Vicente Ibáñez - Cañas y barro
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En todas las reuniones de los barqueros se hablaba con entusiasmo del gran número de pájaros que este año había en la Albufera. Los guardas de la caza, que vigilaban de lejos los rincones y las matas donde se congregaban las fúlicas, las veían aumentar rápidamente. Formaban grandes manchas negras a flor de agua. Al pasar una barca por cerca de ellas, abrían las alas volando en grupo triangular e iban a posarse un poco más allá, como una nube de langosta, hipnotizadas por el brillo del lago e incapaces de abandonar unas aguas en las que les esperaba la muerte.
La noticia se había esparcido por la provincia, y los cazadores serían más numerosos que otros años.
Las grandes tiradas de la Albufera ponían en conmoción todas las escopetas valencianas. Eran fiestas antiquísimas, cuyo origen conocía el tío Paloma de la época en que guardaba los papeles de Jurado, relatándolo a sus amigos en la taberna. Cuando la Albufera era de los reyes de Aragón y sólo podían cazar en ella los monarcas, el rey don Martín quiso conceder a los ciudadanos de Valencia un día de fiesta, y escogió el de su santo. Después la tirada se repitió igualmente el día de Santa Catalina. En estas dos fiestas toda la gente podía entrar libremente en el lago con sus ballestas, cazando los innumerables pájaros de los carrizales; y el privilegio, convertido en tradición, venia reproduciéndose a través de los siglos. Ahora las tiradas gratuitas tenían un prólogo de dos días, en los cuales se pagaba al arrendatario de la Albufera por escoger los mejores puestos, viniendo a ellas los tiradores de todos los pueblos de la provincia.
Escaseaban los barquitos y los barqueros para el servicio de los cazadores. El tío Paloma, conocido tantos años por los aficionados, no sabía cómo atender a las demandas. Él estaba enganchado desde mucho tiempo antes a un señor rico que pagaba espléndidamente su experiencia de las cosas de la Albufera. Mas no por esto los cazadores dejaban de dirigirse al patriarca de los barqueros, y el tío Paloma andaba de un lado a otro buscando barquitos y hombres para todos los que le escribían desde Valencia.
La víspera de la tirada, Tonet vio entrar a su abuelo en la taberna. Venía en su busca. Aquel año la Albufera iba a tener más escopetas que pájaros. Él ya no sabía de dónde sacar barqueros. Todos los del Saler, los de Catarroja y aun los del Palmar estaban comprometidos; y ahora, un antiguo parroquiano, a quien nada podía negar, encargábale un hombre y un barquito para un amigo suyo que cazaba por primera vez en la Albufera. ¿Quería ser Tonet ese hombre, sacando a su abuelo de un compromiso?
El Cubano se negó. Neleta estaba mala. Por la mañana había abandonado el mostrador, no pudiendo resistir los dolores. El momento tan temido sobrevendría tal vez muy pronto, y necesitaba estar en la taberna.
Pero su lacónica negativa fue interpretada como un desprecio por el viejo, que se mostró furioso. ¡Como ahora era rico, se permitía despreciar a su pobre abuelo, dejándolo en una situación ridícula! Él lo toleraba todo; había sufrido su pereza cuando explotaban el redolí , cerraba los ojos ante su conducta con la tabernera, que no honraba mucho a la familia; pero ¿dejarle en un apuro que él consideraba como de honor? ¡Cristo! ¿Qué dirían de él sus amigos de la ciudad cuando viesen que en la Albufera, donde le creían el amo, no encontraba un hombre para servirles? Y su tristeza era tan grande, tan visible, que Tonet se arrepintió. Negar su auxilio en las grandes tiradas era para el tío Paloma un insulto a su prestigio y al mismo tiempo algo así como una traición a aquel país de cañas y barro donde habían nacido.
El Cubano aceptó con resignación el ruego de su abuelo. Pensó, además, que Neleta podría esperar. Hacía tiempo que la alarmaban falsos dolores y la crisis del momento sería igual a las otras.
Al cerrar la noche, Tonet llegó al Saler. Como barquero, debía asistir a la demanà, presenciando con su cazador la distribución de los puestos.
El caserío del Saler —lejos ya del lago, al extremo de un canal por la parte de Valenciapresentaba un aspecto extraordinario con motivo de las grandes tiradas.
