Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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Aquella noche se emborrachó Tonet, y en vez de subir a la habitación de Neleta se quedó roncando junto al hogar. Ninguno de los dos se buscó; parecían huir uno del otro, encontrando cierto alivio en su aislamiento. Temblaban de verse juntos en la habitación. Temían que resucitase el recuerdo de aquel ser que había pasado entre los dos como el lamento de una vida inmediatamente sofocada.
Al día siguiente Tonet volvió a embriagarse. No quería verse a solas con su razón; necesitaba embrutecerla con el alcohol para conservarla muda y dormida.
Llegaban a la taberna nuevas noticias sobre el estado de Sangonera. Se moría sin remedio. Los hombres habían vuelto a sus faenas y las mujeres que entraban en la barraca del vagabundo reconocían la impotencia de sus remedios. Las más viejas explicaban la enfermedad a su modo. Se le habla podrido el tapón de alimentos que cerraba la boca de su estómago. No había más que ver cómo se le hinchaba el vientre.
Llegó el médico de Sollana, en una de sus visitas semanales, y lo llevaron a la barraca de Sangonera. El jornalero de la ciencia movió la cabeza negativamente. Nada quedaba que hacer. Era una apendicitis mortal: la consecuencia de un abuso extraordinario que llenaba de asombro al médico. Y por el pueblo repetían lo de la apendicitis, recreándose las mujeres en pronunciar una palabra tan extraña para ellas.
El vicario don Miguel creyó llegado el momento de entrar en la barraca de aquel renegado. Nadie como él sabía despachar a la gente con prontitud y franqueza.
—Che! —dijo desde la puerta—, tu eres cristià?
Sangonera hizo un gesto de asombro. ¿Que si era cristiano? Y como escandalizado por la pregunta, miró al techo de su barraca, acariciando con arrobamiento y esperanza el pedazo de cielo azul que se veta por los desgarrones de la cubierta.
Bueno; pues, entre hombres, ¡fuera mentiras!, continuó el vicario. Debía confesarse, porque iba a morir. Ni más ni menos… Aquel cura de escopeta no usaba rodeos con sus feligreses.
Por los ojos del vagabundo pasó una expresión de terror. Su existencia llena de miserias se le apareció con todo el encanto de la libertad sin límites. Vio el lago, con sus aguas resplandecientes; la Dehesa rumorosa, con sus espesuras perfumadas, llena de flores silvestres, y hasta el mostrador de Cañamel, ante el cual soñaba, contemplando la vida de color de rosa al través de los vasos… ¡Y todo aquello iba a abandonarlo…! De sus ojos vidriosos comenzaron a rodar lágrimas. No había remedio: le llegaba la hora de morir. Contemplaría en otro mundo mejor la sonrisa celestial, de inmensa misericordia, que una noche le acarició junto al lago.
Y con repentina tranquilidad, entre náuseas y crispamientos, confesó en voz baja al sacerdote sus raterías contra los pescadores, tan innumerables, que no podía recordarlas más que en masa. Junto con sus pecados revelaba sus esperanzas: su fe en Cristo, que vendría nuevamente a salvar a los pobres; su encuentro misterioso de cierta noche en la orilla del lago. Pero el vicario le interrumpía con rudeza:
—Sangonera, menos romansos, Tu delires…! La veritat…, digues la veritat .
La verdad ya la habla dicho. Todos sus pecados consistían en huir del trabajo, por creer que era contrario a los mandatos del Señor. Una vez se había resignado a ser como los demás, a prestar sus brazos a los hombres, poniéndose en contacto con la riqueza y sus comodidades, y ¡ay!, pagaba esta inconsecuencia con la vida.
Todas las mujeres del Palmar se mostraron enternecidas por el final del vagabundo. Había vivido como un hereje después de su fuga de la iglesia, pero moría como un cristiano. Su enfermedad no le permitía recibir al Señor, y el vicario le administró el último sacramento, manchándose la sotana con sus vómitos.
