Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Alonso de Ojeda abandonó de mala gana el trozo de cordero asado que estaba saboreando, apartó con delicadeza la mano de su amigo que pretendía detenerle, se puso en pie y se encaminó despacio hacia el hombre que rasgueaba una vieja mandolina con la que intentaba acompañar, con una música ramplona, su desvergonzada tonadilla.

— ¡Tienes la boca demasiado sucia! — le espetó, y extendiendo la mano se apoderó del cochambroso instrumento y lo partió en dos contra el canto de la mesa más cercana.

El «trovador» dio un salto desenvainando su espada y exclamó fuera de sí:

— ¡Maldito hijo de puta! ¡Te voy a sacar las tripas!

Desde su mesa, y aún con la boca llena de cordero, maese Juan de la Cosa suplicó:

— ¡No lo mates del todo, Alonso! No vale la pena. — Y dirigiéndose al músico, comentó con una leve sonrisa—: Te advierto que estás a punto de enfrentarte a don Alonso de Ojeda.

La espada rebotó de inmediato contra el entarimado, el pobre hombre palideció, y alzando las manos balbuceó presa del pánico:

— ¡No ha sido mi intención ofenderle, don Alonso! ¡Por Dios que no! Y le pido perdón humildemente.

— ¡A mí no me has ofendido, mentecato! — le espetó el de Cuenca—. Pero sí a una de las mujeres más maravillosas que hayan nacido nunca. O sea que te voy a cortar la lengua para que no vuelvas a hacerlo.

— ¡Dios Bendito! — sollozó el infeliz—. ¡Por favor, señor! Me gano la vida como trovador…

— Pues de ahora en adelante tendrás que aprender a bailar si quieres continuar ganándote la vida… — Extrajo con estudiada parsimonia su afilada daga y aproximándose al desdichado, que se había dejado caer en el taburete, ya que las piernas no le sostenían, ordenó secamente—: ¡A ver! ¡Saca esa sucia lengua!

— ¡Misericordia, don Alonso, tengo tres hijos!

— Y podrás tener otros tres más, pero en silencio.

— ¡Alonso…! — suplicó de nuevo el cartógrafo, acudiendo de mala gana a sujetarle el brazo—. ¡Vamos, hombre de Dios, no es para tanto!

— No lo será para ti, que no has conocido a Anacaona.

— La conozco por lo mucho que me has hablado de ella, y eso me basta… — Le quitó con cuidado la daga de la mano al tiempo que afirmaba—: Y estoy convencido de que este buen hombre no volverá a repetir esa canción ni en el retrete… ¿Me equivoco?

— ¡En absoluto, señor, en absoluto! — sollozó el infeliz, que ya se había orinado encima—. ¡Lo juro por mi hijo!

— ¿Cuál de ellos?

— ¡Los tres!

— ¿Lo ves? — insistió De la Cosa—. ¡Vamos, hombre! Ya te ha pedido perdón. ¡No seas rencoroso!

— La ofensa ha sido grande y con pedir perdón no basta… — replicó el de Cuenca—. Esa sucia lengua merece un castigo… — Se volvió hacia el orondo posadero, que había asistido a la escena tan quieto como una estatua de sal, al igual que la mayoría de sus parroquianos, y ordenó—: ¡Trae una fuente de esas guindillas con las que has adobado el cordero!

El aludido desapareció como alma que lleva el diablo en la cocina y de inmediato regresó con lo pedido. Ojeda hizo un gesto indicándole que las colocara en la mesa, junto al amedrentado «trovador», y ensayando una amistosa sonrisa, señaló:

— Podrás marcharte cuando te las hayas comido todas, la lengua se te haya hinchado de tal forma que no puedas hablar durante una semana y te salgan unas almorranas que te impidan sentarte en un mes.

— ¿Todas, señor? — se horrorizó el otro.

— ¡Hasta los rabos!

— ¡Que Dios me ampare!

Se llevó la primera guindilla a la boca, y Ojeda regresó a su mesa con la intención de concluir su apetitoso cordero, aunque sin dejar de lanzar ojeadas al sufrido «trovador», cuyo rostro enrojecía por momentos y sus desorbitados ojos rezumaban gruesos lagrimones.

