Vicente Ibáñez - Cañas y barro

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Hubo un momento en que creyó haber desenmascarado su enfermedad. ¡Ya la tenia! ¡Y conocía el nombre de la pícara! Cuando comía mucho, era mayor la dificultad en la respiración y sentía violentas náuseas. Su enfermedad estaba en el estómago. Y comenzó a medicinarse, reconociendo que el tío Paloma era un sabio. Lo que él tenla era exceso de comodidades, como decía el barquero; la enfermedad de comer demasiado y beber bien. La abundancia era su enemigo.

La Samaruca, su terrible cuñada, se había aproximado a él desde que expulsó a Tonet de la taberna. Al fin, como afirmaba ella con fiereza de arpía, su cuñado habla tenido vergüenza una vez.

Salla a su encuentro cuando Cañamel paseaba por el pueblo, le llamaba fuera de la taberna —pues no se atrevía a presentarse ante Neleta dentro de su casa, segura de que la pondría en la puerta—, y en estas entrevistas se enteraba con exagerado interés de la salud del cuñado, lamentando sus locuras. Debía haber permanecido solo después de la pérdida de «la difunta». Había querido hacer el chaval casándose con una muchacha, y todo lo tenía: disgustos y falta de salud. Aquella imprudencia le salta al exterior, y gracias que no le costase la vida.

Cuando Cañamel le habló de la enfermedad del estómago, la maliciosa comadre fijó en él una mirada de asombro, como si por su pensamiento pasase una idea que a ella misma la asustaba. ¿Era realmente en el estómago donde tenía el mal…? ¿No le habrían dado algo, para acabar con él? Y el tabernero, en los malignos ojos de la mala vieja vio una sospecha tan clara, tan odiosa contra Neleta, que se enfureció, faltando poco para que la pegase. ¡Arre allá, mala bestia! Ya lo decía la pobre difunta, que temía a su hermana más que al demonio. Y volvió la espalda a la Samaruca, proponiéndose no verla más.

¡Sospechar tales horrores de Neleta…! Nunca se había mostrado su mujer tan buena y solícita con él. Si algo de rencor quedaba en el tío Paco de la época en que Tonet se hacía dueño de la taberna con el apoyo silencioso de su mujer, había desaparecido ante la conducta de Neleta, que olvidaba todos los asuntos del establecimiento para pensar sólo en su marido.

Dudaba ella del saber de aquel médico casi ambulante —triste jornalero de la ciencia que llegaba dos veces por semana al Palmar, aconsejando la quinina a todo pasto, como si no conociera otro medicamento—, y arrollando la creciente pereza de su marido, le vestía como un pequeño, colocándole cada prenda entre quejidos y protestas de reumático, y lo llevaba a Valencia para que le examinasen los médicos de fama. Ella hablaba por él, aconsejándole como una madre para que hiciese todo cuanto le mandaban aquellos señores.

La respuesta era siempre la misma. No tenía más que un reuma, pero un reuma fuerte, que no se localizaba en parte alguna, que dominaba todo el organismo, como resultado de su juventud agitada de vagabundo y de la vida perezosa y sedentaria que llevaba ahora. Debía agitarse, trabajar, hacer mucho ejercicio y, sobre todo, privarse de excesos. Nada de beber, pues se adivinaba en él la profesión de tabernero aficionado a trincar con los parroquianos. Nada de otros abusos. Y los médicos bajaban la voz, completando con guiños significativos sus recomendaciones, que no osaban formular claramente en presencia de una mujer.

Volvían a la Albufera animados por repentina energía después de oír a los médicos. Él estaba dispuesto a todo: quería agitarse, para echar lejos aquella grasa que envolvía su cuerpo, abrumando sus pulmones; iría a los baños que le recomendaban; obedecería a Neleta, que sabía más que él y asombraba con su desparpajo a aquellos señores tan graves. Pero apenas entraba en la taberna, toda su voluntad se desplomaba; se sentía agarrarlo por la voluptuosidad de la inercia, no atreviéndose a mover un brazo más que a costa de quejidos y supremos esfuerzos. Pasaba los días junto a la chimenea, mirando el fuego con la cabeza vacía, bebiendo copas a instancias de los amigos. ¡Por una más no iba a morir! Y si Neleta le miraba se veramente, riñéndole como a un niño, el hombretón se excusaba con humildad. Él no podía despreciar a los parroquianos; había que atenderlos; el negocio era antes que la salud.

