Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— ¡Favor inmerecido que me hace!

— Todavía recuerda con emoción vuestras andanzas en lo alto de la catedral.

— ¡Tonterías de muchacho pretencioso!

— Aquel muchacho pretencioso se ha convertido en un hombre que sabe lo que quiere, y a mí no me engañáis, Ojeda: os brinca el corazón al saber que pronto estaréis al mando de cuatro naves con las que os lanzaréis a descubrir el mundo.

— ¿Tanto se me nota?

— Desde aquí puedo oír sus latidos pese a ser algo duro de oído, carencia que compenso con un excelente olfato a la hora de juzgar a los hombres.

Con el flamante nombramiento de «adelantado» en el bolsillo y oro en la bolsa, Alonso de Ojeda adquirió un caballo que poco o nada tenía que ver con el agresivo Malabestia y cabalgó sin prisas hasta el cercano Puerto de Santa María. Se detuvo frente a un hombre que se acomodaba a la sombra del porche de una blanca casa abierta al mar.

— ¿Qué hace un caballero, al que se supone sediento de aventuras, perdiendo el tiempo en tan bucólico lugar? — preguntó antes de poner el pie en tierra.

— Matar moscas.

— ¡Oficio asaz peligroso, a fe mía!

— Depende del tamaño de las moscas, y te aseguro que algunas, verdes y lustrosas, me recuerdan a los famosos colibríes de allende el océano y de los que algún ganapán que conozco lleva, con bien ganada justicia, el apodo. ¿Qué puedo hacer por ti?

— Mover el trasero.

— Está bien donde está.

— Mejor estará en la camareta de capitán de un navío que navega rumbo a Tierra Firme.

— ¿Tierra Firme?

El de Cuenca tomó asiento junto al cartógrafo, y tras un estudiado silencio con el que buscaba avivar la curiosidad de su amigo, admitió con una socarrona sonrisa:

— ¡Eso he dicho! Una fabulosa Tierra Firme contra la que al parecer topó el Almirante durante su tercera travesía del océano.

— ¡Bobadas!

— El jardín del Edén, lo ha llamado.

— ¡Fantasías de viejo soñador!

— Pintó un mapa y a mi entender es auténtico, porque el Almirante nunca se atrevió a jugar con esas cosas.

La respuesta tardó más de lo previsto debido a la incredulidad del cartógrafo.

— ¿Un mapa? — repitió al fin—. Algo había oído acerca de ese supuesto mapa, pero tengo entendido que muy pocos lo han visto.

— He aquí a uno de ellos.

— Si no te conociera creería que mientes, y conociéndote, lo aseguro.

— De poco sirve pasarse la vida cultivando amistades si eso acaban opinando de ti — se lamentó el de Cuenca.

Maese Juan de la Cosa se inclinó, apoyó los codos en las rodillas y se volvió para observarle de medio lado.

— ¿Realmente has visto ese mapa?

— Tal como estoy viendo el mar en estos momentos.

— ¿Y?

— O yo no he aprendido aún a manejar una espada, o se trata de auténtica y genuina Tierra Firme.

— ¡Loado sea Dios! Así pues, ¿se trata de…?

— … un continente — completó la frase su amigo—. Un nuevo, fabuloso y absolutamente desconocido continente al que el Almirante ha llegado sin proponérselo.

— ¿Y lo sabe?

— Se empeña en ignorarlo.

— ¿Tanta es su egolatría que no admite que se ha equivocado aunque ello redunde en su beneficio?

— Me temo que sí.

— ¡Estúpido!

— Lo lamento por él, porque te consta que le aprecio.

— Serás el único, porque jamás he conocido a un hombre que, como don Cristóbal Colón, teniéndolo todo no tenga a nadie.

— Nació para abrir nuevos horizontes, no para hacer amistades — le hizo notar Ojeda sin cambiar el tono de voz—. Puedo presentarte a docenas de ineptos y cientos de cobardes a los que todo el mundo aprecia y les ríe las gracias, pero estoy seguro de que no puedes presentarme a nadie que vaya a dejar su nombre en la historia con la misma fuerza y letras de oro con que él va a inscribirlo.

