Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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Su abuelo vino a sorprenderle en este embrutecimiento. El tío Paloma aguardaba al día siguiente la llegada de don Joaquín para una cacería en los carrizales. ¿Quería cumplir el nieto su palabra? Neleta le instó a que aceptase. Estaba enfermo, le convenía distraerse, llevaba más de una semana sin salir de la taberna. El Cubano se sintió atraído por la promesa de un día de agitación. Su entusiasmo de cazador volvió a renacer. ¿Iba a vivir siempre lejos del lago?
Pasó el día cargando cartuchos, limpiando la magnifica escopeta del difunto Cañamel; y ocupado en esto, bebió menos. La Centella saltaba en torno de él, ladrando de alegría al ver los preparativos.
A la mañana siguiente se presentó el tío Paloma, trayendo en el barquito a don Joaquín con todos sus arreos vistosos de cazador.
El viejo estaba impaciente y daba prisa a su nieto. Sólo quería detenerse el tiempo preciso para que el señor tomase un bocado, y en seguida a los carrizales. Había que aprovechar la mañana.
Al poco rato partieron: Tonet delante llevando la Centella en su barquito, como un mascarón de proa, y a continuación la barca del tío Paloma, donde don Joaquín examinaba con asombro la escopeta del viejo, aquella arma famosa llena de remiendos, de la que tantas proezas se contaban en el lago.
Los dos barquitos salieron a la Albufera. Tonet, viendo que su abuelo perchaba hacia la izquierda, quiso saber adónde iban. El viejo se asombró de la pregunta. Iban al Bolodró, la mata más grande de las inmediatas al pueblo. Allí abundaban más que en otros puntos los gallos de cañar y las pollas de agua. Tonet quería ir lejos: a las matas del centro del lago. Y entre los dos barqueros comenzó una empeñada discusión. Pero el viejo acabó por imponerse, y Tonet tuvo que seguirle de mala voluntad, moviendo sus hombros como resignado.
Los dos barquitos entraron en un callejón de agua entre los altos carrizos. La anea crecía a manojos entre los senills; las cañas se confundían con los juncos, y las plantas trepadoras, con sus campanillas blancas y azules, se enredaban en esta selva acuática formando guirnaldas. La confusa maraña de raíces daba una apariencia de solidez a los macizos de cañas. En el callejón, el agua mostraba en su fondo extrañas vegetaciones que subían hasta la superficie, no sabiéndose en ciertos momentos si navegaban los barquitos o se arrastraban sobre campos verdosos cubiertos por un débil cristal.
El silencio de la mañana era profundo en este rincón de la Albufera, que aún parecía más salvaje a la luz del sol; de vez en cuando, un chillido de pájaro en la espesura, un ruido de burbujas en el agua, delatando la presencia de bichos ocultos entre las viscosidades del fondo.
Don Joaquín preparaba la escopeta, esperando que pasasen los pájaros de un lado a otro del espeso carrizal.
—Tonet, dóna una volta —ordenó el viejo.
Y el Cubano salió con su barquito a toda percha para rodar en torno de la mata, sacudiendo las cañas, a fin de que, asustados los pájaros, se trasladasen de una punta a otra del carrizal.
Tardó más de diez minutos en dar la vuelta al cañar. Cuando volvió al lado de su abuelo ya disparaba don Joaquín contra los pájaros que, inquietos y asustados, cambiaban de guarida, pasando por el espacio descubierto.
Asomábanse las pollas a aquel callejón desprovisto de cañas que dejaba su paso al descubierto. Dudaban un momento en arriesgarse, pero por fin, unas volando y otras a nado pasaban la vía de agua, y en el mismo momento alcanzábalas el disparo del cazador.
En este espacio angosto el tiro era seguro, y don Joaquín gozaba las satisfacciones de un gran tirador, viendo la facilidad con que abatía las piezas. La Centella se arrojaba del barquito, alcanzaba a nado los pájaros, todavía vivos, y los traía con expresión triunfante hasta las manos del cazador. La escopeta del tío Paloma no estaba inactiva. El viejo tenía empeño en halagar al parroquiano, adulándole a tiros, como era su costumbre. Cuando veía un pájaro próximo a escapar, disparaba, haciendo creer al burgués que era él quien lo había derribado.
