— ¿Ése?
— Éste.
— ¿A cambio de qué?
— De tu amistad.
El indígena dudó; la tentación era asaz fuerte, pero estaba claro que la altura y el poderío de la negra Malabestia de ojos eternamente airados le impresionaba. De nuevo observó a su mujer, y a continuación recorrió con la vista los rostros de los guerreros que tenía más cerca y que no parecían perderse detalle.
El conquense comprendió que aquél era el momento para lanzar la pregunta clave.
— ¿Acaso te asusta mi caballo? — inquirió al tiempo que acariciaba el largo cabello de la chiquilla, que no había hecho el menor movimiento y se limitaba a mirarle fija mente a los ojos—. Hasta ella puede montarlo sin peligro.
— A Canoabo nada le asusta — intervino la princesa—. Ha demostrado ser el guerrero más valiente de la isla.
— Nadie lo ha puesto en duda… — fue la tranquila respuesta—. Pero si desea tener un caballo que le sirva para distinguirse de los demás caciques de Quisqueya, lo primero que debe hacer es aprender a cabalgar, y yo estoy dispuesto a enseñarle.
— ¿Por qué?
— Por amistad, ya te lo he dicho.
— No confío en la amistad de los españoles.
— ¡Yo sí!
— ¡Canoabo! — protestó su esposa al advertir que se había puesto en pie y avanzaba hacia los jinetes—. ¡No lo hagas!
— Lo que puede hacer un español o una niña, también lo puedo hacer yo — respondió su esposo, y ordenó en tono desafiante al de Cuenca—: ¡Enséñame a cabalgar!
— ¡De acuerdo! — replicó Ojeda al tiempo que alzaba en vilo a la chicuela para depositarla en tierra, desde donde siguió contemplándole como hipnotizada—. Lo primero que has de hacer es meterte en el río. Nadie puede cabalgar si no se ha bañado primero.
— ¿Por qué?
— Los caballos tienen un olfato muy fino y les molesta el olor a sudor.
El indígena pareció desconcertarse, bajó el rostro para olerse el sobaco, se encogió de hombros y se encaminó hacia la orilla, que se encontraba a poco más de cien pasos de distancia.
Los jinetes le siguieron muy despacio limitándose a observar, impertérritos, cómo se sumergía una y otra vez en el agua, frotándose con fuerza todo el cuerpo para quitarse todo rastro de sudor.
Al fin Ojeda hizo un gesto para indicarle que ya estaba suficientemente limpio, descabalgó y, cruzando las manos a modo de estribo, lo invitó a montar.
Uno de sus hombres se aproximó y cogió las riendas para que el animal no se moviera, y en cuanto el indígena se acomodó sobre la silla, el conquense señaló:
— Ahora necesitas algo de metal porque un caballo sólo avanza si se golpea metal contra metal. Dame las manos.
El otro obedeció y Ojeda le coloco en una muñeca un grueso y reluciente grillete de oro puro, lo cerró, pasó la cadena por una argolla que sobresalía de la montura, y le colocó el segundo grillete en la otra muñeca.
Canoabo le observaba con inquietud, se volvió una vez más hacia su esposa con una mirada que tanto podía ser de orgullo por sentirse tan importante, o temor por el contacto de la bestia, fue a decir algo, pero entonces Alonso de Ojeda se apoderó de las riendas que su compañero le alargaba, dio un ágil salto, se colocó a espaldas del indígena, lo sujeto con fuerza e, hincando las espuelas en los ijares del animal, aulló como un poseso:
— ¡Vamos Malabestia ! ¡Santiago y cierra España!
Los siete jinetes vadearon a toda prisa la mansa corriente ante la atónita mirada de cientos de nativos, alcanzaron la otra orilla y, una vez los cascos pisaron tierra firme, se lanzaron a galope tendido hasta perderse de vista en la distancia antes de que ningún guerrero alcanzara a tensar su arco.
