Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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El pie descalzo subió dulcemente a lo largo de la culata buscando los gatillos, y una doble detonación conmovió con tanta fuerza el carrizal, que de todos lados salieron revoloteando las aves, locas de miedo.
El tío Paloma no volvió al Palmar hasta la caída de la tarde.
Había dejado en el Saler a su cazador, que deseaba cuanto antes salir del lago y llegar a la ciudad, jurando no volver a aquellos sitios. ¡En dos viajes, dos desgracias! La Albufera sólo guardaba para él sorpresas terribles. La última le iba a costar una enfermedad. El tranquilo ciudadano, padre de numerosa prole, no podía apartar de su memoria el lúgubre envoltorio que habla pasado ante sus ojos. Seguramente que al llegar a su casa tendría que meterse en cama pretextando cualquier dolencia. La sorpresa lo había conmovido profundamente.
El mismo cazador aconsejaba al tío Paloma una reserva absoluta. ¡Que no se le escapase una palabra! Nada habían visto. Debía recomendar el silencio a su pobre nieto, fugitivo, sin duda, por la impresión de la terrible sorpresa. El lago había vuelto a tragarse el secreto, y sería una candidez que ellos hablasen, sabiendo cómo marea la justicia a los inocentes cuando cometen la tontería de ir en su busca. Los hombres honrados deben evitar todo contacto con la ley… Y el pobre señor, después de desembarcar en tierra firme, no se metió en su tartana hasta que el barquero, cada vez más pensativo, le juró varias veces que sería mudo.
Cuando, al anochecer, llegó el tío Paloma al Palmar, amarró frente a la taberna los dos barquitos en que habían salido por la mañana.
Neleta, derecha tras el mostrador, buscó en vano a Tonet con su mirada.
El viejo adivinó.
—No l’esperes —dijo con voz fosca.—. No tornarà més…
Y con acento reconcentrado le preguntó si se sentía mejor, hablando de la palidez de su rostro con una intención que hizo estremecerse a Neleta.
La tabernera adivinó inmediatamente que el tío Paloma conocía su secreto.
—Pero… i Tonet? — volvió a preguntar con voz angustiosa.
El viejo hablaba volviendo los ojos, como si deseara no verla, para conservar su forzada calma. Tonet no volvería más. Había huido lejos, muy lejos, a un país de donde nunca se vuelve. Era lo mejor que podía haber hecho… Así, todo quedaba arreglado y en el misterio.
—Pero vosté…? vosté…? —gimió Neleta con angustia, temiendo que el viejo hablase.
El tío Paloma callaría. Lo afirmó golpeándose el pecho. Despreciaba a su nieto, pero tenía interés en que nada se supiera. El nombre de los Palomas, después de siglos de honrado prestigio, no estaba para ser arrastrado por un perezoso y una perra.
— Plora, gossa, plora! —decía el barquero con irritación.
Debía llorar toda su vida, ya que era la perdición de una familia. ¡Que conservase su dinero! No seria él quien viniera a pedírselo a cambio del silencio… Y si quería saber dónde estaba su amante, dónde su hijo, no tenia más que mirar al lago. La Albufera, madre de todos, guardaría el secreto con tanta fidelidad como él.
Neleta quedó aterrada por esta revelación; pero aun en medio de su inmensa sorpresa miraba con inquietud al viejo, temiendo por su porvenir al verlo confiado al mutismo del tío Paloma.
El viejo se golpeó una vez más el pecho. ¡Que viviese feliz y gozase su riqueza! El callaría siempre.
La noche fue lúgubre en la barraca de los Palomas. A la luz moribunda del candil, el abuelo y el padre, sentados frente a frente, hablaron mucho tiempo, con su gravedad de seres distanciados por el carácter, que sólo podían aproximarse a impulsos de la desgracia.
El tío Paloma no usó de paliativos para dar la noticia. Había visto al chico muerto, con el pecho destrozado por dos cargas de perdigones, hundido en el barro de la mata, con los pies fuera del agua, junto al barquito abandonado. El tío Toni apenas pestañeó. Sólo sus labios se apretaron convulsivamente, y con las manos crispadas se arañó las rodillas.
Un lamento prolongado, estridente, salió del ángulo oscuro de la barraca donde estaba la cocina, como si en esta lobreguez degollasen a alguien. Era la Borda que gemía, aterrada por la noticia.
—Silenci, chiqueta! — gritó imperiosamente el viejo.
—Calla, calla! —dijo el padre.