Pasó a nado una hermosa zarceta, y por pronto que tiraron don Joaquín y el tío Paloma, desapareció en el carrizal.
— Va ferida! —gritó el viejo barquero.
El cazador mostrábase contrariado. ¡Qué lástima! Moriría entre las cañas, sin que pudiesen recogerla…
— Búscala, Centella…! Búscala! —gritó Tonet a su perra.
La Centella se arrojó de la barca, lanzándose en el carrizal, con gran estrépito de las cañas que se abrían a su paso.
Tonet sonreía, seguro del éxito: la perra traería el pájaro. Pero el abuelo mostraba cierta incredulidad. Aquellas aves las herían en una punta de la Albufera, y como ganasen el cañar, iban a morir al extremo opuesto. Además, la perra era una antigualla como él. En otros tiempos, cuando la compró Cañamel, valía cualquier cosa, pero ahora no había que confiar en su olfato. Tonet, despreciando las opiniones de su abuelo, se limitaba a repetir:
— Ja vorà vosté…; ja vorà vosté!
Se oía el chapoteo de la perra en el fango del carrizal, tan pronto inmediato como lejano, y los hombres seguían en el silencio de la mañana sus interminables evoluciones, guiándose por el chasquido de las cañas y el rumor de la maleza rompiéndose ante el empuje de la vigorosa bestia. Después de algunos minutos de espera, la vieron salir del carrizal con aspecto desalentado y los ojos tristes, sin llevar nada en la boca.
El viejo barquero sonreía triunfante. ¿Qué decía él…? Pero Tonet, creyéndose en ridículo, apostrofaba a la perra, amenazándola con el puño para que no se aproximara a la barca.
— Búscala…!, búscala! volvió a ordenar con imperio al pobre animal.
Y otra vez se metió entre los carrizos, moviendo la cola con expresión de desconfianza.
Ella encontraría el pájaro. Lo afirmaba Tonet, que la había hecho realizar trabajos más difíciles. De nuevo sonó el chapoteo del animal en la selva acuática. Iba de una parte a otra con indecisión, cambiando a cada momento de pista, sin confianza en su desordenadas carreras, sin osar mostrarse vencida, pues tan pronto como tornaba hacia las barcas, asomando su cabeza entre las cañas, veía el puño del amo y oía el « búscala! » que equivalía a una amenaza.
Varias veces volvió a husmear la pista, y al fin se alejó tanto en sus invisibles carreras, que los cazadores dejaron de oír el ruido de sus patas.
Un ladrido lejano, repetido varias veces, hizo sonreír a Tonet. ¿Qué tal? Su vieja compañera podría tardar, pero nada se le escapaba.
La perra seguía ladrando lejos, muy lejos, con expresión desesperada, pero sin aproximarse. El Cubano silbó.
— Aquí, Centella, aquí!
Comenzó a oírse su chapoteo cada vez más próximo. Se acercaba tronchando cañas, abatiendo hierbas, con gran estrépito de agua removida. Por fin apareció con un objeto en la boca, nadando penosamente.
— Aquí Centella, aquí. —seguía gritando Tonet.
Pasó junto a la barca del abuelo, y el cazador se llevó la mano a los ojos como si le hiriese un relámpago.
— Mare de Déu! —gimió aterrado, mientras la escopeta se le iba de las manos.
Tonet se irguió, con la mirada loca, estremecido de pies a cabeza, como si el aire faltase de pronto en sus pulmones. Vio junto a la borda de su barca un lío de trapos, y en él algo lívido y gelatinoso erizado de sanguijuelas: una cabecita hinchada, deforme, negruzca, con las cuencas vacías y colgando de una de ellas el globo de un ojo; todo tan repugnante, tan hediondo, que parecía entenebrecer repentinamente el agua y el espacio, haciendo que en pleno sol cayese la noche sobre el lago.
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