Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Lo que en verdad importaba no era cuándo se abandonaba puerto, o cuánto se tardaba en llegar al destino final, sino el hecho de llegar sanos y salvos, aunque la mayor parte de las veces no se tuviera ni la menor idea de adónde se llegaba.

Tras una obligada escala en La Gomera, por tradición el último puerto en que se hacía aguada y se cargaban vituallas frescas, se emprendió al fin lo que constituía la verdadera y peligrosa travesía del océano.

Cuenta la leyenda que fue precisamente en esa isla donde Cristóbal Colón tuvo la mala fortuna de embarcar durante su segundo viaje dos cerdas preñadas cuyas crías fueron las que posteriormente inocularon la peste porcina a los haitianos, provocando una horrenda mortandad.

Peste porcina, viruela, gripe, sarampión y tuberculosis constituyeron el peor obsequio que los europeos transportaban en sus naves.

En el transcurso de apenas un siglo estuvieron a punto de borrar del mapa a los habitantes de todo un continente, ya que no tenían defensas contra unas enfermedades totalmente nuevas para ellos.

Corrían tiempos en los que la culpa únicamente se podía achacar a la ignorancia.

Por fortuna, y que se sepa, en las cuatro naves de la escuadra de Ojeda no viajaban la peste porcina, la viruela, la tuberculosis ni el sarampión, por lo que, exceptuando los estornudos del florentino, cabría asegurar que aquélla fue una expedición que sanitariamente no causó daño alguno.

A partir de que perdieron de vista las costas de La Gomera y desapareció de igual modo la silueta del Teide, que dominaba la aún inconquistada isla de Tenerife, el cántabro marcó rumbo oeste sur-suroeste buscando alejarse de la conocida y frecuentada ruta que le llevaría directamente al mar de los Caribes.

Su intención era comprobar, por mandato de los reyes, si aquella supuesta Tierra Firme que hacía su tímida aparición en la carta de navegación pintada por Colón, se prolongaba hacia el sur o se trataba en realidad de una isla.

La travesía transcurrió sin mayores incidencias hasta que en el amanecer del día veinticuatro, un rapaz de Tarifa que había ganado justa fama de tener vista de lince, aulló desde lo alto del palo mayor:

— ¡Tierra a la vista!

Pero a decir verdad no era tierra lo que se distinguía, sino una especie de interminable alfombra verde esmeralda que nacía al borde mismo del agua y se extendía monótona y sin un solo relieve hasta perderse en la distancia.

— ¿Se puede saber dónde nos encontramos, maese Juan? — quiso saber el conquense tras observar largamente un paisaje que más bien parecía la continuación del mar, pero de un verde mucho más oscuro.

— Anoche el astrolabio señalaba tres grados de latitud norte, es decir, casi en la misma raya del ecuador.

— Háblame en cristiano, querido amigo — protestó el otro—. ¿Eso qué diablos significa exactamente?

El de Santoña señaló con la mano el horizonte a su izquierda y, extendiendo el brazo muy lentamente hacia la derecha, puntualizó:

— Que si desde aquí hasta el punto, a once grados norte, que marca el Almirante en el mapa de la península de Paria, esa línea de árboles no alcanza a quebrarse ante la aparición de un ancho canal de agua de mar, sospecho que hemos tropezado con un auténtico continente.

— ¿Y que por lo que se ve continúa hacia el sur?

— Eso parece.

— ¿Y qué hacemos? — quiso saber el conquense—. ¿Continuamos bordeando hasta ver dónde acaba todo esto, o ponemos rumbo norte para comprobar si desde aquí hasta Paria no existe ningún brazo de mar que lo convierta en una isla más?

— Tú estás al mando — fue la parca respuesta.

— En efecto, estoy al mando, pero lo primero que aprendí cuando me pusieron al mando de una tropa es que más vale aceptar un buen consejo que encajar una mala derrota. ¿Tú qué opinas?

