Vicente Ibáñez - Cañas y barro

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Reconocieron a Sangonera y adivinaron su mal. Era un atracón de muerte: aquel vagabundo debía acabar así.

Movidos por esa fraternidad de las gentes del campo, que les impulsa a prestar ayuda hasta a los más humildes, cargaron a Sangonera en su barca para llevarlo al Palmar, mientras uno de ellos se quedaba con el cazador, satisfecho de servirle de barquero a cambio de disparar su escopeta.

A media tarde vieron las mujeres del Palmar caer al vagabundo a la orilla del canal, con la inercia de un fardo.

—Pillo…! Alguna borrachera! — gritaban todas.

Pero los buenos hombres que hacían la caridad de llevarlo en alto como un muerto hasta su mísera barraca movían la cabeza tristemente. No era sólo embriaguez, y si el vago escapaba de aquélla, bien podía decirse que su carne era de perro. Relataban aquel atragantamiento portentoso que le ponía a morir, y las gentes del Palmar reían asombradas, sin ocultar al mismo tiempo su satisfacción, contentas de que uno de los suyos demostrase tan inmenso estómago.

¡Pobre Sangonera! La noticia de su enfermedad circuló por todo el pueblo, y las mujeres fueron en grupos hasta la puerta de la barraca, asomándose a este antro del que todos huían antes. Sangonera, tendido en la paja, con los ojos vidriosos fijos en el techo y la cara de color de cera, se estremecía, rugiendo de dolor, corno si le desgarraran las entrañas. Expelía en torno de él nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos a medio masticar.

—Com estàs, Sangonera? — preguntaban desde la puerta.

Y el enfermo contestaba con un gruñido doloroso, cambiando de posición para volver la espalda, molestado por el desfile de todo el pueblo.

Otras mujeres más animosas entraban, arrodillándose junto a él, y le tentaban el abdomen, queriendo saber dónde le dolía. Discutían entre ellas sobre los medicamentos más apropiados, recordando los que habían surtido efecto en sus familias. Después buscaban a ciertas viejas —acreditadas por sus remedios, que gozaban mayor respeto que el pobre médico del Palmar. Llegaban unas con cataplasmas de hierbas guardadas misteriosamente en sus barracas; presentábanse otras con un puchero de agua caliente, queriendo que el enfermo se lo tragase de golpe. La opinión de todas era unánime. El infeliz tenía «parada» la comida en la boca del estómago y había que hacer que «arrancase»… ¡Señor, qué lástima de hombre! Su padre muerto de una borrachera y él estirando la pata de un atracón. ¡Qué familia!

Nada revelaba a Sangonera la gravedad de su estado como esta solicitud de las mujeres. Se miraba en la conmiseración general como en un espejo y adivinaba el peligro al verse atendido por las mismas que el día anterior se burlaban de él, riñendo a los maridos y a los hijos cuando los encontraban en su compañía.

Pobret! Pobret! —murmuraban todas.

Y con esa valentía de que sólo es capaz la mujer ante la desgracia, le rodeaban, saltando sobre los residuos hediondos que salían a borbotones de su boca. Ellas sabían lo que era aquello: tenía «un nudo» en las tripas; y con caricias maternales le decidían a que abriese sus mandíbulas, apretadas por la crispación, haciéndole tragar toda clase de líquidos milagrosos, que al poco rato devolvía a los pies de las enfermeras.

Al cerrar la noche lo abandonaron; habían de guisar la cena en sus casas. Y el enfermo quedó solo en el fondo de la choza, inmóvil bajo la luz rojiza de un candil que las mujeres colgaron de una grieta. Los perros del pueblo asomaban a la puerta sus hocicos y consideraban largamente con sus ojos profundos al enfermo, alejándose después con lúgubre aullido.

Durante la noche fueron los hombres los que visitaron la barraca. En la taberna de Cañamel se hablaba del suceso, y los barqueros, asombrados de la hazaña de Sangonera, querían verle por última vez.

Se asomaban a la puerta con paso vacilante, pues los más de ellos estaban ebrios después de haber comido con los cazadores.

—Sangonera… Fill meu! Com estàs?

