Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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Levantó la percha con ambas manos, y fue tan tremendo el golpe, que el cráneo de la perra crujió como si se rompiese, y el pobre animal, dando un aullido, se hundió con su presa en las aguas arremolinadas.
Después miró con ojos extraviados a su abuelo, que no adivinaba lo ocurrido, al pobre don Joaquín, que parecía anonadado por el terror, y perchando instintivamente, salió disparado cual una flecha por la vía de agua, como si se incorporase el fantasma del remordimiento, adormecido durante una semana, y corriera tras él, rasgándole la espalda con sus uñas implacables.
X
Su carrera fue corta. Al salir a la Albufera vio cerca algunas barcas, oyó gritos de los que las tripulaban y quiso ocultarse, con el rubor del que se ve desnudo ante gentes extrañas.
El sol parecía herirle; la inmensa superficie del lago le causaba miedo; necesitaba agazaparse en un rincón oscuro, no ver, no oír; y viró, volviendo a meterse en los carrizos.
No fue muy lejos. La proa del barquito se hundió entre las cañas, y el miserable, soltando la percha, se dejó caer en el fondo de la embarcación con la cabeza oculta entre las manos. Por mucho tiempo callaron los pájaros, cesaron los ruidos en el carrizal, como si la vida oculta entre las cañas callase, aterrada por un rugido salvaje, un lamento entrecortado, que parecía el hipo de un moribundo.
El miserable lloraba. Después del embrutecimiento, que le había conservado en completa insensibilidad, el crimen levantábase ante él, como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si acabase de cometerlo. Cuando creía próximo a borrarse para siempre el recuerdo de su delito, la fatalidad lo hacía renacer, lo paseaba ante sus ojos, ¡y en qué forma!
El remordimiento resucitaba en él los instintos de padre, muertos desde aquella noche fatal. El horror le hacía sentir su delito con cruel intensidad. Aquella carne abandonada a los reptiles del lago era carne suya; aquella envoltura de materia, vivero de sanguijuelas y gusanos, era el fruto de sus arrebatos apasionados, de su amor insaciable en el silencio de la noche.
La enormidad del crimen le abrumaba. Nada de excusas; no debía buscar pretextos, como otras veces, para seguir adelante. Era un miserable, indigno de vivir: una rama seca del árbol de los Palomas, siempre recto, siempre vigoroso, con aspereza salvaje, pero sano en medio de su aislamiento. La mala rama debía desaparecer.
Su abuelo tenía razón al despreciarlo. Su padre, su pobre padre, al que ahora contemplaba con la grandeza de los santos, hacía bien en repelerle como un brote infame de su existencia. La infeliz Borda, con su vergonzoso origen, era más hija de los Palomas que él.
¿Qué habla hecho durante su vida? Nada; su voluntad sólo tenía fuerzas para huir del trabajo. El desdichado Sangonera había sido mejor que él: solo en el mundo, sin familia, sin necesidades en su dura existencia de vagabundo, podía vivir inactivo, con la dulce inconsciencia de los pájaros. Pero él, devorado por ardorosos apetitos, huyendo egoístamente del deber, había querido ser rico, vivir descansado, siguiendo tortuosas sendas, despreciando los consejos de su padre, que adivinaba el peligro; y de la pereza sin dignidad, había venido a caer en el crimen.
Le espantaba su delito. Su conciencia de padre arañábale al despertar, pero aún sufría de una herida mayor y más sangrienta. La soberbia viril, aquel afán de ser fuerte y dominar a los hombres por el arrojo, le hacía sufrir el tormento más cruel. Veía en lontananza el castigo, el presidio, ¡quién sabe si el carafalet, última apoteosis del hombre-bestia! Todo lo aceptaba; pues al fin, para los hombres se habla hecho; pero por algo digno de un ser fuerte, por reñir, por matar cara a cara, tinto en sangre hasta los codos, con la locura salvaje del ser humano que se trueca en fiera… ¡Pero matar a un recién nacido sin otra defensa que su llanto! ¡Confesar ante el mundo que él, el valentón, el antiguo guerrillero, para caer en el crimen, sólo había osado asesinar a un hijo suyo!
