Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— Y para mí un honor y un increíble placer convertirme en tu esposo, siempre que ello no me obligara a gobernar.

— ¿Quieres decir que te atraigo como mujer.

— ¿Atraerme? — se asombró el conquense—. Desde que te vi por primera vez no he dejado de pensar en ti ni un solo día.

— ¡Demuéstramelo!

Durante casi dos semanas Alonso de Ojeda le estuvo demostrando a todas horas hasta qué punto le atraía como mujer, y durante el tiempo que permanecieron encerrados en la cabaña o retozando a la orilla del mar, dos docenas de guerreros apostados entre los árboles impedían que nadie se aproximara.

De tanto en tanto una muchacha nativa, casualmente la misma a la que el conquense había subido a la grupa de su montura el día en que secuestró a Canoabo, acudía con cestas de exquisitos manjares que depositaba ante la puerta de la cabaña para alejarse de inmediato en absoluto silencio. Aquélla fue sin duda la más gratificante experiencia en la vida del Centauro de Jáquimo.

Nos amamos hasta la extenuación, y en cierto modo continuamos amándonos de un modo muy diferente aunque la vida nos condujera por muy distintos caminos.

La noticia corrió por la isla como reguero de pólvora: un grupo de guerreros impedía que nadie se aproximara a la cabaña en que el capitán Alonso de Ojeda permanecía encerrado en compañía de la princesa Anacaona.

Aquellos que le admiraban le admiraron hasta el entusiasmo.

Aquellos que le envidiaban le envidiaron hasta la exasperación.

Maese Juan de la Cosa brindaba cada noche para que «la Cosa» de su mejor amigo dejara muy alto el pabellón nacional.

Ignacio Gamarra murmuraba a todas horas que sin duda en aquella cabaña se estaba fraguando una horrenda traición.

— Si eso es traición, no me importaría que me ahorcaran por ello — fue el comentario del cartógrafo cuando el rumor llegó a sus oídos—. Aunque me ahorcaran tres veces seguidas por cada «traición» cometida con semejante prodigio de mujer. — Alzó su jarra de vino en mudo brindis al tiempo que añadía—: Y los puercos envidiosos harían muy bien en meterse la lengua donde les quepa, no vaya a ser que Alonso se la corte en cuanto su ardiente princesa le deje un rato libre.

¿Qué más se podía pedir para que La Española se dividiera aún más entre «ojedistas» y «antiojedistas»? Para unos era el ejemplo viviente de que el valor, la abierta osadía, la fuerza de carácter y la incorruptible honradez obtenían su merecido premio; para otros, en cambio, constituía el ejemplo viviente de cómo un aventurero sin escrúpulos, un espadachín con docenas de muertes sobre la conciencia, un perdulario que debería pudrirse en prisión desde hacía años abusaba de una pobre salvaje a la que, además, le había secuestrado al marido.

— Apuesto a que acabará envenenándolo en cuanto se descuide… — masculló una moza de taberna—. Ésa lo que busca es venganza.

— ¡Pues anda que se está llevando una buena ración de venganza para el cuerpo antes de liquidarle…! — fue la respuesta de otra camarera—. Y está claro que ese supuesto veneno no se lo administra en frasco sino a base de «polvos».

— ¡Tú tómatelo a broma, pero me juego las enaguas a que el renacuajo la diña entre los muslos de esa zorra!

— Te garantizo que ese «renacuajo» es capaz de acabar con cuatro zorras como ésa, y no hace falta que te lo jure porque en cierta ocasión me aseguraste que casi acaba contigo.

Ignacio Gamarra escuchaba.

Ignacio Gamarra siempre escuchaba cuanto hiciera referencia a Alonso de Ojeda.

¿Por qué?

Nunca nadie ha sabido explicar cómo, cuándo y por qué nació la extraña obsesión de aquel oscuro personaje hacia la figura del más audaz, desinteresado y noble de los «adelantados» del Nuevo Mundo.

¿De dónde nacía su odio, si es que era odio, sin que se tenga noticia de que Ojeda jamás le hubiera hecho daño alguno?

