Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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—¡Redéu, qué sorpresa! Lomo de cerdo, longanizas, embutido del mejor; todo frío, pero con un tufillo de grasa que conmovió al vagabundo. ¡Cuánto tiempo que su estómago, habituado a la carne blanca e insípida de las anguilas, no había sentido el peso de las cosas buenas que se fabrican tierra adentro…! Sangonera se reprochó como una falta de respeto al amo despreciar el segundo puchero. Sería tanto como manifestar que él, hambriento vagabundo, no se enternecía ante las buenas cosas que guisaban en casa de don Joaquín. Por una mojada más o menos no iba a enfadarse el cazador.
Y otra vez volvió a acomodarse en el fondo de la barca, con las piernas cruzadas y el puchero entre ellas. Sangonera se estremecía voluptuosamente al tragar los bocados; cerraba los ojos para apreciar mejor su lento descenso al estómago. ¡Qué día, Señor, qué gran día…! Parecíale que mascaba por primera vez en toda la mañana. Ahora miraba con desprecio el primer puchero, metido bajo la proa. Aquel guiso era bueno como entretenimiento, para engañar el estómago y divertir las mandíbulas. Lo bueno era esto: las morcillas, la longaniza, el lomo apetitoso que se deshacía entre los dientes, dejando tal sabor, que la boca buscaba otro pedazo, y otro después, sin tener nunca bastante.
Al ver la facilidad con que se vaciaba el segundo puchero, Sangonera sentía afán por servir al amo, cumpliendo minuciosamente sus obligaciones; y siempre con las mandíbulas ocupadas, miraba a todos lados, lanzando unos gritos que parecían mugidos:
— Per la part del Saler…! Per la part del Palmar!
Para que no se formase un tapón en su garganta, apenas si dejaba quieta la bota. Bebía y bebía de aquel vino, mucho mejor que el de Neleta; y el rojo líquido parecía excitar su apetito, abriendo nuevas simas en el estómago sin fondo. Sus ojos brillaban con el fuego de una embriaguez feliz; su cara, en fuerza de colorearse, tomaba un tinte violáceo, y los eructos ruidosos le conmovían de pies a cabeza. Con sonrisa placentera se golpeaba el hinchado vientre.
—Eh! Què tal? Com va això? —preguntaba a su estómago, como si fuese un amigo, dándole palmadas.
Y su embriaguez era más dulce que nunca: una embriaguez de hombre bien comido que bebe en plena digestión; no la borrachera triste y lóbrega que le acometía en su miseria cuando arrojaba copas y copas en el estómago vacío, encontrando en las riberas del lago gentes que le convidaban siempre a beber, pero nadie que le ofreciera un pedazo de pan.
Sumíase en su borrachera sonriente, sin dejar por esto de comer. La Albufera la veía de color de rosa. El cielo, de un azul luminoso, parecía rasgarse con una sonrisa igual a aquella que le acarició una noche en el camino de la Dehesa. únicamente veía negro, con la lobreguez de una tumba vacía, el puchero que guardaba entre las piernas. Se lo habla comido todo. Ni restos quedaban del embutido.
Quedó como aterrado un momento por su voracidad. Pero después su apetito le dio risa, y para pasar la amargura de la falta, empinó la bota largo rato.
Reía a carcajadas pensando en lo que dirían en el Palmar al conocer su hazaña, y con el deseo de completarla probando todos los víveres de don Joaquín, destapó el tercer puchero.
Rediel! Dos capones atascados entre las paredes de barro, con la piel dorada y chorreando grasa: dos adorables criaturas del Señor, sin cabeza, con los muslos unidos al cuerpo por varias vueltas de tostado bramante y la pechuga saliente y blanca como la de una señorita. ¡Si no metía mano a aquello no era hombre! ¡Aunque don Joaquín le soltase un escopetazo…! ¡Cuánto tiempo que no probaba tales golosinas! No había comido carne desde la época en que servía de perro a Tonet y cazaban por bravura en la Dehesa. Pero pensando en la carne estoposa y áspera de los pájaros del lago, amontonábase el placer con que devoraba las blancas fibras de los capones, la piel dorada, que crujía entre sus dientes mientras chorreaba la grasa por la comisura de sus labios.