El curtido marino nacido a orillas del bravío Cantábrico, piloto veterano antes incluso de embarcarse con Cristóbal Colón en el viaje que habría de concluir con el descubrimiento del Nuevo Mundo, estudió con detenimiento el cielo, el mar y el horizonte, meditó largamente, y por último señaló:

— Si nos aventuramos tres grados más hacia el sur, atravesando la raya del ecuador, nos arriesgaríamos a encontrar vientos contrarios que nos impedirían regresar ignoro por cuánto tiempo, puesto que éstas son latitudes que nadie ha alcanzado con anterioridad a este lado del océano… — Humedeció de saliva el dedo índice y lo alzó sobre su cabeza para añadir—: Ahora tenemos un buen viento que nos empujará tranquilamente hacia la isla de Trinidad, la entrada del mar Caribe y por tanto a Paria. — Sonrió de oreja a oreja al tiempo que le guiñaba pícaramente un ojo a su amigo y superior en el mando y añadía—: Eso es todo lo que puedo decir respecto a nuestra situación, así que tú decides.

— Pero no has respondido a mi pregunta.

— ¡Ni pienso hacerlo!

— ¿Y eso?

— No quiero que recaigan sobre mi conciencia las vidas de tantos hombres.

— ¿Acaso tienes miedo?

— Nadie ha sabido nunca con exactitud cuál es la delgada línea que separa la prudencia del miedo, querido amigo. Pero puedes estar seguro de que si a bordo de estas naves sólo estuviéramos tú y yo, no dudaría en continuar rumbo sur. No obstante, me parece injusto que descargues sobre mis espaldas una responsabilidad que te corresponde por derecho.

— De acuerdo — masculló de mala gana el Centauro—. Ocúpate de buscar una ensenada tranquila y fondear. Necesito un par de días de descanso y mar en calma hasta que se me asiente la cabeza y consiga pensar con claridad. No es una decisión sencilla.

— Por eso te pagan mejor que a mí.

Se trataba en verdad de una decisión difícil, y no debido tan sólo a que estuvieran en juego muchas vidas, ya que en el momento de firmar el rol de enganche todos sabían que corrían el riesgo de no regresar jamás a sus hogares.

Era el precio, asumido de antemano, que debían pagar a cambio de encontrar gloria y fortuna.

Desde el momento mismo en que subieron a bordo y se levaron anclas, aceptaron que su destino, bueno o malo, quedaba en manos de un hombrecillo de estatura baja, aparentemente frágil y sin la prestancia física que suele atribuirse a los héroes legendarios, pero que había demostrado hasta la saciedad que nadie llegaba a su altura moral ni a su increíble coraje.

No era por tanto cientos de vidas humanas lo que estaba en juego; era mucho más.

Alonso de Ojeda tenía plena conciencia de que a los seis años y medio de que Rodrigo de Triana, con el que en más de una ocasión se había peleado muchos años atrás a orillas del Guadalquivir, puesto que el vigía de la Santa María siempre había sido un chicarrón lenguaraz y pendenciero, avistara por primera vez una diminuta isla en la inmensidad del océano, ningún acontecimiento relacionado con las tierras recién descubiertas había tenido la importancia de lo que se encontraba en juego en aquellos momentos.

Sus majestades le habían encomendado la delicada misión de determinar de una vez por todas si lo que el almirante Colón había descubierto era sólo un nutrido archipiélago no demasiado alejado de las costas de Asia, o un nuevo, gigantesco y fabuloso continente del que el mundo «civilizado» no había tenido conocimiento desde antes de que el primer faraón fuera enterrado bajo una altiva pirámide.

De lo que Juan de la Cosa y él averiguaran dependería también que los geógrafos pudieran calcular con nuevos datos el posible tamaño de la Tierra.

¡Virgen Santa!

¿Acaso no era un peso excesivo para mis hombros? ¿Acaso no lo era para los hombros de cualquier ser humano?

Navegar rumbo sur cruzando la línea ecuatorial significaba constatar cuál era la auténtica extensión de aquella masa de altos árboles en apariencia ilimitada, pero tal como el piloto cántabro aseguraba, implicaba el riesgo de no regresar a poner en conocimiento de los reyes la verdad o la mentira de sus descubrimientos.

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