Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Como es lógico, la Tierra rota siempre en la misma dirección… — le había indicado una tranquila noche de charla sobre cubierta el siempre fiable Juan de la Cosa—. Y por lo que hemos podido comprobar, en la latitud en que nos encontramos, y preferentemente en otoño, los vientos reinantes atraviesan el océano llegando desde Europa, mientras que más al norte suelen soplar en dirección contraria durante la primavera… — El de Santoña hizo una breve pausa e inquirió—: ¿Tienes idea de lo que te estoy hablando?

— Hasta ahora sí.

— Bien. Esa parte del problema la conocemos, pero lo que me preocupa es que resulta muy posible que bajo la línea del Ecuador la tendencia sea la misma, lo que nos obligaría a continuar muy hacia al sur con el fin de encontrar vientos que nos devolvieran a las costas de África o al océano Índico. Sería un viaje de muchos meses y carecemos de agua y provisiones para tamaña aventura.

— Por lo que hemos comprobado, por estas latitudes llueve en abundancia y tal vez podamos abastecernos por el camino.

— ¡Tal vez! — reconoció el cántabro—. Pero hay algo de lo que puedes estar seguro; cuatro naves no pueden mantenerse a la vista la una de la otra navegando tanto tiempo por mares desconocidos en los que reinan vientos igualmente desconocidos. Lo más probable es que perdiéramos la mitad por el camino.

— ¡Feo lo pintas!

— No me has nombrado tu piloto mayor para que te pinte las cosas del color que te gustan, sino para exponerte, con la mayor claridad y sinceridad posibles, los pros y los contras en temas de navegación.

— Cosa que te agradezco, por supuesto, pero no por ello me facilitas la labor. No me agrada la idea de depender de los caprichos del viento, pues me consta que ni el valor, ni las espadas, ni incluso los cañones, le hacen cambiar de opinión; cuando sopla, sopla, y nos convierte en sus esclavos.

— Veo que lo has comprendido. Quienes nacemos y nos criamos en el Cantábrico tenemos muy claro que el viento es el rey indiscutible, y cuando ruge no queda otro remedio que agachar la cabeza y rendirle tributo.

— Soy de Cuenca, donde el viento no reina de ese modo, pero no estúpido, y a mi pesar ya he navegado lo suficiente para saber cómo se las gasta.

— No existe ninguna otra fuerza natural que pueda comparársele cuando decide desmelenarse, exceptuando tal vez los terremotos, mucho menos frecuentes, eso sí, que las galernas.

— Pero si ponemos rumbo norte sólo habremos completado la mitad de nuestra tarea — puntualizó visiblemente decepcionado el Centauro.

— La mitad de algo es siempre mejor que nada.

— Cierto, pero nunca he sido hombre que se conforme con mitades.

— No te han confiado cuatro barcos para que demuestres una vez más tu coraje, que nadie se atrevería a discutir, sino para que cumplas una misión en la que la mejor prueba de valor es la prudencia.

— ¿Quién te ha conferido esa maldita habilidad para tener siempre en la boca la frase justa? — refunfuñó el conquense negando con la cabeza—. Todavía espero que llegue el día en que no tengas una respuesta a flor de labios.

— ¡Quién fue a hablar!

— Admito que tampoco suelo ser parco en palabras, pero te aseguro, querido amigo, que en ocasiones todo este asunto me deja sin habla. — Se volvió para mirarlo con fijeza a la luz de una clara media luna que había hecho su aparición en el horizonte arrancando destellos de plata a las tranquilas aguas de la pequeña ensenada en que se encontraban fondeados, para inquirir más como súplica que como pregunta—: ¿Crees que es posible que todo un continente haya permanecido oculto sin que ni los europeos ni los asiáticos hayan tenido nunca la más mínima noticia?

— ¡Difícil pregunta, a fe mía! Tal vez la más difícil que me hayan hecho nunca, pero admito que también yo suelo hacérmela casi a diario. Sabes que admiro a Colón como marino, pero durante el primer viaje constaté que nuestros cálculos en lo que se refiere al posible diámetro de la Tierra no coincidían.

— ¿Debido a qué?

