Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 3

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Vicente Blasco Ibáñez

La araña negra, t. 3/9

CUARTA PARTE

EL CAPITAN ALVAREZ

I

Un aspirante a héroe

El 20 de septiembre de 1852 fué admitido en la Academia Militar de Toledo un muchachote de diez y seis años, de rostro franco y ademán altivo que, como detalle típico, tenía entre las dos cejas esa arruga vertical que delata un carácter tenaz e inquebrantable hasta llegar a la testarudez.

Los alumnos de la Academia miraron al recién llegado con hostil curiosidad propia del caso, y los más antiguos comenzaron a pensar en las rudas pruebas por que había que hacer pasar al novato.

Pronto les ahorró este trabajo el cadete Esteban Alvarez, que así se llamaba el muchacho, pues al enterarse de lo que proyectaban sus nuevos compañeros, púsose fosco, y, tirando del sable, dió una buena paliza a dos de los matoncillos que capitaneaban aquella hostil manifestación contra él.

Este arranque no sólo le libró de los malos tratamientos que a guisa de iniciación le esperaban, sino que le dió un gran prestigio entre aquella turba juvenil que adoraba la fuerza y la energía con loco entusiasmo.

El neófito no fué ya considerado como “apóstol” (nombre que recibían los novatos), sino que de un salto se colocó entre los más “guapos” del Colegio.

El cadete Esteban Alvarez podía ser considerado como un buen muchacho.

Su padre era un antiguo coronel que había comenzado su carrera en el Perú, batiéndose a las órdenes del general Valdés contra los americanos, que deseaban librarse del yugo de España.

Había tenido por compañero en las guerras de América, cuando no era más que teniente, a un joven comandante llamado Baldomero Espartero, sin llegar nunca a descubrir en su amigo ningun rasgo que le anunciase el brillante porvenir que le estaba reservado.

Cuando volvió a España, en 1825, el gobierno absolutista de Fernando VII, después de someterlo a denigrantes purificaciones, le envió de cuartel a Valencia, vigilado de cerca por la policía de los realistas.

El militar no se quejó. Iguales muestras de agradecimiento recibían de la patria todos los héroes que volvían a ella después de haber estado luchando durante años enteros en lejanas tierras por conservarla sus posesiones. Aquellos militares, combatiendo a los americanos, se habían contaminado de sus ideas republicanas, y al gobierno absoluto le convenía tener bajo una estrecha vigilancia a tan peligrosos huéspedes.

La guerra carlista y el renacimiento del partido liberal vino a sacar de su existencia aislada al capitán D. José Alvarez, quien peleó en el Norte con gran denuedo a las órdenes de su antiguo camarada Espartero, convertido ya en célebre general, encontrándose, al ajustarse el convenio de Vergara, con las charreteras de coronel.

El antiguo héroe de América podía haber hecho una brillante carrera aprovechándose de la amistad de Espartero, que ocupaba la Regencia y estaba en el apogeo de su gloria; pero era hombre poco aficionado a adular a los poderosos, y el duque de la Victoria estaba demasiado preocupado por sus asuntos políticos para acordarse del coronel Alvarez y dignarse darle lo que éste no se atrevía a pedirle.

Algunas veces el caudillo de Luchana, soldado hasta la medula de los huesos, cuando estaba en la intimidad con sus allegados y recordaba las hazañas de su vida pasada, así como sus mejores compañeros, nombraba al coronel Alvarez y decía con acento de convicción:

– Es un hombre que vale, y como amigo no hay que pedirle más. En los Andes se batía como un león, y en el Norte ha hecho verdaderas heroicidades. No digo que tenga una gran inteligencia militar; pero es un soldado de buena madera, y pocos saben, como él, meter un regimiento en el punto de mayor compromiso. Ahora creo que vive en Valencia, desde que terminó la guerra. Se casó en Pamplona en una tregua de la campaña, y casi estoy por asegurar que ha tenido un hijo. ¡Lástima grande que viva arrinconado en una provincia! Le escribiré mañana así que tenga un rato libre, y haré por él lo que se merece.

