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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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—Aún no ha pasado tiempo suficiente.

Javier le miró.

—Cada mañana despierto oliendo el perfume de su pelo en la almohada, sintiendo su calor, su peso junto a mí en la cama; cada mañana despierto creyendo oír la voz de mi hijo llamando a su madre para que le prepare el desayuno. Todas y cada una de esas malditas mañanas abro los ojos y me doy de bruces con el olor a suavizante en la funda de la almohada, con las frías sábanas, con el silencio de una casa vacía, con la decepción.

El médico hablaba despacio, entreteniéndose en cada palabra, quizá con temor a no expresar lo que quería o, peor aún, a expresar lo que no quería. Su mirada permanecía fija en la carretera.

—No recuerdo cómo empezó ni cuándo. De repente nos habíamos instalado en una especie de estado de sitio...

Javier se inclinó hacia delante y echó un vistazo al retrovisor.

—... Todo estaba mal, todo era negatividad...

El joven giró la cara hacia el médico pero percibió de reojo algo que no le cuadraba y volvió a mirar por el espejo.

—... Cada palabra que decía se convertía en un no, cada oferta que proponía se encontraba con un muro...

Javier se incorporó en su asiento y observó a través de la luna trasera.

—... yo intentaba rebajar mis pretensiones y no conseguía nada y, claro, todo empeoró...

—Doctor.

—... Lo intenté varias veces, quise acercarme...

—Doctor, nos están siguiendo.

El médico atisbó por el retrovisor central.

—¿Ese coche negro?

—Sí. La matrícula es la misma de ayer.

El doctor Salvatierra desvió la mirada de nuevo hacia el espejo. Las cámaras de la gasolinera grabaron el coche y la matrícula; no había duda, era esa.

—Esto es un sinsentido. Voy a parar ahora mismo.

—Ayer estuvieron a punto de matarte, no creo que sea buena idea.

En los siguientes tres kilómetros ninguno de los dos dijo nada. El médico presionaba las manos contra el volante y apretaba los pies contra el piso del coche y el acelerador, aumentando poco a poco la velocidad.

—No vayas más deprisa. Se van a dar cuenta de que sabemos que nos siguen.

—¿Y qué? A lo mejor abandonan, a lo mejor piensan que vamos a avisar a la policía y salen huyendo, a lo mejor creen que les vamos a hacer frente y prefieren no buscar un enfrentamiento, a lo mejor...

—A lo mejor sacan sus armas y nos disparan —sentenció Javier.

El doctor Salvatierra redujo la velocidad. Unas gotas de sudor rodaban por sus sienes. ¿Qué quieren? Cogió la foto de Silvia que había guardado en el bolsillo de su camisa y se la mostró a Javier.

—Es guapa, ¿verdad? —La voz del médico temblaba.

—Mucho. Y la vas a ver de nuevo.

El médico asintió brevemente y se guardó la foto.

—Coge la primera salida.

Los dos coches circulaban a ochenta kilómetros por hora, separados entre sí por unos doscientos metros. El doctor Salvatierra apartó un momento la vista de la carretera y dirigió una mirada implorante a Javier.

—Si hablamos con ellos, quizá lo arreglemos.

El joven sonrió ante la ingenuidad del médico.

—Quien saca un arma, está dispuesto a usarla.

—¿Qué vamos a hacer?

—Sólo perderlos. ¿No te parece bien?

El médico asintió. Dos kilómetros después abandonaron la carretera y entraron en un pequeño pueblo; el doctor Salvatierra condujo luego sin dirección concreta, virando a izquierda o derecha según le parecía.

—Les llevamos una ventaja de un par de calles. Para allí —señaló un callejón entre dos viviendas a medio construir—, tras esos camiones.

El médico detuvo el coche.

—Vamos a salir.

El doctor obedecía como un autómata las órdenes del joven. Todo había ocurrido muy rápido, el coche, la persecución, dos hombres con armas tras él. No podía estar pasando.