— Supongo a que él trabajaba sobre la base de la latitud en la que nos encontrábamos en aquellos momentos, quince o dieciséis grados norte, minimizando en exceso lo que aumenta ese diámetro con cada grado que se desciende hacia el sur.

— ¡Confieso que me pierdo! — no pudo por menos que exclamar un desorientado Alonso de Ojeda.

— Debo admitir que en ocasiones yo también, pero quiero suponer que a mayor tamaño de la Tierra, mayor aumento exponencial de ese diámetro, con lo que el primer error nos conduce al segundo. Si don Cristóbal partió de la base de que todo era más pequeño, todo continuaba siendo, a su modo de ver, más pequeño.

El de Cuenca sacudió la cabeza como queriendo desprenderse de unas ideas que le confundían, se puso en pie, dio un corto paseo por cubierta y al fin apoyó la espalda en la borda para observar a su mejor amigo a la luz de la luna.

— No soy un hombre de ciencia… — dijo—. Y por desgracia tampoco de letras. Sólo soy un hombre de armas, al que todas estas disquisiciones suenan a chino. ¿Qué opina el tal Vespucci?

— Nunca opina.

— ¿Cómo que nunca opina? — se sorprendió el Centauro—. Según ha dicho, es cosmógrafo, y lo lógico sería que un cosmógrafo comentara sus puntos de vista sobre un tema que le atañe tan directamente.

— Amerigo habla de infinidad de temas intrascendentes, pero respecto a problemas científicos es como un búho: se fija mucho pero nunca dice nada.

— Así pues, ¿para qué demonios te sirve?

— Para tomar notas, pintar mapas o calcular el punto donde nos encontramos, siempre que el barco no se mueva demasiado.

— ¿Crees que valió la pena traerle?

El cántabro se limitó a encogerse de hombros con indiferencia y dijo:

— Es como un grumete más, con la diferencia de que se paga su manutención.

— Pero un grumete con mocos…

— ¡Eso sí! Es un auténtico taller de fabricar mocos; si fueran velas se haría rico.

— ¡Bien…! — acabó por mascullar un fatigado Alonso de Ojeda—. Llevamos tres días en esta preciosa ensenada y no hemos distinguido ningún indicio de presencia humana. La gente se inquieta y los bastimentos se consumen. Esa selva no produce nada que nos sirva de alimento y, aunque la pesca es buena, no hemos venido tan lejos para dedicarnos a pescar. Creo que ha llegado el momento de levar anclas. Zarparemos al amanecer.

— ¿Rumbo a…?

— ¡Maldita sea, Juan! ¿Qué quieres que te diga? ¡Hacia donde mañana sople el viento!

El viento llegaba desde el este empujando masas de nubes que se adentraban en la infinita selva que se abría ante ellos, rumbo al lejano macizo guayanés, pero como quienes se encontraban a bordo no tenían la menor idea de que tal lugar existiera, optaron por bordear la costa rumbo norte.

Ni siquiera una columna de humo en la distancia.

Nada que invitase a suponer que semejante lugar se encontraba habitado.

Al cuarto día avistaron varios islotes, el último de los cuales, una roca pelada de apariencia en verdad terrorífica, les impresionó por la inaccesibilidad de sus acantilados, a tal punto que Ojeda comentó:

— Ésa debe de ser la guarida del Diablo.

Poco sospechaba entonces que con el transcurso de los años tan desolado lugar acabaría por ser denominado, efectivamente, «isla del Diablo», el más temido penal que haya existido nunca.

Llovía a mares y el calor era denso y pegajoso.

Por la amura de babor la selva continuaba apareciendo inmutable como una línea del horizonte casi idéntica a la del mar, que se distinguía por la banda de estribor.

Un primer río, el Esequibo, les sugirió que semejante caudal de agua tenía que llegar desde muy lejos, pero cuando al fin se enfrentaron al gigantesco delta del soberbio Orinoco, cuyas oscuras aguas avanzaban sobre el mar dejando una mancha marrón sobre su superficie, hasta el último grumete llegó a la conclusión de que se encontraban ante un nuevo y portentoso continente.

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