Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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Sangonera, satisfecho de haberse librado de todo trabajo, invitó al amo a ocupar el puesto. Él se alejaría en el barquito a cierta distancia para no espantar la caza, y cuando llevase muertas varias fálicas, no tenía más que gritar, e iría a recogerlas sobre el agua.
—Vaja…!, bona sort, don Joaquín!
El vagabundo hablaba con tanta humildad y mostraba tales deseos de ser útil, que el bondadoso cazador sintió desvanecerse su enfado por las torpezas anteriores. Estaba bien; él le llamaría tan pronto como tumbase un pájaro. Para no aburrirse durante la espera, podía ir dando alguna mojada en los guisos de sus provisiones. La señora le había pertrechado con tanta abundancia como si fuese a dar la vuelta al mundo.
Y señalaba tres enormes pucheros cuidadosamente tapados, a más de abundantes panes, una cesta de fruta y una gran bota de vino. El hocico de Saneonera tembló de emoción viendo confiado a su prudencia aquel tesoro que venía tentándole en la proa desde la noche anterior. No le había engañado Tonet al hablar de lo bien que se trataba el parroquiano. ¡Gracias, don Joaquín! Ya que era tan bueno y lo invitaba a mojar, se permitiría alguna ligera sucaeta , para entretener el tiempo. Una mojadita nada más.
Y alejándose del puesto, se situó al alcance de la voz del cazador, encogiéndose después en el fondo del barquito.
Habla amanecido y los escopetazos sonaban en toda la Albufera, agrandados por el eco del lago. Apenas si se veían sobre el cielo gris las bandas de pájaros, que levantaban el vuelo espantados por el estruendo de las descargas. Bastaba que en su veloz aleteo descendiesen un poco, buscando el agua, para que inmediatamente una nube de plomo cayese sobre ellos.
Al quedar don Joaquín solo en su puesto, no pudo evitar una emoción semejante al miedo. Se veía aislado en medio de la Albufera, dentro de un pesado cubo, sin otro sostén que unas estacas, y temía moverse, con la sospecha de que todo aquel catafalco acuático viniera abajo, sepultándolo en el fango. El agua, con suaves ondulaciones, venía a chocar en el borde de madera, a la altura de la barba del cazador, y su continuo chap-chap le causaba escalofríos. Si aquello se hundíapensaba don Joaquín—, por pronto que llegase el barquero ya estaría en el fondo con todo el peso de la escopeta, los cartuchos y aquellas botas enormes, que le causaban insoportable picazón, hundidas en la paja de arroz de que estaba atiborrado el cubo. Le ardían las piernas, mientras sus manos estaban ateridas por el fresco del amanecer y el frío glacial de la escopeta. ¿Y esto era divertirse…? Comenzaba a encontrar pocos lances a un placer tan costoso.
¿Y los pájaros? ¿Dónde estaban aquellas aves que sus amigos cazaban a docenas? Hubo un momento en que se revolvió impetuosamente en su asiento giratorio, llevándose a la cara la escopeta con trémula emoción. ¡Ya estaban allí…! Nadaban descuidadamente en torno del puesto. Mientras él reflexionaba, casi adormecido por el fresco del amanecer, habían llegado a docenas, huyendo de los lejanos escopetazos, y nadaban junto a él con la confianza del que encuentra un buen refugio. No tenía más que tirar a ciegas… ¡Caza segura! Pero al ir a hacer fuego, reconoció los bots, toda la banda de pájaros de corcho que había olvidado por la falta de costumbre, y bajó la escopeta, mirando en torno, con el temor de encontrar en la soledad los ojos burlones de sus amigos.
Volvió a esperar. ¿Contra qué demonios tiraban aquellos cazadores, cuyas escopetas no cesaban de conmover la calma del lago…? Poco después de salir el sol, don Joaquín pudo disparar por fin su arma virgen. Pasaron tres pájaros casi a flor de agua. El novel cazador hizo fuego temblando. Le parecían aquellas aves enormes, monstruosas, verdaderas águilas, agigantadas por la emoción. El primer tiro sirvió para que avivasen aún más el vuelo; pero inmediatamente partió el segundo, y una fúlica, plegando las alas, cayó después de varias volteretas, quedando inmóvil sobre el agua.