Y lloraba, lloraba, sintiendo, más que los remordimientos, la vergüenza de su cobardía y el despecho por su vileza.
En las tinieblas de su pensamiento brillaba como un punto de luz cierta confianza en sí mismo. Él no era malo. Tenía la buena sangre de su padre. Su delito era el egoísmo, la voluntad débil, que le había hecho apartarse de la lucha por la vida. La perversa era Neleta, aquella fuerza superior que le encadenaba, aquel egoísmo férreo que arrollaba el suyo, plegándolo a todos sus contornos como una vestidura dúctil. ¡Ay, si no la hubiese conocido! ¡Si al volver de tierras lejanas no hubiera encontrado fijos en él los ojos glaucos que parecían decirle: «Tómame: ya soy rica; he realizado la ilusión de mi vida; ahora me faltas tú»!
Ella había sido la tentación, el impulso que le arrojó en la sombra, el egoísmo y la codicia con careta del amor que le guiaron hasta el crimen. Por conservar migajas de su fortuna, no vacilaba ella en abandonar un trozo de sus entrañas; y él, esclavo inconsciente, completaba la obra aniquilando su propia carne.
¡Cuán miserable le parecía su existencia! Pasaba confusamente por su memoria la vieja tradición de la Sancha, aquel cuento de la serpiente que repetían las generaciones en las riberas del lago. Él era como el pastor de la leyenda: había acariciado de pequeña a la serpiente, la había alimentado, prestándola hasta el calor de su cuerpo, y al volver de la guerra asombrábase viéndola grande, poderosa, embellecida por el tiempo, mientras ella se le enroscaba con un abrazo fatal, causándole la muerte con sus caricias.
Su serpiente estaba en el pueblo, como la del pastor en el llano salvaje. Aquella Sancha del Palmar, desde su asiento de la taberna, era la que le mataba con los anillos inflexibles del crimen.
No quería volver al mundo. Imposible vivir entre gentes: no podría mirarlas; vería en todas partes la cabecita deforme, hinchada, monstruosa, con sus cuencas profundas devoradas por los gusarapos. Sólo al pensar en Neleta un velo de sangre pasaba por sus ojos, y en medio de su arrepentimiento alzábase el deseo homicida, el impulso de matar a la que consideraba ahora como su enemiga implacable… ¿Para qué un nuevo crimen?
Allí, en la soledad, lejos de toda mirada, se sentía mejor, y allí quería quedarse.
Además, un miedo absorbente surgía en él con toda la fuerza del egoísmo, única pasión de su vida. Tal vez a aquellas horas circulaba por el Palmar la noticia del horrible suceso. Su abuelo callarla, pero aquel extraño venido de la ciudad no tenía por qué guardar silencio. Buscarían, averiguarían, vendrían los tricornios charolados desde la huerta de Ruzafa; él no tendría valor para sostener las miradas, no sabría mentir, confesaría el crimen, y su padre, aquel trabajador puro ante Dios, morirla de vergüenza… Y si lograba encerrarse en su mentira, salvando la cabeza, ¿qué ganaba con ello? ¿Había de volver a los brazos de Neleta, a verse oprimido otra vez por los anillos del reptil…? No; todo había acabado. Era la mala rama y debía caer; no obstinarse en seguir muerto y sin jugo, agarrado al árbol, paralizando su vida.
Ya no lloraba. Con un supremo esfuerzo de su voluntad salió del doloroso ensimismamiento.
Caída en la proa de la barca estaba la escopeta de Cañamel. Tonet la miró con expresión irónica. ¡Bien reiría el tabernero si le viese! Por primera vez, el parásito engordado a su sombra iba a emplear para una acción buena algo de lo que le había usurpado.
Con tranquilidad de autómata se descalzó un pie, arrojando lejos la alpargata. Montó las dos llaves de la escopeta, y desabrochándose la blusa y la camisa, se inclinó sobre el arma hasta apoyar en el doble cañón su pecho desnudo.
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