Alberto Vázquez-Figueroa - Centauros

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Centauros: краткое содержание, описание и аннотация

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Su vida de pendenciero y donjuán impulsa a Alonso de Ojeda a embarcarse con Cristóbal Colón en su segundo viaje al Nuevo Mundo. Tras una penosa travesía, Ojeda se enfrenta a la aventura de ser un conquistador en aquellos territorios inexplorados. Tendrá que vérselas con nativos hostiles, y serán justamente sus habilidades y su astucia las que logren derrotarlos. Sufrirá los reveses de la fortuna, servirá como explorador de la reina Isabel, se embarcará con algunos cartógrafos para determinar si las tierras descubiertas son en realidad un nuevo continente y, en su recorrido por las costas del norte de Suramérica, hará extraordinarios descubrimientos.

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Los lugareños se apresuraron a ofrecerles toda clase de manjares y una sabrosa bebida alcohólica que recordaba a la sidra, y no pasaron más de dos horas antes de que las muchachas desaparecieran entre la espesura en compañía de los entusiasmados expedicionarios españoles.

— ¡Esto es vida, capitán! — exclamaban alborozados mientras se alejaban playa adelante—. ¡Ésta es la clase de vida que veníamos buscando!

Los hombres del poblado se limitaban a reír a carcajadas, animando a las parejas a que se alejaran del grupo. A las preguntas de Ojeda acerca de las tribus caníbales de las islas antillanas que se encontraban no lejos de allí, respondieron que no les preocupaban, ya que con sus frágiles embarcaciones jamás conseguirían atravesar las peligrosas y traicioneras «Bocas del Dragón», el estrecho que separaban la bahía de Paria del mar de los Caribes.

La isla de Trinidad que les protegía por el este era demasiado extensa como para que ni el más hambriento caníbal se decidiera a circunnavegarla en busca de una víctima.

Las casi pantagruélicas comidas, a base de pescado fresco, enormes langostas, sabrosas ostras y grandes camarones, tenían la virtud de excitar aún más la ya de por sí activa libido de unos españoles que llevaban largo tiempo embarcados. Para todos ellos aquélla fue una escala gloriosa que colmaba hasta la saciedad sus más secretos anhelos.

Hubo incluso quienes aventuraron que lo mejor que podían hacer era dejar allí un barco y fundar lo que constituiría la primera colonia de aquella Tierra Firme, pero el conquense se negó en redondo, señalando que no lo habían enviado para instalar asentamientos, sino como explorador adelantado.

— Si dejara una nave en cada lugar en que nos dieran bien de comer y las mujeres fueran especialmente cariñosas, acabaría regresando a Sevilla en un bote de remos — señaló—. Tiempo habrá para todo, que si estas buenas gentes llevan aquí desde que el mundo es mundo, no van a marcharse ahora.

— ¡Pero nunca encontraremos otro lugar en que abunden tanto las perlas! — protestó un excitado timonel al que le hervía la sangre en cuanto se le aproximaba una insinuante moza.

— ¿Y de qué te servirían aquí las perlas, hijo? — replicó el de Cuenca—. Les molestan cuando comen las ostras y los chiquillos no las usan ni para jugar a las canicas; si la carne de la ostra se come y la perla no, lo que vale es la carne, no la perla. Por lo que tengo visto, sólo una de cada cien les llama ligeramente la atención y les ocurre como a los haitianos con el oro: les importa un bledo.

— ¡Es que los haitianos también están locos!

— ¡No te confundas, hijo, no te confundas! — le contradijo su capitán—. En lo que se refiere al valor de las cosas, no existen cuerdos ni locos; existen los que desean o necesitan algo, y los que no lo desean o no lo necesitan. Lo peor es que ninguno de ellos suele comprender el punto de vista del otro; o sea que haced buen acopio de perlas y disfrutad de tres días más de descanso, porque en la mañana del martes levamos anclas. — Hizo un gesto hacia el canal que se distinguía al norte y que les separaba de la isla—. Y por lo que cuenta esta buena gente, cruzar ese canal tiene sus bemoles.

Quien las bautizó como Bocas del Dragón sabía de qué hablaba.

Dos mares chocaban con inusitada furia, violentas corrientes cambiaban continuamente de rumbo y vientos entrecruzados, furiosos y aullantes, empujaban con fuerza a las naves hacia los traicioneros islotes más próximos a la isla de Trinidad o hacia los incontables bajíos más cercanos a Tierra Firme que hacían de improviso su aparición ante la proa.

