Ojeda ordenó reforzar la guardia y enviar patrullas a que los buscaran y al mismo tiempo exploraran en busca de otros indígenas por las proximidades, pero durante los cinco días siguientes no volvieron a distinguir presencia humana.
El de Santoña se mostraba cada vez más inquieto debido a que la reparación de los barcos exigía un esfuerzo y un tiempo muy superior al calculado en un principio. Los hambrientos moluscos comedores de madera habían causado un daño considerable en la popa de la tercera nave, a tal punto que se vieron en la necesidad de sustituir gran parte de la tablazón para no arriesgarse a que la maltrecha nao se fuera a pique a las primeras de cambio.
La banda de babor estaba tan podrida por la carcoma que bastaba un fuerte puñetazo para que la mano se colara hasta la sentina.
¡Jodidos bichos!¿ Cómo puede algo tan pequeño complicarme tanto la vida?
Caían del cielo como una lluvia fina, silenciosa y mortal, surgiendo de las profundas tinieblas de una noche sin luna, como estrellas fugaces que surcaran la bóveda celeste sin que se advirtiera su presencia hasta que se clavaban profundamente en la carne.
Un infeliz serviola que se había acostado muy cerca de la orilla del agua ajeno a cualquier tipo de peligros no llegó a despertar porque una de las flechas que llegaron con la primera andanada le penetró justamente por el ojo derecho clavándole el cráneo en la arena.
Media docena de hombres aullaron de dolor.
Eran flechas muy largas, o mejor sería decir simples varas de bambú de casi metro y medio y el grosor de un dedo, afiladas por un extremo y con una muesca y un manojo de plumas de papagayo en el otro.
Pero cuando caían de casi cuarenta metros de altura podían atravesar a un hombre de parte a parte e incluso de arriba abajo.
Siguió un denso silencio roto tan sólo por los lamentos de los heridos y las voces de Ojeda ordenando a sus hombres que buscaran refugio bajo los cascos de las naves varadas en tierra.
— ¿Dónde están?
Ésa era la pregunta clave: ¿dónde demonios estaban? Ni un leve rumor ni un ligero movimiento delataban su presencia, y cuando cuatro hombres abandonaron espada en mano el seguro refugio de las naves para ir en busca del enemigo, una nueva nube de flechas los alcanzó de inmediato.
— ¿Cómo es posible? — exclamó alguien—. ¿Acaso son gatos que ven en la oscuridad?
Debían de serlo; gatos o jaguares, pues mientras los españoles andaban a tientas incapaces de distinguir un cuerpo a tres metros de distancia, al parecer sus enemigos los distinguían con tanta nitidez como si se encontraran a plena luz de día.
Pasó un largo rato y cuando confiaron en que al fin el peligro había pasado, de nuevo se precipitó sobre ellos una nueva lluvia de flechas, la mayor parte de las cuales fue a clavarse en la cubierta o los cascos de los barcos.
Alonso de Ojeda las observó muy de cerca, y luego mascullo:
— Vienen de todas partes, incluso del mar. A los que se esconden en tierra no podemos alcanzarlos, pero sí a los que estén en las piraguas. ¡Fuego en esa dirección!
Descargaron cuanto tenían a mano y el estruendo fue tal, ya que no la eficacia, que a poco pudieron percibir que el enemigo se alejaba y no volvieron a ser molestados durante el resto de la noche.
El amanecer ofreció un paisaje desolador, con un hombre muerto, una docena de heridos, tres de ellos de consideración, y una playa donde las varas de bambú coronadas de plumas parecían haber crecido en la arena como espigas en un erial.
Pero ni el menor rastro de presencia humana en tres leguas a la redonda.
— ¡Hijos de la gran puta!
— ¿Qué hacemos, capitán?
— ¿Y qué podemos hacer? — inquirió a su vez el de Cuenca—. Mantener los ojos bien abiertos, continuar reparando las naves y dormir bajo techo.
— ¿Es que no piensa castigarles?