Se colaron en el jardín de un edificio de dos plantas con una verja de hierro forjado. Javier señaló un pequeño seto tras la verja.

—Van a dar con nosotros tarde o temprano. Es mejor escondernos y despistarlos, quizá podamos averiguar algo.

—¡Estás loco! Acudamos a la policía.

—No hay tiempo.

Miró de soslayo a su coche.

—No te preocupes, ahí detrás no lo encontrarán.

El médico accedió y los dos se ocultaron tras el seto. Se sentaron sobre el césped con las rodillas pegadas al pecho, a los pocos segundos el doctor Salvatierra sentía que su pulso se disparaba. Entre las hojas acechaba la calle: un barrendero, un coche aislado que se movía sin prisas. Los minutos se alargaron, el mundo parecía suspendido, y eso le estaba poniendo más nervioso. Se frotó las piernas. Silvia habría disfrutado con la persecución, seguramente se hubiera enfrentado a ellos. Siempre ha sido una osada, una rebelde. Eso la había puesto en peligro en más de una ocasión, y es que ella no medía los peligros ni las consecuencias. El sonido de un automóvil lo apartó de sus pensamientos. No había duda, era el coche que esperaban. Circulaba muy despacio, a unos veinte kilómetros por hora. Desde el seto no divisaron más que las ruedas y la parte inferior del vehículo. El doctor sudaba. En ese instante el conductor frenó en seco.

Poco después unos pasos se acercaron, pero una voz reclamó desde lejos la atención del dueño de los pasos y éste desandó el camino. A través del seto oían fracciones desordenadas de una conversación apenas audible, quizá hablaban en árabe o hindú, oriental desde luego. Los pasos se volvían a aproximar. Se dirigían hacia ellos lentamente mientras el doctor Salvatierra se acurrucaba contra su acompañante, doblando las piernas en una postura que hubiera jurado su cuerpo no era capaz de mantener.

El golpe seco del caminar sobre el firme se apagó delante de ellos, únicamente los treinta centímetros del seto los separaban de quienes les perseguían. Calzaban zapatos italianos y vestían buenos trajes, sus manos de piel oscura se dejaban ver a media altura, si bien desde su ubicación les era imposible descubrir sus caras. Hablaron de nuevo, sin duda árabe, parecían discutir sobre el camino a seguir; de repente, uno de ellos empujó al otro hacia la casa. El médico se apretó más, Javier no se movía, ni siquiera le oía respirar. Estaría aterrado, no podía ser de otra manera. El doctor lamentaba haberle liado, ahora estaría cómodamente instalado en un coche en su viaje hacia Murino. ¿Cómo había averiguado que su tía vivía en esa ciudad? En momentos de tensión el médico frivolizaba, tal vez su mente trataba de esquivar la inquietud que provoca las situaciones no controladas. Los pasos de esos hombres sobre la acera se perdían en su memoria confundiéndose con aquellos otros que creyó sentir la mañana que desapareció David. Siempre mantuvo dudas sobre aquellos pasos, ¿oyó a una o a dos personas? Casi no estaba despierto, bien pudo ser un error. Años después el recuerdo se volvía difuso, el doctor ya no sabía qué había oído en la habitación de su hijo y, después, en el pasillo camino de la calle. La policía tampoco averiguó nada, se ha escapado, era la conclusión más fácil y menos comprometida.

Los pasos se detuvieron ante la puerta del jardín. Uno de sus perseguidores gritó algo al otro, ni Javier ni el médico lo pudieron ver pero sacaron sendas pistolas automáticas de su cintura. El médico, sin saber por qué, echó un vistazo a su reloj. Las dos y dieciocho, moriría a las dos y dieciocho.

Lacasa estaba irreconocible. No había ninguna habitación en la que no hubieran entrado y sacado cajones, levantado camas, roto fundas de cojín, abierto armarios y tirado ropa por doquier. Algunas láminas del suelo fueron arrancadas, los marcos de aluminio de puertas y ventanas destornillados, y el techo agujereado. Ni un sólo metro cuadrado se salvó.

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