Al rato se derrumbó como si le hubieran cortado las patas al taburete y las guindillas se desparramaron por el suelo, pero las fue recogiendo una por una para comérselas a duras penas.

Maese Juan de la Cosa insistió:

— ¡Por los clavos de Cristo, Alonso! ¡Me estás echando a perder la cena!

El Centauro hizo un gesto con la mano al desgraciado, indicándole que podía marcharse, y el otro se alejó casi a rastras hasta perderse de vista en la oscuridad de la noche.

Al cabo de un rato el cántabro comentó:

— A veces puedes ser muy cruel.

— Tan sólo soy cruel cuando envío a un patán al infierno — fue la seca respuesta—. Lo de esta noche no ha sido crueldad, sino justicia. Ese cretino se lo pensará muy bien antes de volver a atentar contra el honor de una mujer, sea quien sea.

Corrió la voz de que el gran Alonso de Ojeda estaba aparejando cuatro naves que se lanzarían a la aventura de explorar y colonizar nuevas tierras allende el océano por mandato del obispo Fonseca, que era tanto como decir de los propios reyes.

Y se murmuraba que en este caso especial se daba la gozosa circunstancia de que por primera vez desde el Descubrimiento la expedición no dependía ni directa ni indirectamente de la suprema autoridad del almirante Colón, lo cual significaba que debido a su pésima gestión como gobernador se le despojaba del privilegio de una total exclusividad en cuanto se refería a la travesía del Océano Tenebroso rumbo a las Indias Occidentales.

Tales Indias Occidentales iniciaban por tanto una nueva andadura. Y la iniciaban de la mano del mejor de sus capitanes.

Por si todo ello no bastara, se daba la circunstancia de que el segundo al mando sería un geógrafo de tan reconocido prestigio como maese Juan de la Cosa, por lo que a no tardar comenzaron a acudir candidatos a tomar parte en la expedición desde los más lejanos puntos de la geografía nacional.

Marinos, soldados de fortuna, buscavidas, comerciantes en demanda de nuevos productos, e incluso algún que otro fugitivo de la justicia corrieron a alistarse sin tener la más remota idea de su destino, ni qué les esperaba al final de tan incierta aventura.

Para la mayoría de ellos, y a tenor de lo que les habían contado, al final del viaje caerían en brazos de una hermosa mujer que descansaba a orillas de un cristalino riachuelo en cuyo fondo brillaban, como doradas estrellas, infinidad de pepitas de oro.

Para cuantos aspiraban a embarcarse, el Viejo Mundo olía a rancio; a viejas sotanas, mujeres enlutadas, ajo y cebolla, sudor y mugre; por el contrario el Nuevo Mundo debía de oler a tierra mojada, flores y especias, mujeres muy limpias y, sobre todo, sexo; mucho sexo.

En el Viejo Mundo se pasaba hambre, mientras que era cosa sabida que en el Nuevo Mundo bastaba con alargar la mano para coger una sabrosa fruta.

¿Quién podía resistirse a tan fascinantes tentaciones si además sabían que viajarían bajo la protección de un legendario espadachín protegido por los dioses y al que incluso la muerte respetaba?

Andaluces, extremeños, castellanos, vascos, catalanes, gallegos, aragoneses, canarios y hasta italianos llegaban a caballo, en carretas o a pie, para colocarse al final de una larga hilera de soñadores y estampar su firma, la mayoría una tosca cruz, al pie del documento que los contramaestres les colocaban delante.

— ¿Adónde vamos exactamente? — solía ser la pregunta de quienes se enrolaban.

— A Roma… — respondían los contramaestres con sorna, al tiempo que se guiñaban un ojo.

— ¿A Roma? — se asombraban—. No es eso lo que tenía entendido. ¿Cómo se explica una expedición de este calibre sólo para ir a Roma? ¿Acaso vamos a conquistarla?

— Porque Roma es el único lugar al que conducen todos los caminos, cabeza hueca — era la rápida y divertida respuesta—. Por si no te habías enterado, éste es un viaje de exploración cuyo objetivo es descubrir lugares desconocidos… ¿Cómo pretendes que te digamos a qué lugar vamos si todavía es desconocido, pedazo de acémila?

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