hombre, mujer o niño, pudiera ser declarado «rebelde» o caníbal, y por tanto esclavo.
Y por desgracia los funcionarios eran en su inmensa mayoría desvergonzados prevaricadores y reconocidos corruptos, puesto que no se habían arriesgado a cruzar el océano y habitar «en tierra de salvajes» para conformarse con un ridículo estipendio de amanuense.
A las Indias Occidentales se acudía huyendo de la justicia o a hacer fortuna, y cuando no se podía comerciar con oro, perlas, esmeraldas o palo brasil, se comerciaba con seres humanos.
Mucho más respetuoso con el espíritu que animaba a su soberana, el Centauro había decidido convertirse en el primer español que contraía oficialmente matrimonio con una nativa, con la esperanza de que de esa forma germinaría la semilla de una sociedad mixta en la que unos y otros pudieran integrarse de una forma pacífica.
Se esforzó para que Isabel aprendiera a leer y escribir con soltura, de modo que pudiera conocer cuanto fuera posible sobre la cultura llegada de la vieja Europa, pero insistió en que no intentara comportarse como una dama española sino que mantuviera la natural esencia de su origen haitiano, un difícil equilibrio entre dos mundos.
Siempre quise enriquecerla, nunca cambiarla.
El conquense entendía que resultaba muy sencillo disfrazar a una salvaje a base de vestirla con un corpiño y unas faldas, obligándola a caminar sobre unos incómodos zapatos, pero que así lo único que se conseguía era una patética y casi ridícula réplica de una señorita andaluza, no una verdadera hispano— haitiana.
En justa contrapartida aprendió su idioma y a comportarse en muchos aspectos como un verdadero indígena, y aceptó que aquel obsesivo y desmedido sentido de la propiedad privada era el principal obstáculo que separaba a ambas culturas.
Por ello, y a la vista de la isla de Margarita, le resultaba extremadamente difícil hacerle entender a su esposa que se veía obligado a respetar los deseos de unos lejanos reyes, lo que le impedía permitir que, contra toda lógica, sus hombres se apoderaran de unas perlas que si se quedaban allí nunca aprovecharían a nadie.
— La segunda barrera que separa nuestros pueblos de forma difícilmente salvable es el sentido de la jerarquía… — le explicó—. Por lo que he podido advertir, entre vosotros las órdenes de vuestros jefes sólo son de obligado cumplimiento en momentos de grave crisis, como una guerra o una catástrofe natural, pero entre nosotros cada acto está regido por unas leyes muy estrictas que no podemos ignorar sin exponernos a sufrir un duro castigo.
— ¿Y eso no os convierte en esclavos de quienes dictan tales leyes? — quiso saber ella.
— Probablemente, pero de otro modo cada cual actuaría como le viniese en gana, apoderándose impunemente de lo que pertenece a otros.
— Volvemos a lo mismo… — razonó la muchacha—. Tales leyes existen por el hecho de que existe la propiedad privada. Cuanto más os conozco, más llego a la conclusión de que vuestros problemas nacieron la primera vez que alguien dijo «esto es mío».
— Supongo que tienes razón — se vio obligado a reconocer él.
— No pretendo tener razón, sino entender cómo funciona el sistema que estáis intentando imponerle a mi pueblo. Entre vosotros alguien dice «esto es mío», y en lugar de mandarle al diablo, se monta una complicada estructura en la que todos sufren las consecuencias de los caprichos de un estúpido que acabará muriéndose del mismo modo que se morirá el que nada tiene. — La peculiar y hermosa muchacha negó una y otra vez con la cabeza como si todo aquello se le antojara lo más absurdo del mundo—. Cuanto más intento entenderlo, menos lo entiendo.
— El problema no estriba en la primera vez que alguien dijo «esto es mío», sino en el hecho de que de inmediato otros le imitaron apoderándose de otra cosa.
— ¿Y todos están ahora muertos?
— ¡Naturalmente!
— Eso significa que cada uno de vosotros continúa sufriendo las consecuencias de lo que dijo un muerto. ¡Estúpido! ¡Estúpido y absurdo!
Resultaba en verdad estúpido y absurdo ir dejando atrás la amplia playa circular de la serena bahía de Juan Griego, abandonando un tesoro que se deslizaba bajo las quillas.
Aquél fue sin duda otro de los graves errores que cometiera el conquense a lo largo de su vida, puesto que los avariciosos comenzaron a comprender que con un capitán tan escrupuloso con los mandatos de los reyes poco provecho obtendrían.
— La pobre reina está tan preocupada por las locuras de doña Juana que no se enteraría de nada de lo que aquí ocurriese, mientras que a don Fernando tan sólo le interesan el vino y las mozas — decían—. ¿Es justo que sigamos siendo unos miserables muertos de hambre cuando a estas alturas podríamos nadar en la abundancia sin hacer daño a nadie?
Todos habían oído hablar de los «sacos de perlas como garbanzos» que la tripulación de Rodrigo de Bastidas había desembarcado en Sevilla, y las hermosas casas, las lujosas ropas y las costosas carrozas que docenas de hombres habían adquirido a cambio de ellas.
¿Acaso ellos eran menos españoles o menos valientes que quienes acompañaron a Rodrigo de Bastidas?
¿Acaso sus vidas no valían tanto como las de aquéllos?
¿Quién era Ojeda para decidir quién debía regresar rico y quién pobre?
Ocampo y Vergara se encargaban de avivar el fuego de un descontento que, a decir verdad, no necesitaba de excesivo aliento.
A ojos de su tripulación Alonso de Ojeda pasó en cuarenta y ocho horas de ser el admirado Centauro de Jáquimo al aborrecido Cretino de Margarita.
¡La propiedad privada! Siempre la propiedad privada.
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