Tras una larga semana de relajante paz en que las más duras batallas se habían librado cuerpo a cuerpo con hermosas muchachas revolcándose en las tibias arenas de la playa, la titánica lucha contra una naturaleza desmelenada a punto estuvo de enviarles al Averno de las profundidades marinas. Sólo cuando al fin comprobó que las cuatro naves habían alcanzado sanas y salvas aguas abiertas y relativamente tranquilas del Caribe, el atribulado Ojeda, que no había parado de vomitar, lanzó un hondo suspiro de alivio.

— ¡Santa Madre de Dios! — no pudo por menos que exclamar—. Llegué a pensar que aquí acababa mi historia.

— Algún día te llevaré a la Costa da Morte, y sabrás lo que es bueno… — le replicó el cántabro, que parecía tan fresco como si la dramática y peligrosa travesía hubiera sido un juego de niños—. ¡Aquello sí que es divertido!

— ¿Divertido? ¡Maldita sea tu estampa! — se indignó el conquense—. Prefiero una nueva batalla de Jáquimo con cien mil indios enfrente, a volver a atravesar ese dichoso estrecho. ¡Desde luego el mar no es para mí!

— Pues te queda mar para rato.

Quedaba, en efecto, hasta que avistaron una hermosa isla de tranquilas ensenadas y playas de arena dorada, y en la que abundaban tanto las perlas que Colón había decidido llamarla Margarita.

Hubiera constituido un lugar ideal para quedarse una larga temporada, e incluso para siempre, pero Alonso de Ojeda tenía plena conciencia de que sus soberanos le habían encomendado aquella expedición para que les aclarara qué era lo que existía en realidad al otro lado del temido Océano Tenebroso.

Continuaron por tanto costeando, mientras distinguían en la distancia tierras bajas, agrestes montañas, espesas selvas, incontables islotes y espesos manglares, para que el cartógrafo pudiese calcular posiciones, sondear fondos, estudiar la dirección y velocidad de las corrientes, tomar apuntes o pintar mapas, hasta que al fin fondearon en el centro de una pequeña ensenada rodeada de altas dunas de una arena firme y amarillenta que, vistas desde lejos, semejaban mujeres desnudas.

El calor agobiaba.

— Me recuerda la costa del Sahara… — señaló el de Santoña—. El mismo aire seco y bochornoso e idéntico paisaje. ¿Será posible que aquí también exista un desierto como el de África?

— Por lo que estamos viendo, no se privan de nada.

— ¿Qué piensas hacer?

— Limpiar fondos. Se nos han pegado tantas algas, mejillones, caracoles y bichos de todo tipo que apenas avanzamos…. — Indicó con la cabeza un largo y tranquilo playón que concluía al pie de la duna más grande, y añadió—: Ése es un buen lugar para varar las naves. No hemos encontrado otro mejor desde que abandonamos el Puerto de Santa María.

— Como varadero es bueno — admitió el otro—. Ahora falta saber si también es seguro.

— Está protegido de todos los vientos.

— No me preocupan los vientos, querido amigo, me preocupan los salvajes. ¿Son tan afectuosos como los de Paria o nos echarán a la cazuela en cuanto nos pongan la mano encima?

— Tendremos que preguntárselo. Enviaré patrullas de reconocimiento a ver qué encuentran detrás de esas dunas. Como comprenderás, no pienso sacar un barco del agua si esos malditos caníbales andan por las proximidades.

— Estoy de acuerdo. Y me vendrá bien pasar una semana en tierra para pintar con calma.

Al alba del día siguiente, antes de que el sol comenzara a calentar la arena, dos partidas de doce hombres cada una desembarcaron en el estrecho istmo de Coro, de unas cinco leguas de largo por media de ancho, y mientras una se encaminaba al norte, adentrándose en la península del mismo nombre, la otra se dirigía al sur con el fin de explorar lo que consideraban ya Tierra Firme.

Al Centauro de Jáquimo le hubiera gustado encabezar cualquiera de ellas, pero pareció comprender que, como comandante de la expedición, en aquel momento su obligación se centraba en supervisar los preparativos para que las naves pudieran vararse y tanto ellas como sus tripulaciones se encontraran suficientemente protegidas en caso de un ataque indígena..

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