Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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— ¿Y qué podemos hacer? Dar media vuelta.

Podía pensarse que cuando avanzaban en determinada dirección, una gigantesca mano invisible cerraba el paso a sus espaldas, por lo que al intentar desandar la misma ruta se veían obligados a desviarse.

— ¡Esto es cosa de locos! ¿Cuándo oscurecerá?

— Dentro de unas tres horas.

— Pues debemos salir de aquí antes de que anochezca o no saldremos nunca.

Tres horas de luz en mar abierto o en las llanuras de La Mancha son siempre tres horas de luz, pero el mismo tiempo bajo el manto de vegetación de la jungla del Bajo Orinoco se convertía en apenas una hora de tenue claridad que al poco daba paso a las confusas sombras que precedían a las tinieblas.

Sin apenas darse cuenta descubrieron que ya ni si quiera podían distinguir el rostro de quien se sentaba a su lado.

— ¡Que el Señor nos proteja!

Y con la oscuridad llegó el peor enemigo imaginable. No se trataba de feroces caníbales, temibles cocodrilos o venenosas serpientes, sino de millones de mosquitos que se abalanzaron sobre ellos dispuestos a succionarles hasta la última gota de sangre.

Se protegieron como pudieron, arrebujándose en el fondo de las embarcaciones, y se dispusieron a pasar la que sería una de las peores noches de sus vidas.

La primera claridad del día, una luz glauca y casi fantasmagórica, dejó a la vista unos rostros hinchados, unos ojos enfebrecidos y unas manos que apenas conseguían sostener los remos o las pértigas.

Y un muro de vegetación que no parecía ofrecer ni un pequeño resquicio por el que introducirse en busca de aguas libres. Era como si durante una sola noche nuevos árboles y cañaverales hubieran crecido de repente.

— ¡Mal lugar para morir! — balbuceó un desalentado granadino al que le costaba terriblemente abrir los ojos, tan inflamados tenía los párpados—. Rodeados de «bichas» y sin un mal pedazo de tierra donde enterrarte.

— ¡Nadie va a morir! — sentenció Alonso de Ojeda—. Lo primero que tenemos que hacer es orientarnos, o sea que treparé a la mayor de aquellas palmeras.

Cuando se encontraba en el punto indicado, pidió los cinco cinturones más resistentes, los unió entre sí, rodeó el tronco y se los pasó por la espalda. A continuación se descalzó y comenzó a ascender como un mono que no hubiera hecho otra cosa en su vida que escalar palmeras.

Afirmaba los pies en las rugosidades, alzaba los cinturones por encima de su cabeza, se elevaba a pulso, volvía a afirmar los pies y repetía la operación con casi matemática precisión.

Desde abajo le observaban con asombro.

Se necesitaba mucha fuerza, mucha agilidad y una total carencia del sentido del vértigo para conseguir trepar de aquel modo, metro a metro, pero al cabo de unos diez minutos Ojeda consiguió llegar a la cima, a unos cuarenta metros del suelo, desde donde extendió la vista sobre una infinita masa verde intenso.

Luego, a su izquierda, distinguió la línea azul del mar y las embarcaciones fondeadas en la amplia bahía. Durante un largo rato no hizo otra cosa que admirar el paisaje hasta descubrir a unas tres leguas de distancia, ahora a la derecha, el serpenteante cauce del río que corría desde el oeste. Lo estudió con detenimiento y al fin, extrayendo de la funda su afilada daga, se dedicó a cortar cocos que dejó caer al lado opuesto de donde se encontraban las falúas. Al descender, y tras aplacar el hambre y la sed con los cocos, señaló un punto y anunció:

— Hacia el sur se advierte menos espeso, y desde allí debe de haber una mejor salida hacia el mar.

Se abrieron paso a machetazos por entre las cañas, arrastrando a veces las embarcaciones con el agua a media pierna, sudando, resoplando y cubriéndose de rasguños, y al fin desembocaron en una amplia laguna tapizada casi totalmente de nenúfares por la que resultaba mucho más cómodo avanzar.