Y la infeliz sollozó sordamente, oprimida en su dolor por la firmeza de aquellos dos hombres de férrea voluntad, que, al ser mordidos por la desgracia, permanecían con exterior impasible, sin la más leve emoción en los ojos.
El tío Paloma relataba lo ocurrido a grandes rasgos: la aparición de la perra con su horrible presa; la fuga de Tonet; después, a la vuelta del Saler, su minuciosa exploración por la mata, presintiendo una desgracia, y su hallazgo del cadáver. P-1 lo adivinaba todo. Recordaba la desaparición de Tonet la víspera de la tirada; la palidez y el desfallecimiento de Neleta; su aspecto de enferma después de aquella noche, y con su astucia de viejo reconstruía el parto doloroso en el silencio nocturno, con el terror a ser oída por los vecinos, y después el infanticidio, un crimen que le hacia despreciara Tonet, más por cobarde que por criminal.
El viejo, después de soltar su secreto, se sentía aliviado. A su tristeza sucedía la indignación. ¡Miserables! Aquella Neleta resultaba una perra ardorosa que había perdido al muchacho, empujándolo al crimen por conservar su dinero; pero Tonet era cobarde dos veces, y más que por su delito, renegaba de él viendo que se mataba, loco de miedo, ante las consecuencias. El «señor» se disparaba dos tiros antes que dar la cara; encontraba más cómodo desaparecer que pagar su falta, sufriendo el castigo. Siempre huyendo de la obligación, buscando las sendas fáciles por miedo a la lucha. ¡Qué tiempos, Cristo! ¿Qué juventud era aquella…?
Su hijo apenas le escuchaba. Seguía inmóvil, anonadado por la desgracia, y doblaba la cabeza, como si las palabras de su padre fuesen un golpe que le abatía para siempre.
La Borda volvió a gemir.
—Silenci! He dit silenci! —dijo con voz fosca el tío Toni.
A su pena inmensa, reconcentrada y muda, le molestaba que otros se aliviasen con el llanto, mientras él, por su dureza de varón fuerte, no podía desahogar el dolor en lágrimas.
El tío Toni habló por fin. Su voz no temblaba, pero velábase con la débil ronquera de la emoción.
La muerte vergonzosa de aquel desdichado era un final digno de su conducta. Se lo había predicho: acabaría mal. Cuando se nace pobre, la pereza es el crimen. Así lo ha arreglado Dios, y hay que conformarse… Pero ¡ay! era su hijo…, ¡su hijo! ¡La carne de su carne! Su férrea rectitud de hombre honrado mostrábase insensible ante la catástrofe; pero allá dentro del pecho sentía cierta opresión, como si le hubieran arrancado parte de sus entrañas y estuviesen a aquellas horas sirviendo de pasto a las anguilas de la Albufera.
Quería verlo por última vez, ele entendía su padre…? Quería tenerle en sus brazos, como de pequeño, cuando lo adormecía cantándole que el pare trabajaba para hacerle labrador rico, dueño de muchos campos.
— Pare… pare! —decía con voz angustiosa al tío Paloma—. A on està…?
El viejo contestó indignado. Debían dejar las cosas como las había arreglado la casualidad. Era una locura torcer su curso. Nada de escándalos ni de levantar la punta del misterio. Así estaba bien: oculto todo.
La gente, al no ver a Tonet, creería que había huido en busca de aventuras y de vida regalada, como al marchar a América. El lago conservaba bien sus secretos; transcurrirían años antes que una persona pasase por el sitio donde estaba el suicida. La vegetación de la Albufera lo tapa todo. Además, si hablaban, si publicaban la muerte, todos querrían saber más, intervendría la justicia, se averiguaría la verdad, y en vez de un Paloma desaparecido, cuya vergüenza sólo conocían ellos, tendrían un Paloma deshonrado que se daba muerte por huir del presidio y tal vez del carafalet. No, Tono; lo decía él con su autoridad de padre. Por unos cuantos meses de existencia que le quedaban, debía respetarle, no amargar sus últimos días con la deshonra. Quería beber tranquilo con los demás barqueros, pudiendo mirarlos cara a cara. Todo estaba bien: a callar, pues… Además, si descubrían el cadáver, no lo enterrarían en sagrado. Su crimen y su suicidio le privaban de la misma sábana de tierra que los demás. Mejor estaba en el agua, hundido en el barro, rodeado de cañas, como último vástago maldito de una famosa dinastía de pescadores.
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