Ésa es una pregunta que nunca ha tenido respuesta, porque la única respuesta válida se ocultaba en el corazón de un hombre que se la llevó consigo a la tumba.

El inesperado y tórrido romance con la princesa marcó un antes y un después en la vida de Alonso de Ojeda. Anacaona no era mujer que dejara indiferente a nadie, y su pequeño y fogoso Colibrí no fue evidentemente una excepción.

Los minutos, las horas, los días y las semanas que pasaron el uno en brazos del otro los marcaron para siempre, y pese a que ella se mostrara dispuesta a pasar el resto de su vida junto a un hombre al que consideraba un semidiós, el conquense llegó a la dolorosa conclusión de que si permitía que el embrujo de tan portentosa criatura le corroyera el alma tal como le había corroído el cuerpo, tendría que olvidar para siempre sus viejos sueños de gloria.

El sexo de la haitiana era como una droga que cuanto más cataba más necesitaba, y contra todo pronóstico la fatiga no hacía mella en ellos, sino que, por el contrario, experimentaban noche tras noche la imperiosa necesidad de aumentar la dosis, a tal punto que sus cada vez más frecuentes encuentros acababan por convertirse en un auténtico desenfreno.

¡Más!

¡Siempre más!

¿Qué sueño podía superar la realidad de sentirse dueño absoluto de aquel cuerpo firme y perfecto, aquella boca eternamente ansiosa y aquellos inmensos ojos que parecían extasiados en las más lejanas estrellas cuando él la penetraba?

¿Qué mejor destino que sentirse dueño de una soberana que reinaba sobre miles de súbditos?

¡Cacique de Haití, esposo de Anacaona!

Sonaba bien a los oídos de un muchacho nacido en el minúsculo villorrio de Oña, que acaba de cumplir veinticinco años y que había iniciado su andadura vital como simple paje de una noble casa andaluza.

Sonaba demasiado bien.

Tendido en la arena al pie del acantilado, admirando sin cansarse la espléndida desnudez de su amada, que retozaba entre las olas, Alonso de Ojeda no podía por menos que pensar que aquél era el auténtico Edén del que tanto había oído hablar, pero de cuya existencia siempre había dudado.

Si no existía mujer más fascinante ni paisaje más hermoso, ¿a qué otra cosa podía aspirar de cara al futuro?

— Así será siempre nuestra vida en Xaraguá… —le aseguraba ella—. Pondré mi reino a tus pies y únicamente te pediré a cambio amor, que es algo que te sobra. ¡Ven conmigo!

— Contigo iría a Xaraguá o al mismísimo infierno siempre que estuviéramos solos — le respondía el Centauro—. Incluso sería capaz de renunciar a mis ansias de descubrir nuevos mundos puesto que tú eres de por sí un mundo que nunca acabaré de descubrir por completo. — Abrió las manos como dando el tema por zanjado, y concluyó—: Pero tú nunca estarás sola; eres la reina.

— Cuando estoy contigo, estoy a solas contigo.

— Eso no es cierto… — replicó él acariciándole dulcemente la mejilla—. Cuando se supone que estamos a solas distingo a tu espalda miles de rostros que me observan ansiosos, esperando que me conviertas en el vengador que enjugue el dolor de la derrota que yo mismo les infligí.

— ¿Quién mejor para comandarles que aquel que les venció? —replicó ella—. Te admiran y respetan.

— Y también muchos me odian, lo cual se me antoja justo. De niño yo también odiaba a quienes habían invadido nuestras tierras ocho siglos atrás… — Ojeda pasó la punta del dedo por el contorno de aquellos agresivos pechos que parecían desafiar todas las leyes de la gravedad, puesto que alzaban sus pezones hacia el cielo, y añadió con tristeza—: Supongo que pocas parejas estuvieron nunca tan unidas cuando era tanto lo que las separaba; distintas razas, distintas creencias, distintas posiciones sociales y distintas ideas… Si me pides que sea tu esclavo, lo seré, pero si me pides que sea tu rey, nunca podré aceptarlo.

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