Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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Algunas veces, al quedarse solo Sangonera ante su barraca, lo abordaba la Samaruca, surgiendo de la oscuridad como una bruja. ¿Dónde estaba Tonet…? Pero el vagabundo sonreía maliciosamente, adivinando las intenciones de la mujerona. ¡Preguntitas a él! Y extendiendo sus manos con un gesto vago, como si quisiera abarcar toda la Albufera, contestaba:
—Tonet…? Per lo món; per lo món.
La Samaruca era infatigable en sus averiguaciones. Antes de romper el día ya estaba frente a la barraca de los Palomas, y al abrir la puerta la Borda entablaba conversación con ella, mientras lanzaba ávidas miradas al interior de la vivienda para ver si Tonet estaba dentro.
La implacable enemiga de Neleta adquirió la convicción de que el joven se quedaba por las noches en la taberna. ¡Qué escándalo! ¡Cuando sólo hacía unos meses que había muerto Cañamel! Pero lo que más le irritaba de esta audacia amorosa era que el testamento del tabernero quedase sin cumplir y la mitad de sus bienes siguiera en poder de la viuda, en vez de pasar a los parientes de la primera mujer. La Samaruca hizo viajes a Valencia: se enteró de personas que conocían las leyes por las puntas de las uñas, y pasó el tiempo en continua agitación, acechando noches enteras por los alrededores de la taberna acompañada de parientes que habían de servirla de testigos. Esperaba que Tonet saliese de la casa antes del amanecer, para probar de este modo sus relaciones con la viuda. Pero las puertas de la taberna no se abrían en toda la noche: la casa permanecía oscura y silenciosa, como si todos durmiesen en su interior el sueño de la virtud. Por la mañana, cuando la taberna se abría, Neleta mostrábase tras el mostrador tranquila, sonriente, fresca, mirando a todos frente a frente, como la que nada tiene que reprocharse; y mucho tiempo después, Tonet aparecía como por arte de encantamiento, sin que los parroquianos supiesen ciertamente si había entrado por la puerta que daba a la calle o la del canal.
Era difícil pillar en falta a aquella pareja. La Samaruca se desesperaba, reconociendo la astucia de Neleta. Para evitar confidencias había despedido a la criada de la taberna, reemplazándola con su tía, aquella vieja sin voluntad, resignada a todo, que sentía cierto respeto no exento de miedo ante el genio violento de la sobrina y las riquezas de su viudez.
El vicario don Miguel, enterado de los sordos trabajos de la Samaruca, agarró más de una vez a Tonet, sermoneándole para que evitase el escándalo. Debían casarse: cualquier día podían sorprenderles los del testamento, y se hablaría del hecho en toda la Albufera. Aunque Neleta perdiese una parte de su herencia, ano era mejor vivir como Dios manda, sin tapujos ni mentiras? El Cubano movía los hombros. Él deseaba el matrimonio, pero ella debía resolver. Neleta era la única mujer del Palmar que, con su acostumbrada dulzura, hacía frente al rudo vicario; por esto se indignaba al oír sus reprimendas. ¡Todo eran mentiras! Ella vivía sin faltar a nadie. No necesitaba hombres. Le precisaba un criado en la taberna, y tenía a Tonet, que era su compañero de la niñez… ¿Es que no podía escoger, en una casa como la suya, llena de «intereses», al que le mereciese más confianza? Ya sabía ella que todo eran calumnias de la Samaruca para que la regalase los campos de arroz de «su difunto»: la mitad de una fortuna a cuya creación había contribuido como esposa honrada y laboriosa. Pero ¡estaba fresca aquella bruja si esperaba la herencia! ¡Primero se secaría la Albufera!
La avaricia de la mujer rural se revelaba en Neleta con una fogosidad capaz de los mayores arrebatos. Despertábase en ella el instinto de varias generaciones de pescadores miserables roídos por la miseria, que admiraban con envidia la riqueza de los que poseen campos y venden el vino a los pobres, apoderándose lentamente del dinero. Recordaba su niñez hambrienta, los días de abandono, en los que se colocaba humildemente en la puerta de los Palomas esperando que la madre de Tonet se apiadase de ella; los esfuerzos que tuvo que hacer para conquistar a su marido y sufrirle durante su enfermedad; y ahora que se veía la más rica del Palmar, ¿tendría, por ciertos escrúpulos, que repartir su fortuna con gentes que siempre la habían hecho daño? Sentíase capaz de un crimen, antes que entregar un alfiler a los enemigos. La posibilidad de que pudiese ser de la Samaruca una parte de las tierras de arroz que ella cuidaba con tanta pasión la hacía ver rojo de cólera, y sus manos se crispaban con la misma furia que en Ruzafa la hizo arrojarse sobre su enemiga.