Antes de que le embarcaran rumbo a Sevilla, adonde nunca llegó puesto que murió durante la larga travesía, Canoabo pasó mucho tiempo encadenado a la puerta del alcázar del Almirante, y siempre se comportó como lo que en realidad era, un cacique orgulloso y valiente. Jamás hizo declaración alguna ni se humilló ante nadie, pero en cuanto veía aparecer a Alonso de Ojeda se ponía en pie para agachar la cabeza en señal de respeto. Cuando le indicaron que no era ante Ojeda, un simple capitán, sino ante Colón, gobernador de la isla, ante quien tenía que inclinarse, replicaba:
— Colón es un caudillo cobarde; no se atrevió a ir en mi busca. ¡Ojeda sí!
Cosa sabida es que en la guerra vale todo, pero ello no basta para justificar ciertos actos. Aquél fue, desde el punto de vista de un caballero, del todo injustificable. Pero por suerte o por desgracia, aquella mañana yo no era un caballero; tan sólo era un soldado.
Eran tiempos de guerra, de eso no había duda, pero lo cierto es que Alonso de Ojeda nunca se sintió orgulloso por lo que muchos consideraron «la mayor hazaña en la historia de la conquista de La Española».
Le constaba que si no hubiera recurrido a tan sucia treta, muchos españoles, e incluso muchos haitianos, hubieran perecido en la contienda que Canoabo estaba fraguando, pero aun así siempre tuvo la amarga sensación de que aquella mañana, más que una heroicidad, lo suyo fue un acto de traición.
La eterna pregunta de si el fin justifica los medios le persiguió desde entonces, porque si bien admitía que el fin era evitar una carnicería, los medios fueron de lo más rastreros que quepa imaginar.
Durante años le resonaron en los oídos los gritos de dolor de hombres, mujeres y niños que asistían impotentes al descarado secuestro de su caudillo, así como el ronco estertor del pobre infeliz que intentaba arrojarse del caballo al galope porque advertía, encadenado e impotente, cómo le apartaban definitivamente de todo cuanto amaba.
Ya muy anciano, Ojeda reconoció que sólo quien, como él, había apurado en más de una ocasión la hiel de la derrota, podía imaginar lo que debía de sentir aquel hombre que minutos antes se consideraba un poderoso jefe de miles de fieles guerreros a los que confiaba conducir a la victoria, pero de pronto comprendía que se había convertido en el más miserable y ridículo de los prisioneros.
Siempre estuve convencido de que Canoabo habría preferido caer con honor en el campo de batalla a continuar viviendo con el deshonor de su vergonzante captura, de la que demasiado a menudo me siento culpable.
Lamentó su muerte, sobre la cual en ocasiones llegó a pensar que se trató de un asesinato, porque le constaba que era un hombre fuerte y no había motivo para que no soportara un viaje por mar, aunque fuera rodeado de ratas y encadenado en lo más hondo, oscuro y hediondo de la sentina.
Sin embargo, años más tarde tuvo que reconocer que la aparente fortaleza física de los nativos arauca de la isla no era tal: con excesiva frecuencia solía suceder que afecciones que apenas tenían consecuencias en los niños españoles mataban a un indio adulto en cuestión de días. Un simple catarro, el sarampión o unas fiebres de las que cualquier mocoso se recuperaba en una semana, mandaban a los guerreros a la tumba como si se tratara de la mismísima peste negra.
Muchos colonos les acusaban de no ser más que una pandilla de vagos que preferían dejarse morir a trabajar, pero por aquel entonces Ojeda empezó a intuir que no era una cuestión de esfuerzo sino de que, por alguna razón que no acertaba a entender, su constitución física era muy diferente de la de los europeos.
Maese Juan de la Cosa, un hombre de estudios y mucho más observador que cualquier otro, opinaba que la esencia del problema estribaba en que los naturales de la isla, y de todo el Nuevo Mundo en general, estaban acostumbrados desde el origen de los tiempos a trabajar lo justo para vivir en una tierra que siempre les había ofrecido cuanto necesitaban, y que por lo tanto nunca habían concebido tener que fatigarse con el fin de obtener aquello que se les antojaba superfluo.
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