— ¿Cómo? ¿Persiguiéndoles entre esas dunas para que nos vayan eliminando a flechazos? Eso es lo que querrían: llevarnos a su terreno para irnos cazando uno tras otro.
— No nos asusta una pandilla de salvajes desnudos.
— ¡No, claro que no, hijo! — replicó el Centauro—. Estoy seguro de que no os asustan, pero os prefiero vivos y asustados a valientes pero muertos. No nos enviaron aquí a demostrar nuestro valor matando salvajes, sino a explorar y contar con la mayor fidelidad posible cuanto veamos. Y lo que estamos viendo es que existe gente pacífica y gente hostil, de la misma manera que animales tan inofensivos y perezosos que tardan un día en trepar a un árbol, y otros tan feroces y rápidos que te arrancan una mano en un abrir y cerrar de ojos.
— ¡Pero es que somos soldados!
— ¡Cuando soldado, soldado; cuando adelantado, adelantado!
Se oyeron murmullos de protesta, pero la mayoría aceptó que su comandante tenía razón, y que ningún provecho se obtendría de perseguir y castigar a una cuadrilla de salvajes que al fin y al cabo se limitaban a defender sus tierras de unos extraños seres llegados desde el otro lado del océano.
El conquense cumplía a rajatabla las órdenes que le había impartido el obispo Fonseca: «Se trata de saber, no de matar — le había señalado muy seriamente—. Me consta que eres de los mejores a la hora de matar, pero eso puede hacerlo cualquiera; lo que necesito que me traigas no son victorias, sino conocimientos.»
Así pues, se limitaron a dar cristiana sepultura al malogrado serviola que ni siquiera se había enterado de que caían estrellas de muerte, curar a los heridos y volver a la tarea de librar de parásitos las naves.
El calor arreciaba y el agua comenzaba a escasear. Maese Juan de la Cosa insinuó la posibilidad de abandonar la nao más dañada y continuar el viaje en las tres restantes, aunque eso sí, bastante apretados, pero su amigo se negó en redondo:
— Los reyes me confiaron cuatro barcos, y cuatro barcos devolveré a no ser que una galerna, una poderosa escuadra enemiga o un verdadero ejército me lo impida. Como comprenderás, no puedo regresar a contarle al obispo Fonseca que me vencieron unos sucios gusanos.
— ¡A fe que suena ridículo! — admitió el otro y soltó una divertida carcajada—. El gran Alonso de Ojeda, el Centauro de Jáquimo, el mejor espadachín conocido y el hombre que secuestró a Canoabo ante las mismísimas narices de cientos de guerreros, derrotado por la puta carcoma. ¡Tu prestigio se iría al traste!
— Hace tiempo aprendí que quien se preocupa en exceso por su prestigio acaba por desprestigiarse — fue la respuesta—. Pero quien se preocupa por cumplir la palabra dada siempre mantendrá la cabeza alta. Y yo ya soy suficientemente bajito para no querer empeorar las cosas teniendo que agachar la cabeza.
— Para mí que tú sólo has agachado la cabeza ante Anacaona — bromeó el otro dándole un leve codazo—. Y no por humildad, sino por razones bastante más apetitosas.
— ¡Yo nunca he hecho esas cosas!
— ¡Pues tú te lo pierdes! Y tiempo al tiempo, que ya lo dice el refrán: «Cuando las fuerzas no alcanzan para empuñar la espada, se empuña la daga.»
— Todavía me quedan fuerzas para empuñar la espada cuanto haga falta… Y algunas muchachas de Paria pueden dar fe de ello. Pero dejémonos de guarradas y vayamos a lo que importa. Estoy pensando seriamente en la posibilidad de enviar uno de los barcos a hacer aguada.
— Tú eres el jefe, pero con dos naves en tierra y una sola protegiéndonos, nuestra posición resultaría bastante comprometida en caso de un ataque masivo por mar, y por lo que llevamos visto el enemigo abunda. Todo dependerá del número de piraguas de que dispongan esos salvajes.
El conquense pareció aceptar que aquél era un razonamiento inteligente.
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