Comía como un autómata, con la voluntad tenaz de tragar y tragar, mirando ansiosamente lo que quedaba en el fondo del puchero, como si estuviera empeñado en una apuesta.
De vez en cuando sentía arrebatos infantiles: deseos de ebrio, de alborotar y hacer jugarretas. Cogía manzanas del cesto de la fruta y las arrojaba contra los pájaros que volaban lejos, como si pudiera alcanzarlos.
Sentía hacia don Joaquín una gran ternura por la felicidad que le habla proporcionado; deseaba tenerle cerca para abrazarlo; le hablaba de tú con tranquila insolencia; y sin que se viera un ave en el horizonte, bramaba con mugido interminable:
— Chimo! Chimo…! Tira… que t’entren!
En vano se revolvía el cazador mirando a todas partes. No se veía un pájaro. ¿Qué quería aquel loco? Lo que debía hacer era aproximarse para recoger las fálicas muertas que flotaban en torno del puesto. Pero Sangonera volvía a encogerse en la barca sin obedecer el mandato. ¡Tiempo quedaba! ¡Ya iría después! ¡Que matase mucho era su deseó…! En su afán de probarlo todo, destapaba ahora las botellas, gustando tan pronto el ron como la absenta pura, mientras la Albufera comenzaba a oscurecerse para él en pleno sol y sus piernas parecían clavarse en las tablas de la barca, sin fuerzas para moverse.
A mediodía, don Joaquín, hambriento y deseoso de salir de aquel cubo que le obligaba a permanecer inmóvil, llamó al barquero. En vano sonaba su voz en el silencio.
—Sangonera…! Sangonera!
El vagabundo, con la cabeza por encima de la borda, le miraba fijamente, repitiendo que iba en seguida; pero continuaba inmóvil, como si no lo llamasen a él. Cuando el cazador, rojo de tanto gritar, le amenazaba con un escopetazo, hizo un esfuerzo, se puso en pie tambaleando, buscó la percha por toda la barca teniéndola junto a sus manos, y por fin comenzó a aproximarse lentamente.
Al saltar don Joaquín al barquito pudo estirar sus piernas, entumecidas por tantas horas de espera. El barquero, por su mandato, comenzó a recoger los pájaros muertos; pero lo hacía a tientas, como si no los viese, echando el cuerpo fuera con tanto ímpetu, que varias veces hubiese caldo al agua a no sostenerlo el amo.
— Malaït! —exclamaba el cazador—. Es que estàs borracho?
Pronto tuvo la explicación examinando sus provisiones ante la mirada estúpida de Sangonera. ¡Los pucheros vacíos; la bota arrugada y mustia; las botellas abiertas; de pan sólo algunos mendrugos, y la cesta de la fruta podía volcarse sobre el lago sin miedo a que cayera nada!
Don Joaquín sintió deseos de levantar la culata de su escopeta sobre el barquero; pero pasado este impulso, quedóse contemplándolo con asombro. ¿Aquel destrozo lo había hecho él solo…? ¡Vaya un modo de dar mojaditas que tenía el bigardo! ¿Dónde se había metido tanta cosa…? ¿Podía caber en estómago humano…?
Pero Sangonera, oyendo al enfurecido cazador, que le llamaba pillo y sinvergüenza, sólo sabía contestar con voz quejumbrosa:
—Ai, don joaquín…! Estic mal! Molt mal…!
Sí que se sentía mal. No había más que ver su cara amarillenta, sus ojos que en vano pugnaban por abrirse, sus piernas que no podían sostenerse erguidas.
Enfurecido el cazador, iba a golpear a Sangonera, cuando éste se desplomó en el fondo del barquito, clavándose las uñas en la faja como si quisiera abrirse el vientre. Encorvábase hecho una pelota, con dolorosas convulsiones que crispaban su cara, dando a los ojos una vidriosa opacidad.
Gemía y al mismo tiempo arqueábase con profundas convulsiones, pugnando por arrojar del cuerpo el prodigioso atracón, que parecía asfixiarle con su peso.
El cazador no sabía qué hacer, y otra vez encontraba enojoso su viaje a la Albufera. Tras media hora de juramentos, cuando ya se creía condenado a coger la percha y emprender por sí mismo la marcha hacia el Saler, se apiadaron de sus gritos unos labradores de los que cazaban sueltos por el lago.
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