Vicente Ibáñez - Cañas y barro

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Se quedaría. Afrontaría cara a cara el peligro: permaneciendo en su sitio la vigilarían menos. Pensaba con terror en el parto, misterio doloroso que aún aparecía más lúgubre envuelto para ella en las sombras de lo desconocido, y procuraba olvidar su miedo ocupándose de las operaciones de la siega, regateando con los braceros el precio de su trabajo. Reñía a Tonet, que por encargo suyo iba a vigilar a los jornaleros, pero llevando siempre en el barquito la escopeta de Cañamel y su fiel perra la Centella , y ocupándose más de disparar a las aves que de contar las gavillas del arroz.

Algunas tardes abandonaba la taberna al cuidado de la tía y marchaba a la era, una replaza de barro endurecido en medio del agua de los campos. Estas excursiones eran un calmante para su dolorosa situación.

Oculta tras las gavillas, arrancábase el corsé con gesto angustioso y se sentaba al lado de Tonet, sobre la enorme pila de paja de arroz, que esparcía un olor punzante. A sus pies daban vueltas los caballos en la monótona tarea de la trilla, y ante ellos extendía la Albufera su inmensa lámina verde, reflejando invertidas las montañas rojas y azuladas que cortaban el horizonte.

Estas tardes serenas calmaban la inquietud de los dos amantes. Se sentían más felices que en la cerrada alcoba, cuya oscuridad se poblaba de terrores. El lago sonreía dulcemente al arrojar de sus entrañas la cosecha anual; los cantos de los trilladores y de los tripulantes de las grandes barcas cargadas de arroz parecían arrullar a la Albufera madre después de aquel parto que aseguraba la vida a los hijos de sus riberas.

La calma de la tarde dulcificaba el carácter irritado de Neleta, infundiéndola nuevas confianzas. Contaba con los dedos el curso de los meses y el término de la gestación que se verificaba en sus entrañas. Faltaba poco tiempo para el penoso suceso que podía cambiar la suerte de su vida. Sería al mes siguiente, en noviembre, tal vez cuando se celebrasen en la Albufera las grandes tiradas llamadas de San Martín y Santa Catalina. Al contar, recordaba que aún no hacía un año que Cañamel había muerto; y con su instinto de perversa inconsciente, deseosa de arreglar su vida de acuerdo con la dicha, se lamentaba de no haberse entregado meses antes a Tonet. Así hubiera podido ostentar su estado sin miedo, atribuyendo al marido la paternidad del nuevo ser.

La posibilidad de que la muerte interviniese en sus asuntos reanimaba su confianza. ¿Quién sabe si después de tantos terrores iba a nacer muerta la criatura? No seria la primera. Y los amantes, engañados por esta ilusión, hablaban del niño muerto como de una circunstancia segura, inevitable, y Neleta espiaba los movimientos de sus entrañas, mostrándose satisfecha cuando el oculto ser no daba señales de vida. ¡Se moriría! Era indudable. La buena suerte que la había acompañado siempre no iba a abandonarla.

El término de la recolección la distrajo de estas preocupaciones. Los sacos de arroz se amontonaban en la taberna. La cosecha ocupaba los cuartos interiores de la casa, se apilaba junto al mostrador, quitando sitio a los parroquianos, y hasta ocupaba los rincones del dormitorio de Neleta. Ésta admiraba la riqueza encerrada en los sacos, embriagándose con el polvillo astringente del arroz. ¡Y pensar que la mitad de aquel tesoro podía haber sido de la Samaruca…! Sólo al recordar esto, Neleta sentía renacer sus fuerzas a impulsos de la cólera. Sufría mucho con la dolorosa ocultación de su estado, pero antes morir que resignarse al despojo.

Bien necesitaba de estas resoluciones enérgicas. Su situación se agravaba. Hinchábanse sus pies, sentía un irresistible deseo de no moverse, de permanecer en la cama; y a pesar de esto bajaba al mostrador todos los días, pues el pretexto de una enfermedad podía avivar las sospechas. Movfase con lentitud cuando los parroquianos la obligaban a levantarse, y su forzada sonrisa era una crispación dolorosa que hacía estremecerse a Tonet. El talle agarrotado parecía próximo a hacer estallar la fuerte envoltura de ballenas.

