Vicente Ibáñez - Cañas y barro

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La reunión se disolvió. Llegaban los barqueros para anunciarles que la cena estaba pronto, y salían en grupos, distribuyéndose por las iluminadas barracas, que marcaban las manchas rojas de sus puertas sobre el suelo de barro. En el ambiente flotaba un fuerte olor de alcohol. Los cazadores temían el agua de la Albufera; no podían beber el líquido del lago como la gente del país, por miedo a las fiebres, y tratan consigo un verdadero cargamento de absenta y ron, que al destaparse impregnaba el aire con fuertes aromas.

Tonet, al ver tan animado el Saler, como si en él acampase un ejército, recordaba los relatos de su abuelo: las orgías organizadas en otros tiempos por los cazadores ricos de la ciudad, con mujeres que corrían desnudas, perseguidas por los perros; las fortunas que se habían deshecho en las míseras barracas durante largas noches de juego, entre tirada y tirada: todos los placeres estúpidos de una burguesía de rápida fortuna que al verse lejos de la familia, en un rincón casi salvaje, excitada por la vista de la sangre y el humo de la pólvora, sentía renacer en ella la humana bestialidad.

El tío Paloma buscó al nieto para presentarle su cazador. Era un señor gordo, de aspecto bonachón y pacifico: un industrial de la ciudad, que después de una vida de trabajo, creía llegado el momento de divertirse como los ricos y copiaba los placeres de sus nuevos amigos. Parecía molesto por su terrorífico aparato: le pesaban las bolsas para la caza, la escopeta, las altas botas, todo nuevo, recién comprado. Pero al fijarse en la canana en forma de bandolera que le cruzaba el pecho, sonreía bajo su enorme fieltro, juzgándose igual a uno de aquellos héroes bóers cuyos retratos admiraba en los periódicos. Cazaba por primera vez en el lago, y confiábase a la experiencia del barquero para escoger el sitio cuando llegase su número.

Los tres cenaron en una barraca con otros cazadores. La sobremesa era ruidosa en veladas como aquélla. Medíase el ron a vasos, y en torno de la mesa, como perros hambrientos, se agrupaban los vecinos del pueblo, riendo los chistes de los señores, aceptando cuanto les ofrecían y bebiéndose uno solo lo que los cazadores creían suficiente para todos.

Tonet apenas comía, escuchando como a través de un sueño los gritos y risas de aquella gente, la regocijada protesta con que acogían las mentirosas hazañas de los cazadores fanfarrones. Pensaba en Neleta; se la imaginaba encogida de dolor en el piso alto de la taberna, revolcándose en el suelo, ahogando sus rugidos, sin poder gritar para alivio de su sufrimiento.

Fuera de la barraca sonaba el esquilón de la casa de la Demanà, con un timbre tembloroso de campana de ermita.

—Ja en van dos —dijo el tío Paloma, que contaba el número de toques con gran atención, temiendo más llegar tarde a la demanà que perder una misa.

Cuando sonó el esquilón por tercera vez, abandonaron la mesa cazadores y barqueros, acudiendo todos al lugar donde se designaban los puestos.

La luz del farolón había sido aumentada con la de dos quinqués, colocados sobre la mesa del estrado. Detrás de la verja estaban los arrendatarios de la Albufera, y tras ellos, hasta la pared del fondo, los cazadores abonados perpetuamente al lago, que ocupaban este sitio por derecho propio. Al otro lado de la verja, llenando el portal y esparciéndose fuera de la casa, estaban los barqueros, los cazadores pobres, toda la gente menuda que acudía a las tiradas. Un hedor de mantas húmedas, de pantalones manchados de barro, de aguardiente y tabaco malo, esparcíase sobre el gentío que se estrujaba contra la verja. Las blusas impermeables de los cazadores resbalaban sobre los cuerpos cercanos con un chirrido que aguzaba los dientes. En el gran marco de sombra de la puerta abierta se marcaban como indecisas manchas los blancos frontones de las barracas inmediatas.