Don Joaquín se levantó con tal ímpetu, que hizo temblar el puesto. En aquel instante se consideraba superior a todos los hombres: admirábase a sí mismo, adivinando en él una fiereza de héroe que nunca había sospechado.
—Sangonera~… Barquero! —gritó con voz trémula de emoción—. Una…! Ja en tenim una!
Le contestó un gruñido casi ininteligible: una boca llena, atascada, que apenas abría paso a las palabras… ¡Estaba bien! Ya iría a recogerlas cuando fuesen más.
El cazador, satisfecho de su hazaña, volvió a ocultarse tras la cortina de carrizos, seguro de que se bastaba él solo para acabar con los pájaros del lago. Toda la mañana la pasó disparando, sintiendo cada vez con más intensidad la embriaguez de la pólvora, el placer de la destrucción. Tiraba y tiraba sin fijarse en distancias, saludando con la escopeta a todos los pájaros que pasaban ante su vista, aunque volasen cerca de las nubes. ¡Cristo! ¡Sí que era divertido aquello! Y en estas descargas a ciegas, alguna vez tocaba su plomo a infelices pájaros, que caían por obra de la fatalidad víctima de una mano torpe, después de haber escapado ilesos de los cazadores más hábiles.
Mientras tanto, Sangonera permanecía invisible en el fondo de la barca. ¡Qué día, redéu ! El arzobispo de Valencia no estaría mejor en su palacio que él en el barquito, sentado sobre la paja, con una pataca de pan en la mano y oprimiendo un puchero entre las piernas. ¡Que no le hablasen a él de las abundancias de casa de Cañamel! ¡Miseria y presunción que únicamente podían deslumbrar a los pobres! ¡Los señores de la ciudad eran los que se trataban bien…!
Había comenzado por pasar revista a los tres pucheros, cuidadosamente tapados con gruesas telas amarradas a la boca. ¿Cuál sería el primero…? Escogió a la ventura, y abriendo uno, se dilató su hocico voluptuosamente con el perfume del bacalao con tomate. Aquello era guisar. El bacalao estaba deshecho entre la pasta roja del tomate, tan suave, tan apetitoso, que al tragar Sangonera el primer bocado creyó que le bajaba por la garganta un néctar más dulce que el líquido de las vinajeras que tanto le tentaba en sus tiempos de sacristán. ¡Con aquello se quedaba! No había por qué pasar adelante. Quiso respetar el misterio de los otros dos pucheros; no desvanecer las ilusiones que despertaban sus bocas cerradas, tras las cuales presentía grandes sorpresas. ¡Ahora a lo que estábamos! Y metiendo entre sus piernas el oloroso puchero, comenzó a tragar con sabia calma, como quien tiene todo el día por delante y sabe que no puede faltarle ocupación. Mojaba lentamente, pero con tal pericia, que al introducir en el perol su mano armada de un pedazo de pan, bajaba considerablemente el nivel. El enorme bocado ocupaba su boca, hinchándole los carrillos. Trabajaban las mandíbulas con la fuerza y la regularidad de una rueda de molino, y mientras tanto, sus ojos fijos en el puchero exploraban las profundidades, calculando los viajes que aún tendría que realizar la mano para trasladarlo todo a su boca.
De vez en cuando arrancábase de esta contemplación. ¡Cristo! El hombre honrado y trabajador no debe olvidar sus obligaciones en medio del placer. Miraba fuera de la barca, y al ver aproximarse los pájaros, lanzaba su aviso:
—Don joaquín! Per la part del Palmar…! Don joaquín! Per la part del Saler!
Después de avisar al cazador por dónde venían las aves, sentíase fatigado de tanto trabajo y daba un fuerte tentón a la bota de vino, reanudando el mudo diálogo con el puchero.
Llevaba el amo derribadas unas tres fochas, cuando Sangonera dejó a un lado el perol casi vacío. En el fondo, adheridas a las paredes de barro, quedaban unas cuantas hilachas. El vagabundo sintió el llamamiento de su conciencia. ¿Qué iba a quedar para el amo si se lo comía todo? Debía contentarse con una mojadita nada más. Y guardando el puchero bajo la proa cuidadosamente tapado, su curiosidad le impulsó a abrir el segundo.
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