Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Al fin clavó los ojos en el recién llegado y éste tuvo la extraña sensación de que le estaba leyendo el pensamiento.

— Me habían advertido que erais de corta estatura… — fue lo primero que le dijo—. Por lo que no quiero ni imaginar adónde habríais llegado con mi altura.

— Al fondo de una tumba muy larga, monseñor, dadlo por seguro. Tanto hueso y tan poco nervio nunca conseguirían esquivar un hábil mandoble.

— Merecida tengo la respuesta, lo admito — reconoció el obispo con una leve sonrisa—. Y me complace comprobar que vuestra famosa audacia no se cohíbe en presencia de un consejero real. ¡Venid y dadme vuestra opinión sobre este mapa!

El de Cuenca se aproximó, estudió con profunda atención el pergamino que el otro le mostraba, y al fin inquirió mirándole a los ojos:

— ¿Quién lo ha pintado?

— El Almirante en persona… — El religioso hizo una corta pausa antes de añadir—: Al menos eso asegura.

— En ese caso tenedlo por cierto… — dijo su interlocutor en un tono que no admitía réplica—. Don Cristóbal puede mentir en todo, menos en lo que se refiera al mar y las cartas marinas.

— ¿En qué basáis semejante afirmación?

— En muchos años de conocerle; es un auténtico marino, el mejor que conozco, y ningún marino osaría mentir en lo que respecta a los derroteros o los mapas, del mismo modo que vos no mentiríais sobre Cristo o la Virgen María… — Hizo una breve pausa antes de añadir señalando el pergamino con un leve ademán de la cabeza—: ¿Qué costas son éstas?

— Las de una isla que ha bautizado Trinidad porque desde el mar se distinguen tres montañas iguales, y un lugar que ha llamado Paria, y que aunque el Almirante lo niegue empiezo a sospechar que se trata en verdad de tierra firme.

— ¿Tierra firme? — se sorprendió el espadachín—. ¿Os estáis refiriendo a una isla muy grande, o a un nuevo continente?

— Todavía es pronto para aventurar la posibilidad de un continente desconocido. Demasiado pronto.

— ¿Pero lo consideráis posible?

— ¿Qué es lo posible o lo imposible, amigo mío? Colón aventuró la hipótesis de que el mundo es redondo y se podía llegar a oriente por occidente, pero resulta evidente que no ha llegado. ¿Cabe imaginar acaso que entre nosotros y la China se alce todo un continente del que ni nosotros ni los chinos tengamos conocimiento?

— Extraño parece.

— Y extraño es — admitió el religioso con un leve gesto de la barbilla que mostraba todo su escepticismo—. ¿Acaso a ese continente lo separa de la China un océano tan grande como el Atlántico? De ser así nos encontraríamos con un mundo muchísimo mayor del que habíamos imaginado.

El Centauro reflexionó aquellas palabras, aceptó la muda invitación de tomar asiento al otro lado de la enorme mesa cubierta de mapas, y por último adujo:

— De ser así, de existir otro océano, la ruta hacia China navegando hacia el oeste resultaría bastante más larga que circunnavegando África.

— ¡Justa apreciación, sin duda! — admitió el Ciprés Burgalés—. Pero de momento el Almirante se niega a admitirlo, y sabido es que está considerado, incluso por vos mismo, la máxima autoridad mundial en materia de navegación. Sostiene que todo lo que se ha encontrado son islas, y que los viajeros que han llegado hasta el Extremo Oriente han hecho múltiples referencias a un gran archipiélago al sudeste de la China. Sostiene que es ahí donde ha desembarcado.

Ante el ceño y el nuevo silencio de su acompañante, le observó de soslayo para acabar por inquirir:

— ¿Vos que opináis?

— No soy quién para opinar sobre asuntos del mar; en cuanto pongo el pie en una cubierta se me revuelven las tripas.

Juan Rodríguez de Fonseca abandonó su cómoda butaca, sirvió dos vasos de limonada de un aparador que se encontraba a sus espaldas, alargó uno de ellos a su interlocutor y bebió muy despacio, sin quitar ojo a quien le imitaba.