Sólo entraban en la barraca algunas viejas animosas que se dedicaban por abnegación a amortajar a todos los que morían en el pueblo. En la choza era insoportable el hedor. La gente hablaba con misterio y asombro de la agonía de Sangonera. Desde el día anterior no eran alimentos lo que arrojaba su boca: era algo peor; y las vecinas, apretándose las narices, se lo imaginaban tendido en la paja, rodeado de inmundicias.
Murió al tercer día de enfermedad, con el vientre hinchado, la cara crispada, las manos contraídas por el sufrimiento y la boca dilatada de oreja a oreja por las últimas convulsiones.
Las mujeres más ricas del Palmar, que frecuentaban el presbiterio, sentían tierna conmiseración por aquel infeliz que se había reconciliado con el Señor después de una vida de perro. Quisieron que emprendiese dignamente el último viaje, y marcharon a Valencia para los preparativos del entierro, gastando una cantidad que jamás había visto Sangonera en vida.
Lo vistieron con un hábito religioso, dentro de un ataúd blanco con galones de plata, y el vecindario desfiló ante el cadáver del vagabundo.
Sus antiguos compañeros se frotaban los ojos enrojecidos por el alcohol, conteniendo la risa que les causaba ver a su amigote tan limpio, en una caja de soltero y vestido de fraile. Hasta su muerte parecía cosa de broma. ¡Adiós, Sangonera…! ¡Ya no se vaciarían los mornells antes de la llegada de sus dueños; ya no se adornaría con las flores de los ribazos, como un pagano ebrio! Había vivido libre y feliz, sin las fatigas del trabajo, y hasta en el trance de la muerte sabia marchar al otro mundo, con aparato de rico, a costa de los demás.
A media noche metieron el féretro en el ‹ carro de las anguilas», entre los cestones de la pesca, y el sacristán del Palmar, con otros tres amigos, condujo el cadáver al cementerio, deteniéndose en todas las tabernas del camino.
Tonet no se dio exacta cuenta de la muerte de su compañero. Vivía entre tinieblas, siempre bebiendo, y la embriaguez causaba en él un mutismo profundo. El miedo contenía su verbosidad, temiendo hablar demasiado.
—Sangonera ha mort! El teu compañero! —le decían en la taberna.
Él contestaba con gruñidos, bebiendo y dormitando, mientras los parroquianos atribuían su silencio a la pena por la muerte del camarada.
Neleta, blanca y triste, como si a todas horas pasase y repasase un fantasma ante sus ojos, pretendía evitar que su amante bebiera.
—Tonet, no begues —decía con dulzura.
Y se asustaba ante el gesto de rebelión, de sorda cólera con que le contestaba el borracho. Adivinaba que su imperio sobre aquella voluntad se había desvanecido. Algunas veces veía brillar en sus ojos un odio naciente, una animosidad de esclavo resuelto a chocar con el antiguo opresor, aniquilándole.
No prestaba atención a Neleta, y llenaba su vaso en todos los toneles de la casa. Cuando le sorprendía el sueño, tendíase en cualquier rincón, y allí. permanecía como muerto, mientras la Centella, con el dulce instinto de los perros, acariciaba su rostro y sus manos.
Tonet no quería que despertase su pensamiento. Tan pronto como la embriaguez comenzaba a desvanecerse, sentía una inquietud penosa. Las sombras de los que entraban en la taberna, al proyectarse en el suelo, le hacían levantar la cabeza con alarma, como si temiese la aparición de alguien que turbaba sus sueños con el escalofrío del terror. Necesitaba reanudar la embriaguez, no salir de su estado de embrutecimiento, que le amodorraba el alma embotando sus sensaciones.
Al través de los velos con que la embriaguez envolvía su pensamiento, todo le parecía lejano, difuso, borroso. Creía que iban transcurridos muchos años desde aquella noche pasada en el lago: la última de su existencia de hombre, la primera de una vida de sombras, que atravesaba a tientas con el cerebro oscurecido por el alcohol. El recuerdo de aquella noche le hacía temblar apenas se sentía libre de la embriaguez. Solamente borracho podía tolerar este recuerdo, viéndolo indeciso, como una de esas vergüenzas lejanas cuya evocación duele menos perdida en las brumas del pasado.
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