— Eso es muy cierto, aunque no puedo por menos que preguntarme de qué sirve que tu nombre quede inscrito en la historia si ya estás muerto.

— Pregúntamelo cuando ya esté muerto.

— No creo que en esos momentos yo esté ya para muchos trotes, te llevo demasiados años. Pero sí me gustaría que me aclararas qué se siente cuando has pasado a ser parte de la historia como el héroe de la primera gran batalla de las Indias Occidentales.

— Me siento como un tramposo.

— ¿Un tramposo? — repitió el cántabro, sorprendido—. ¿Por qué un tramposo? ¿Qué clase de trampas has hecho para llegar a donde has llegado?

— Utilizar la ventaja de miles de años de cultura para vencer a unas pobres gentes que apenas contaban con más armas que sus manos.

— Te olvidas de los arcos, las lanzas, las mazas y el hecho evidente que por cada uno de esos años de supuesta cultura ellos contaban con diez bravos guerreros. Por lo que a mí respecta, las fuerzas estaban equilibradas.

— No estoy de acuerdo… — le contradijo Centauro—. No lo estoy en absoluto, pero no es momento de ponerse a discutir sobre algo que ya no tiene remedio, sino de tomar decisiones… — Se volvió para mirarlo a los ojos e inquirió con gravedad—: ¿Aceptas ser mi segundo en el mando?

— ¿Y qué otra cosa podría hacer si pretendo conservar a mi mejor amigo? — fue la burlona respuesta—. Como espadachín y soldado eres un genio, pero como navegante y explorador eres un auténtico desastre. Si te dejo solo zarparás rumbo a esa desconocida Tierra Firme y desembarcarás en Atenas.

— ¡Gracias por la confianza! — protestó el aludido.

— ¡No hay de qué! ¿Acaso pretendes que confíe en alguien que aún no ha aprendido a distinguir Andrómeda de Casiopea?

— Por lo que sé, ambas eran diosas de la mitología griega, e incluso tengo entendido que madre e hija.

— ¡De mucho te va a servir cuando te encuentres en mitad del océano, con viento de proa y en mitad de las tinieblas… — Maese Juan de la Cosa hizo una pausa, alargó la mano y concluyó—: ¡De acuerdo! Seré tu segundo en el mando, pero tan sólo en lo que se refiere a la navegación y a pintar mapas. Para cortar cabezas de indios tendrás que buscarte a otro.

— No hay problema. Abundan los cortadores de cabezas, pero escasean los cosmógrafos que sepan diferenciar a Andrómeda de Casiopea… — Le estrechó la mano con firmeza, sonrió ampliamente y añadió—: Y ahora llévame a la mejor posada del puerto porque tenemos que celebrar este acuerdo con la mejor cena y el mejor vino de Andalucía.

A una lejana isla llegó una tropa famosa
en demanda del Cipango,
aunque lo que se encontró fue un mango,
que es una fruta sabrosa
muy típica del lugar.

Mas conviene destacar
que la importancia del mango
no estaba en el mango en sí,
en su aroma o su sabor,
sino en que quien lo mostró
fue la reina Anacaona,
esposa de Canoabo.

— ¡Más vale que no continúes con esa miserable cancioncilla!

La reina Anacaona es,
según cuentan los doscientos
que la han conocido a fondo,
una diosa hecha por Dios,
la mujer hecha mujer,
la belleza hecha belleza,
la luz donde la luz brilla
la pasión hecha pasión,
un auténtico pendón,
y más lista que una ardilla.

— ¡Te lo advierto! ¡O te callas o te vas a arrepentir!

El mango de Anacaona
más que un sabroso manjar,
es un extenso poema
que me encanta recitar.
Es muy dulce y muy sabroso,
es muy tibio y perfumado,
dicen que es muy terso por fuera
y por dentro sonrosado.
Hendido por la mitad
por una sencilla raya,
juran quienes lo han catado
que más bien sabe a papaya.

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