La posesión de la riqueza la transformaba. Mucho quería a Tonet, pero entre éste y sus bienes, no dudaba en sacrificar al amante. Si abandonaba a Tonet, volvería más o menos pronto, pues su vida estaba encadenada para siempre a ella; pero si soltaba la más pequeña parte de su herencia, ya no la vería nunca.
Por esto acogió con indignación las tímidas proposiciones que le hizo por la noche Tonet en el silencio del piso alto de la taberna.
Al Cubano le pesaba esta vida de huidas y ocultaciones. Deseaba ser dueño legal de la taberna; deslumbrar a todo el pueblo con su nueva posición, hombrearse con las gentes que le habían despreciado. Además y esto lo ocultaba cuidadosamente—, siendo marido de Neleta le pesaría menos el carácter dominador de ésta, su despotismo de mujer rica que puede poner al amante en la puerta y abusa de la situación. Ya que le quería, ¿por qué no se casaban?
Pero en la oscuridad de la alcoba, al decir esto Tonet, sonaban los jergones de maíz del lecho con los movimientos impacientes de Neleta. Su voz tenía la ronquera de la rabia… ¿Él también…? No, hijo; sabía lo que necesitaba hacer, y no pedía consejos. Bien estaban así. ¿Le faltaba algo?, ¿no disponía de todo como si fuera el dueño? ¿Para qué darse el gusto de que los casase don Miguel, y después, tras la ceremonia, abandonar la mitad de su fortuna en las manos puercas de la Samaruca? ¡Antes se dejaría cortar un brazo que amputar su herencia! Además, ella conocía el mundo; salía algunas veces del lago, iba a la ciudad, donde los señores admiraban su desparpajo, y no se le ocultaba que lo que en el Palmar aparecía como una fortuna, fuera de la Albufera no llegaba a una decorosa miseria. Tenía sus pretensiones de ambiciosa. No siempre había de estar llenando copas y tratando con beodos; quería acabar sus días en Valencia, en un piso, como una señora que vive de sus rentas. Prestaría el dinero mejor que Cañamel; se ingeniaría para que su fortuna se reprodujese con incesante fecundidad, y cuando fuese rica de veras, tal vez se decidiera a transigir con la Samaruca, entregándola lo que ella miraría entonces como una miseria. Cuando esto llegase, podía hablarla de casamiento, si seguía portándose bien y obedeciéndola sin disgustos. Pero en el presente no, recordons ; nada de casorios ni de dar dinero a nadie; ¡primero se dejaba abrir por el vientre como una tenca!
Y era tanta su energía al expresarse de esta manera, que Tonet no osaba replicar. Además, aquel mozo que pretendía imponerse por su valor a todo el pueblo sentíase dominado por Neleta y la tenía miedo, adivinando que no estaba tan seguro de su afecto como creyó al principio.
No era que Neleta se cansase de aquellos amores. Le quería, pero su riqueza la daba sobre él una gran superioridad. Además, la mutua posesión durante las noches interminables del invierno, en la taberna cerrada y sin correr riesgo alguno, había amortiguado en ella la excitación del peligro, la temblorosa voluptuosidad que la dominaba en tiempos de Cañamel al besarse tras las puertas o tener sus citas rápidas en los alrededores del Palmar, siempre expuestos a una sorpresa.
A los cuatro meses de esta vida casi marital, sin otro obstáculo que la vigilancia de la Samaruca fácilmente burlada, Tonet creyó por un momento que podrían realizarse sus deseos matrimoniales. Neleta se mostraba preocupada y grave. La arruga vertical de su entrecejo delataba penosos pensamientos. Por los más insignificantes pretextos reñía con Tonet; lo insultaba, repeliéndolo y lamentándose de su amor, maldiciendo el momento de debilidad en que le había abierto los brazos; pero después, a impulsos de la carne, lo aceptaba de nuevo, entregándose con abandono, como si la pena que la dominaba fuese irreparable.
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