Al concluir, puntualizó:

— Me complace vuestra modestia pese a que sospecho que no es tal, sino un oculto deseo de no pronunciaros en contra de la opinión de un almirante al que al parecer debéis mucho. ¿Me equivoco?

— La experiencia me ha enseñado que todo aquel que concluye una frase preguntando si se equivoca, es porque sabe que no se equivoca, así que sacad vuestras propias conclusiones.

— ¡De acuerdo! No insistiré sobre asuntos del mar; hablemos de asuntos de tierra adentro sobre los que no podéis alegar ignorancia. ¿Qué posibilidades existen de que Cuba o La Española se encuentren relativamente cerca de China o Japón?

— Ninguna.

— ¿Estáis seguro?

— Seguro, seguro sólo está el infierno para la mayoría y el cielo para unos pocos, pero ni entre los haitianos ni entre los caribes he advertido un solo rasgo que pueda recordar a un lejano antepasado de raza amarilla.

— ¿Qué quieres decir?

— Que no parece lógico que, en caso de que esas islas estuvieran tan relativamente cerca de China o Japón como aseguran esos viajeros, nunca llegara hasta sus costas un pescador o un navegante que plantara su semilla en unas hermosas mujeres que suelen mostrarse más que dispuestas a ser sembradas.

— Suena lógico.

— Todos los nativos son cobrizos, y no he visto otro rostro amarillo que el de los guerreros un momento antes de que les cortara la cabeza; y no era cuestión de raza, era cuestión de miedo.

— Entiendo… Según vos, «los amarillos» deben encontrarse muy lejos.

En el argot marinero de aquel tiempo, los mapas nunca estaban «trazados» o «dibujados», sino concretamente «pintados», por lo que a continuación el obispo de Burgos hizo girar el mapa para inquirir en un tono sorprendentemente serio:

— En ese caso, decidme, ¿qué pensáis sinceramente de lo que ha pintado el Almirante? ¿Se trata de una isla o de Tierra Firme?

Alonso de Ojeda estudió con detenimiento cada detalle de la carta marina, se rascó pensativamente la hirsuta barba, guiñó los ojos como si pretendiera aclarárselos y aguzar la vista, y cuando se decidió a hablar pareció convencido de lo que decía:

— Si este trazo es un río, y evidentemente lo es, su grosor responde a su mucho caudal, y me consta que don Cristóbal suele ser muy cuidadoso a la hora de pintar. — Apartó con un leve gesto el documento para concluir—: No se me antoja factible que semejante río pertenezca a una isla, a no ser que se trate de una isla en verdad gigantesca.

— En eso estamos de acuerdo.

— Pero el único modo de averiguarlo es ir allí y comprobarlo.

— También estamos de acuerdo… — admitió el religioso—. Y como por desgracia no confío en el criterio del Almirante, ya que consideraría un rotundo fracaso haberse equivocado en sus cálculos, he decidido que seáis vos quien se ocupe de tan delicado negocio.

— ¿Yo?

— ¿Quién mejor?

— Cualquiera.

— Nombrad uno.

— Juan de la Cosa; es geógrafo, cartógrafo, excelente pintor de mapas y a mi entender el hombre idóneo para empresa de tamaña importancia.

— Es el hombre idóneo para medir distancias y pintar mapas, de eso no me cabe duda, pero no para dirigir una expedición que probablemente se enfrentará a grandes peligros. En eso el hombre idóneo sois vos.

— Me temo que os precipitáis a la hora de elegir.

— ¡En absoluto! — le contradijo el Ciprés Burgalés—. Lo meditaba desde que oí hablar de vuestras hazañas en La Española, y el hecho de conoceros me ratifica en mi decisión. — Sonrió apenas al recalcar en un tono diferente—: Por si os sirve de algo, os confesaré que también complace, y mucho, a su majestad la reina, que al parecer os tiene en gran aprecio.

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