Pero inmediatamente retrocedían, heridos por el hedor del lecho de inmundicias en que se revolvía el enfermo. Algunos más animosos llegaban hasta él, para bromear con brutal ironía, invitándolo a beber la última copa en casa de Cañamel; pero el enfermo sólo contestaba con un ligero mugido y cerraba los ojos, sumiéndose de nuevo en su sopor, cortado por vómitos y estremecimientos. A media noche el vagabundo quedó abandonado.

Tonet no quiso ver a su antiguo compañero. Había vuelto a la taberna, después de un largo sueño en la barca; sueño profundo, embrutecedor, rasgado a trechos por rojas pesadillas y arrullado por las descargas de los cazadores, que rodaban en su cerebro como truenos interminables.

Al entrar se sorprendió viendo a Neleta sentada ante los toneles, con una palidez de cera, pero sin la menor inquietud en sus ojos, como si hubiese pasado la noche tranquilamente. Tonet se asombraba ante la fuerza de ánimo de su amante.

Cambiaron una mirada profunda de inteligencia, como miserables que se sienten unidos con nueva fuerza por la complicidad.

Después de larga pausa, ella se atrevió a preguntarle. Quería saber cómo habla cumplido su encargo. Y él contestó, con la cabeza inclinada y los ojos bajos, cual si todo el pueblo le contemplase… Sí; lo había dejado en lugar seguro. Nadie podría descubrirlo.

Tras estas palabras, cambiadas con rapidez, los dos quedaron silenciosos, pensativos: ella tras el mostrador; él sentado en la puerta, de espaldas a Neleta, evitando verla. Parecían anonadados, como si gravitase sobre ellos un peso inmenso. Temían hablarse, pues el eco de su voz parecía avivar los recuerdos de la noche anterior.

Habían salido de la situación difícil; ya no corrían ningún peligro. La animosa Neleta se asombraba de la facilidad con que todo se había resuelto. Débil y enferma, encontraba ánimos para permanecer en su sitio; nadie podía sospechar lo ocurrido durante la noche, y sin embargo, los amantes se sentían súbitamente alejados. Algo se había roto para siempre entre los dos. El vacío que dejaba al desaparecer aquel pequeñuelo apenas visto se agrandaba inmensamente, aislando a los dos miserables. Pensaban que en adelante no tendrían más aproximación que la mirada que cruzasen recordando su antiguo crimen. Y en Tonet aún era más grande la inquietud al recordar que ella desconocía la verdadera suerte del pequeño.

Al llegar la noche, se llenó la taberna de barqueros y cazadores que volvían a sus tierras de la Ribera, mostrando los manojos de pájaros muertos ensartados por el pico. ¡Gran tirada! Todos bebían, comentando la suerte de determinados cazadores y la brutal hazaña de Sangonera. Tonet iba de grupo en grupo con el deseo de distraerse, discutiendo y bebiendo en todos los corrillos. Su propósito de olvidar por medio de la embriaguez le hacía beber y beber con forzada alegría, y los amigos celebraban el buen humor del Cubano. Nunca le habían visto tan alegre.

El tío Paloma entró en la taberna y sus ojillos escudriñadores se fijaron en Neleta.

—Reina…! Què blanca! És que estàs mala…?

Neleta habló vagamente de una jaqueca que no la habla dejado dormir, mientras el viejo guiñaba sus ojos maliciosamente, uniendo la mala noche a la fuga inexplicable de su nieto. Después se encaró con éste. Le había puesto en ridículo ante aquel señor de Valencia. Su conducta no era digna de un barquero de la Albufera. Con menos motivo había dado de bofetadas a más de uno en sus buenos tiempos. Sólo a un perdido como él podía ocurrírsele convertir en barquero a Sangonera, que habla reventado de hartura apenas lo dejaron solo.

Tonet se excusó. Tiempo le quedaba de servir a aquel señor. Dentro de dos semanas sería la fiesta de Santa Catalina, y Tonet se prestaba a ser su barquero. El tío Paloma, aplacando su cólera ante las explicaciones del nieto, dijo que ya habla invitado a don Joaquín a una cacería en los carrizales del Palmar. Vendría a la semana siguiente, y él y Tonet serían sus barqueros. Había que contentar a la gente de Valencia, para que la Albufera tuviera siempre buenos aficionados. Si no, ¿qué sería de la gente del lago?

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