A pesar de esta aglomeración no se alteraba el silencio que parecía dominar a todos apenas pisaban el umbral. Se notaba la misma ansiedad muda que reina en los tribunales cuando se resuelve la suerte de un hombre, o en los sorteos al decidirse la fortuna. Si alguien hablaba era en voz baja, con tímido cuchicheo, como en la alcoba de un enfermo.

El arrendatario principal se levantó:

Caballers

El silencio se hizo aún más profundo. Iba a procederse a la demanda de los puestos.

A ambos lados de la mesa, erguidos como heraldos de la autoridad del lago, estaban los dos guardas más antiguos de la Albufera: dos hombres delgados, pardos de color, de ondulantes movimientos y rostro hocicudo, dos anguilas con blusa, que parecían vivir en el fondo del agua para no presentarse más que en las grandes solemnidades cinegéticas.

Un guarda pasaba lista para saber si todos los puestos estarían ocupados en la tirada del día siguiente.

L’u el dos…!

Iban por turno, según la cantidad que pagaban anualmente y su antigüedad. Los barqueros, al oír el número de sus amos, contestaban por éstos:

Avant! avant!

Después de pasar lista venia el momento solemne, la demanà, la designación que cada barquero, de acuerdo con su cazador o por propia cuenta como más experto, hacía del sitio para la tirada.

El tres . —decía uno de los guardas.

E inmediatamente el que tenía dicho número lanzaba el nombre que llevaba pensado. «La mata del Siñor…» «La barca podrida…» «El racó de l’Antina.» Así iban sonando los sitios de la caprichosa geografía de la Albufera; lugares bautizados al gusto de los barqueros; títulos muchos de ellos que no podían repetirse sin rubor ante mujeres o que revolvían el estómago al nombrarse en la mesa, a pesar de lo cual sonaban en este acto con solemnidad, sin producir la más ligera sonrisa.

El segundo guarda, que tenía una voz de clarín, al oír la designación hecha por los barqueros erguía la cabeza, y con los ojos cerrados y las manos en la verja, decía a todo pulmón, con un grito desgarrador que se extendía en el silencio de la noche:

—El tres va a la mata del Siñor… El quatre va al racó de San Roc… El cinc a la ca… del barber.

Duró cerca de una hora la designación de los puestos; y m¡entras los cantaban los guardas con lentitud, un muchachuelo los inscribía en un gran libro sobre la mesa.

Terminada la designación se extendían las licencias de caza ambulantes para la gente menuda: unos permisos que sólo costaban dos duros y con los cuales podían ir los labradores en sus barquitos por toda la Albufera, a cierta distancia de los puestos, rematando los pájaros que escapaban del escopetazo de los ricos.

Los grandes cazadores se despedían estrechándose las manos. Unos querían dormir en el Saler, con el propósito de ir a su puesto cuando rompiese el día; otros, más fogosos, partían inmediatamente para el lago queriendo vigilar por sí mismos la instalación del enorme tanque dentro del cual habían de pasar la jornada. «Vaja…! bona sort i divertir-se!» Y cada uno llamaba a su barquero para convencerse de que nada faltaba en los preparativos.

Tonet ya no estaba en el Saler. En el silencio del acto de la demanà le había acometido una angustia grande. Tenía ante sus ojos la imagen dolorida de Neleta retorciéndose con los sufrimientos, sola allá en el Palmar, caída en el suelo, sin encontrar quien la consolase, amenazada por la vigencia de los enemigos.

No pudo resistir su pena y salió de la casa de la Demanà dispuesto a volver inmediatamente al Palmar, aunque esto le costase reñir con su abuelo. Cerca de la casa de los Infantes, donde estaba la taberna, oyó que le llamaban. Era Sangonera. Tenía hambre y sed; había rondado las mesas de los cazadores ricos sin alcanzar la más insignificante piltrafa; todo se lo comían los barqueros.

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