En la replaza del canal que llamaban el Puerto, agolpábanse a docenas los negros barquitos, sin espacio para moverse, haciendo crujir sus delgadas bordas unos contra otros y estremeciéndose con el peso de enormes cubos de madera que habían de fijarse al día siguiente sobre estacas en el barro. En el interior de estos cubos se ocultaban los cazadores para disparar a los pájaros.
Entre las casas del Saler, algunas buenas mozas de la ciudad habían establecido sus mesas de garbanzos tostados y turrones mohosos, alumbrándose con bujías resguardadas por cucuruchos de papel. En las puertas de las barracas, las mujeres del pueblo hacían hervir las cafeteras, ofreciendo tazas «tocadas» de licor, en las cuales era más la caña que el café; y una población extraordinaria discurría por el pueblo, aumentada a cada momento por los carros y tartanas que llegaban de la ciudad. Eran burgueses de Valencia, con altas polainas y grandes fieltros, como guerreros del Transvaal, contoneando fieramente su blusa de innumerables bolsillos, silbando al perro y exhibiendo con orgullo su escopeta moderna dentro del estuche amarillo pendiente del hombro; labradores ricos de los pueblos de la provincia, con vistosas mantas y la canana sobre la faja, unos con el pañuelo arrollado en forma de mitra, otros llevándolo como un turbante o dejándolo flotar en largo rabo sobre el cuello, delatando todos en el tocado de su cabeza los diversos rincones valencianos de que procedían.
La escopeta parecía igualar a los cazadores. Tratábanse con la fraternidad de compañeros de armas, animándose al pensar en la fiesta del día siguiente; y hablaban de la pólvora inglesa, de las escopetas belgas, de la excelencia de las armas de fuego central, estremeciéndose con fiera voluptuosidad de árabes, como si en sus palabras aspirasen ya el humo de los disparos. Los perros, enormes y silenciosos, con la viva mirada del instinto, iban de grupo en grupo oliendo las manos de los cazadores hasta quedar inmóviles al lado del amo. En todas las barracas convertidas en posadas, guisaban la cena las mujeres con la actividad propia de unas fiestas que ayudaban a vivir gran parte del año.
Tonet vio la casa llamada de los Infantes, un piso bajo de piedra, con alta montera de tejas rasgada por varias lucernas: un caserón del siglo XVIII, que se desmoronaba lentamente desde que los cazadores de sangre real no venían a la Albufera, y que en la actualidad estaba ocupado por una taberna. Enfrente estaba la casa de la Demanà, edificio de dos pisos, que parecía gigantesco entre las barracas, mostrando en sus desconchadas paredes varias rejas curvas y sobre el tejado un esquilón para llamar a los cazadores al reparto de los puestos.
Tonet entró en esta casa, echando una mirada a la sala del piso bajo, donde se verificaba la ceremonia. Un enorme farol despedía turbia luz sobre la mesa y los sillones de los arrendatarios de la Albufera. El estrado se aislaba del resto de la pieza con una barandilla de hierro.
El tío Paloma estaba allí, en su calidad de barquero venerable, bromeando con los cazadores famosos, fanáticos del lago a los que conocía medio siglo. Eran la aristocracia de la escopeta. Los había ricos y pobres: unos eran grandes propietarios y otros carniceros de la ciudad o labradores modestos de los pueblos inmediatos. No se veían ni se buscaban en el resto del año, pero al encontrarse en la Albufera todos los sábados, en las pequeñas tiradas, o al juntarse en las grandes, se aproximaban con cariño de hermanos, se ofrecían el tabaco, se prestaban los cartuchos y se oían mutuamente, sin pestañear, los estupendos relatos de cacerías portentosas verificadas en los montes durante el verano. La comunidad de gustos y la mentira los unían fraternalmente. Casi todos ellos llevaban visibles en su cuerpo los riesgos de esta afición que dominaba su vida. Unos, al mover sus manos con la fiebre del relato, mostraban los dedos amputados por la explosión de la escopeta; otros tenían surcadas las mejillas por la cicatriz de un fogonazo. Los más viejos, los veteranos, arrastraban el reuma como consecuencia de una juventud pasada a la intemperie; pero en las grandes tiradas no podían permanecer quietos en sus casas, y venían, a pesar de sus dolencias, a lamentarse de la torpeza de los cazadores nuevos.
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