Esta promesa la hizo Espartero varias veces; pero agobiado por las apremiantes ocupaciones de su alto cargo, antes fué derribado de la Regencia por la coalición de moderados y progresistas que pudo escribir a su antiguo camarada y sacarlo de la oscuridad en que vivía.

El coronel Alvarez se había establecido en Valencia con su esposa, una navarra varonil que a pesar de pertenecer a una de las principales familias de Pamplona, no había tenido miedo de seguirle en muchas de las expediciones militares, marchando a la cola del regimiento, unas veces montada en una mula y otras en el carro de los equipajes.

Cuando al año de matrimonio tuvo un hijo, la enérgica señora se conformó con cierto pesar a no seguir al regimiento en sus atrevidas marchas; pero el coronel no pudo impedir que se estableciera en un pueblo situado en el centro del teatro de la guerra y que estaba contiguo, amenazado por los carlistas. La fiel esposa despreciaba todos los peligros con tal de vivir en un punto que frecuentemente visitaba, aunque de paso, la columna donde figuraba su marido.

En aquel pueblecito de la sierra, cubierto por la nieve durante ocho meses del año y oyendo con gran frecuencia el estruendo de los combates que entre “cristianos” y carlistas se entablaban casi a la vista, fué creciendo el pequeño Esteban.

El olor de la pólvora, los arreos militares y las costumbres reguladas por una severa ordenanza, fué lo primero que conoció el pequeñuelo al darse cuenta de su existencia.

De su infancia pasada, en aquella reducida población, lo que más grabado quedó en su infantil memoria, hasta el punto de recordarlo muchos años después, fué las apariciones de su padre, que entraba en la población imponente y magnífico montado en su caballo y seguido de su regimiento que, cubierto de polvo y sudoroso, marchaba al compás de los redobles de tambor, y las aventuras de cierta noche oscura y tormentosa en que un batallón carlista entró por sorpresa en la población, y él, descalzo y semidesnudo en los brazos de su madre, fué conducido al fuerte mientras que oía con curioso terror los gritos y las descargas que estallaban allá abajo en las tortuosas calles.

El pequeño Esteban, nacido entre el fragor de la guerra, educado en ella e hijo de un valiente oficial y de una mujer enérgica, necesariamente había de tener gran afición a la vida militar.

En Valencia, viviendo en plena tranquilidad, el muchacho pensaba con cierta envidia en la vida de agitaciones y sobresaltos que había tenido en Navarra y como nacido entre los horrores de la guerra, creía que ésta era el estado normal de la sociedad y que la paz resultaba una monstruosidad digna de ser deshecha inmediatamente para que el mundo recobrase su equilibrio.

Nada hicieron sus padres para desviar las bélicas aficiones del muchacho, y antes bien, las fomentaron.

El coronel no creía que la profesión militar era gran cosa; antes bien, se sentía predispuesto en todas ocasiones a echar pestes contra ella; pero, ¡qué diablo!, su hijo había de ser algo en el mundo, y al escoger una profesión, más le enorgullecía que pensase en ser militar que en ser cura. En cuanto a la madre, experimentaba ese irreflexivo entusiasmo que sienten la mayoría de las mujeres por los colorines militares, y ya que el padre por su torpeza no había hecho gran carrera, soñaba en que algún día su hijo ceñiría la faja de general.

El muchacho prometía ser un héroe, pues en punto a atrevido y a genio irascible, llevaba gran ventaja a todos los de su edad. Cada mes le arrojaban de la escuela por revolver a alumnos y pasantes, y rara era la semana que el coronel no tenía que intervenir en alguna travesura grave de aquel angelito, que tenía en el puño a todos los muchachos del barrio, y que contaba ya por docenas las víctimas de sus pedradas y sus palos.

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