Incluso alcanzaron a ver el sol, ya casi vertical sobre sus cabezas.

No pudieron evitar lanzar suspiros de alivio y exclamaciones de júbilo al comprender que habían escapado de una traidora trampa, pero de improviso un alarido de dolor les puso la carne de gallina.

Un soldado, Sancho Iniesta, había cometido la imprudencia de dejar la mano fuera de la borda, rozando el agua, y un enorme caimán se la había cercenado de un solo bocado, cortándole limpiamente el brazo por encima de la muñeca.

El pobre hombre aullaba de dolor mientras contemplaba horrorizado cómo del muñón manaba un chorro de sangre, y tal fue su agitación que a punto estuvo de hacer zozobrar la frágil embarcación.

Ojeda no vaciló y, desenvainando la espada, le golpeó con la empuñadura en la cabeza, dejándole inconsciente.

A continuación le aplicaron un torniquete por debajo del codo para cortar la hemorragia, pero pronto vieron que aquello servía de poco.

— Tenemos que cauterizarle la herida — señaló el alférez Tapia—. De otro modo no llegará al barco.

— ¿Y de dónde sacamos fuego?

— De donde lo haya.

Extrajeron yesca y pedernal, prendieron fuego a una camisa, desmontaron uno de los bancos y tras varios intentos consiguieron que ardiera vivamente por uno de sus extremos.

Dos hombres lo sostenían en alto mientras Ojeda mantenía sobre la llama la hoja de su daga; cuando al fin se encontraba casi al rojo vivo, la aplicó por tres veces sobre el muñón del infeliz Iniesta, que aun inconsciente como estaba lanzó un aullido de dolor.

El caimán regresó a la superficie en busca de una nueva presa y dos certeros disparos le volaron la cabeza.

Pocos minutos más tarde, media docena de congéneres se disputaban sus despojos mientras los expedicionarios se alejaban del lugar a toda prisa.

Caía la tarde cuando alcanzaron el mar, y con las primeras sombras trepaban a bordo.

— ¿Y bien? — quiso saber maese Juan de la Cosa—. ¿Qué has descubierto?

— El infierno.

— A juzgar por tu aspecto debe de ser cierto, pese a que el Almirante asegura que al oeste de la bahía de Paria se encuentra el paraíso.

— Eso nos lleva a la conclusión de que infierno y paraíso no están demasiado lejos el uno del otro… — masculló el de Cuenca—. Nunca imaginé que pudiera existir un lugar tan hostil para el ser humano, pero aun así encontramos pruebas de que vive gente, aunque no vimos a nadie.

— ¿O sea que estamos como al principio?

— ¡No! Como al principio no. Tenías razón: alcancé a distinguir en la distancia el cauce de ese río antes de que se desparrame por el delta, y te aseguro que debe de tener casi dos leguas de ancho. Tanta agua ha de llegar desde muy, muy lejos.

El cartógrafo permaneció unos instantes pensativo, se rascó la enmarañada barba, señal de que algo le preocupaba, y por fin señaló:

— Durante el tiempo que has estado fuera no he dejado de preguntarme si los reyes preferirán saber la verdad, o continuar imaginando que sólo se trata de un grupo de islas.

— ¿A qué te refieres?

— A que una ruta de navegación rápida y directa hasta el Extremo Oriente significa la posibilidad de establecer un próspero comercio que a la larga resultaría beneficioso para todos, sin otros problemas que los que puedan presentar en su momento el mar y el viento. — Sacudió la cabeza como si le costase aceptar aquella realidad—: ¡Pero un nuevo continente…!

— Un nuevo continente… ¿qué?

— Un nuevo continente exigirá un gigantesco esfuerzo de exploración y conquista.

— ¿Y no te parece maravilloso? — se asombró el Centauro.

— ¡Desde luego! ¿Pero cómo podrá una nación tan pequeña como la nuestra y que acaba de salir de una guerra que ha durado casi ochocientos años, encarar tamaña empresa? ¿De dónde sacaríamos los hombres, el dinero y las armas necesarias?

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