En este desaliento, con la voluntad muerta y el cuerpo agarrotado por el dolor, su instinto carnal parecía crecer, aguzándose de tal modo, que le atormentaba a todas horas con pinchazos de fuego. Experimentaba cierto alivio buscando a Neleta. Era un latigazo que conmovía su ser y tras el cual los nervios parecían calmarse. Ella le reñía. ¡Se estaba matando! ¡Debía recordar los consejos de los médicos! Pero el tío Paco excusábase lo mismo que al beber una copa. ¡Por una vez más no iba a morir! Y ella cedía con resignación, brillando en sus ojos de gata una chispa de maligno misterio, como si en el fondo de su ser sintiera un goce extraño por este amor de enfermo que aceleraba el fin de una vida.

Cañamel gemía, dominado por el carnal instinto. Era su única diversión, su constante pensamiento en medio de la dolorosa inmovilidad del reuma. Por la noche se ahogaba al tenderse en el lecho: tenía que esperar el amanecer sentado en un sillón de cuerda junto a la ventana, con doloroso resuello de asmático. De día sentíase mejor, y cuando se cansaba de tostar sus piernas ante el fuego, entrábase con paso vacilante en las habitaciones interiores.

—¡Neleta…! ¡Neleta! —gritaba con voz ansiosa, en la que su mujer adivinaba una súplica.

Y Neleta iba allá con gesto resignado, abandonando el mostrador a su tía, permaneciendo oculta más de una hora, mientras sonreían los parroquianos, enterados de todo por su vida casi en común con los taberneros.

El tío Paloma, que así como se aproximaba el término de la explotación del redolí era menos respetuoso con su consocio, decía que Cañamel y su mujer se perseguían en la taberna como los perros en plena calle.

La Samaruca afirmaba que estaban asesinando a su cuñado. La tal Neleta era una criminal y su tía una bruja. Entre las dos habían dado algo al tío Paco que le trastornaba el juicio: tal vez los «polvos seguidores» que sabían fabricar ciertas mujeres para vencer el desvío de los hombres. Así andaba el pobre, rabioso tras ella, sin apagar nunca su sed, perdiendo cada día un nuevo jirón de salud. ¡Y no había justicia en la tierra para castigar este crimen…!

El estado del tío Paco justificaba las murmuraciones. Los parroquianos le veían inmóvil junto al hogar, aun en pleno verano, buscando el fuego en el que hervían las paellas. Las moscas revoloteaban junto a su cara, sin que mostrase voluntad para espantarlas. En los días de sol se envolvía en la manta, gimiendo como un niño, quejándose del frío que le producían los dolores. Sus labios tomaban un color azulado; las mejillas, flácidas y abultadas, tenían la palidez amarillenta de la cera, y los ojos saltones estaban rodeados de una aureola negra, en la que parecían hundirse. Era un fantasma enorme, grasiento y temblón que entristecía con su presencia a los parroquianos. El tío Paloma, que había terminado con Cañamel el negocio del redolf, no iba por la taberna. Aseguraba que el vino le parecía menos gustoso mirando aquel fardo de dolores y gemidos. Como el viejo tenía ahora dinero, frecuentaba una tabernilla adonde le habían seguido sus amigos, y la concurrencia de casa Cañamel sufrió gran disminución.

Neleta aconsejaba a su marido que fuese a los baños que recomendaban los médicos. Su tía le acompañaría.

Més avant —respondía el enfermo—. Después…, después.

Y seguía inmóvil en la silleta de esparto, sin voluntad para separarse de la mujer y de aquel rincón, al que parecía agarrada su existencia.

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