No puc més ! —gemía desesperada al desnudarse, arrojándose de bruces en el lecho.

Los dos amantes, en el silencio de la alcoba, cambiaban sus palabras con cierto terror, como si viesen levantarse entre ellos el fantasma amenazante de su falta… ¿Y si el niño no nacía muerto…? Neleta estaba segura de ello. Le sentía rebullir en las entrañas con una fuerza que desvanecía su criminal esperanza.

Sus rebeldías de mujer codiciosa, incapaz de confesar el pecado con perjuicio de la fortuna, infundíanle la audaz resolución de los grandes criminales.

Nada de llevar la criatura a un pueblo inmediato a la Albufera, buscando una mujer fiel que lo criase. Había que temer las indiscreciones de la nodriza, la astucia de los enemigos y hasta la falta de prudencia de ellos, que, como padres, tomarían afecto al pequeñuelo, acabando por descubrirse. Neleta razonaba con una frialdad aterradora, mirando los sacos de arroz amontonados en su dormitorio. Tampoco habla que pensar en ocultarlo en Valencia. La Samaruca, una vez sobre la pista, buscaría la verdad en el mismo infierno.

Neleta clavaba en el amante sus ojos verdes, que parecían extraviados por la angustia del dolor y el peligro de la situación. Había que abandonar al recién nacido, fuese como fuese. Debía tener ánimo. En los peligros se muestran los hombres. Lo llevaría por la noche a la ciudad, lo abandonaría en una calle, a la puerta de una iglesia, en cualquier sitio: Valencia es grande… ¡y adivina quiénes fueron los padres!

La dura mujer, después de proponer el crimen, intentaba encontrar excusas a su maldad. Tal vez sería una suerte para el pequeño este abandono. Si moría, mejor para él; y si se salvaba, ¡quién sabe en qué manos podía caer! Quizás le esperase la riqueza: historias más asombrosas se habían conocido. Y recordaba los cuentos de la niñez, con sus hijos de reyes abandonados en una selva, o sus bastardos de pastores, que en vez de ser comidos por los lobos, llegan a poderosos personajes.

Tonet la oía aterrado. Intentó resistirse, pero la mirada de Neleta impuso cierto miedo a su voluntad siempre débil. Además, también él se sentía mordido por la codicia: todo lo de Neleta lo consideraba como suyo, y se indignaba ante la idea de partir con los enemigos la herencia de la amante. Su indecisión le hacía cerrar los ojos, confiando en el porvenir. La cosa no era para desesperarse; ya vería de arreglarlo todo. Tal vez su buena suerte vendría a resolver el conflicto a última hora.

Y gozaba de una tranquilidad momentánea, dejando transcurrir el tiempo sin pensar en las criminales proposiciones de Neleta.

Estaba unido a ella para siempre: constituía toda su familia. La taberna era ya su único hogar. Había roto con su padre, que, enterado por las murmuraciones del pueblo de su vida marital con la tabernera, y viendo que transcurrían las semanas y los meses sin que el hijo durmiese una sola noche en la barraca, tuvo con éste una entrevista rápida y dolorosa. Lo que hacía Tonet era deshonroso para los Palomas. Él no podía tolerar que se llamara hijo suyo un hombre que vivía públicamente a expensas de una mujer que no era su esposa. Ya que quería vivir en el deshonor, alejado de su familia y sin prestarla auxilio… ¡como si no se conocieran! Se quedaba sin padre: únicamente podría encontrarlo otra vez cuando recobrase su honra. Y el tío Toni, después de esta explicación, continuó con el fiel auxilio de la Borda el enterramiento de sus campos. Ahora que la gran empresa tocaba a su fin, se sentía desalentado; preguntábase con tristeza quién había de agradacerle tantas fatigas, y únicamente por su tenacidad de trabajador siguió adelante en el empeño.

Llegó la época de las grandes tiradas: San Martín y Santa Catalina, las fiestas del Saler.

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