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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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—¿Se encuentra bien?

La claridad del día se le clavaba en los ojos. Los oídos le palpitaban y el corazón bombeaba sangre a gran velocidad. Aspiró y expiró unas cuantas bocanadas de aire y sus pulsaciones aminoraron gradualmente; sus ojos se fueron acostumbrando a la luz y los puntitos chispeantes que le deslumbraron dejaron de atormentarle. Su mirada se detuvo en la persona que le sonreía, era el joven del baño del restaurante.




—¿Estás mejor?

—¿Qué ha... quién...?

—Vi a dos hombres forcejear en el cuatro por cuatro. Me acerqué un poco y fue entonces cuando te encontré ahí tirado, bueno, en realidad lo que vi fue un cuerpo sobre los asientos, así que decidí intervenir. Empecé a gritar y a llamar a la policía y los dos tipos salieron corriendo, se montaron en un coche y huyeron por la autovía.

El doctor comprendió.

—Gracias —se obligó a decir.

—Fue una suerte que yo estuviera por aquí. No había nadie más. El médico asintió y exhaló un suspiro. Se incorporó apoyándose con una mano en el todoterreno y se giró, las maletas habían sido abiertas y todas sus pertenencias sacadas y tiradas en el maletero o en el suelo del aparcamiento. ¿Qué demonios buscaban? Se acercó a la puerta del maletero y comprobó que no sólo abrieron las maletas, también las habían desgarrado. No comprendía nada.

—Seguramente quisieran robar.

—¿Pero por qué yo?

—No lo sé.

El dador Salvatierra comenzó a recoger la ropa mecánicamente. ¿No sería mejor dejarlo todo como estaba? El médico iba doblando las prendas a medida que las recuperaba, luego las colocaba en la maleta grande, la que parecía menos dañada. El joven soltó la mochila que llevaba a la espalda y se agachó a ayudarle.

—Esto demorará mi viaje. ¿Tiene un teléfono?

—¿Un teléfono? No llevo móvil.

—¿No posee un aparato de esos? —El médico le escrutó con extrañeza—. ¿Y en su automóvil?

—¿Mi automóvil?

—Su coche.

—Hago auto-stop.

El médico asintió.

—Debo comunicar a la policía lo que ha sucedido. ¿Le importaría aguardar aquí mientras realizo una llamada? Ayudaría bastante que detallara lo que ha presenciado.

El joven entrecerró los ojos para evitar un rayo de luz que se colaba entre dos nubes en ese instante.

—No quiero líos. Será mejor que me vaya.

—Pero es el único que ha visto a mis agresores. Sólo usted puede describirlos.

El joven se mantuvo en silencio.

—Vamos a hacer una cosa. Si me presta ayuda, le acerco todo lo que permita mi camino. ¿Dónde va?

—A Rusia.

—¿A Rusia? ¿Dónde en Rusia?

—Murino, un pueblo al norte de...

—..., San Petersburgo.

—¿Lo conoce?

El doctor sonrió.

—Viajo a San Petersburgo, mi esposa trabaja allí.

El rostro del joven mostraba perplejidad.

—¿En coche?

—¿Por qué no? No se dirige usted también allí...

—Ya, pero no es lo mismo, yo...

—¿Quiere que le lleve o no?

Una hora después dos guardias civiles inspeccionaban el vehículo en busca de pistas. Hablaron con el joven que había presenciado la agresión, con el encargado de la gasolinera y con dos tipos más del restaurante, pero nada pudieron aclarar acerca de los individuos que atacaron al médico, salvo que vestían traje gris y corbata. Ni siquiera las cámaras de seguridad proporcionaron detalles útiles acerca del coche, un Alfa Romeo negro con matrícula falsa. Los guardias rellenaron el atestado, solicitaron al doctor Salvatierra un número de teléfono por si avanzaban en la investigación y se despidieron con un saludo militar. El operador de la grúa del seguro, que apareció poco después que los guardias civiles y se marchó para llevar los neumáticos a un taller, regresó en ese momento y los colocó en su lugar.

El doctor gruñó un agradecimiento y se montó en el coche seguido por el joven.

—¿Te encuentras bien?

El médico masculló un sí hosco.

—Puedo conducir si quieres...

—No es necesario, me temo que la noche ya está aquí. Debemos hallar un lugar donde dormir. —Era la primera vez que hablaban desde que telefoneó a la Guardia Civil—. Perdone, no recuerdo... ¿cómo se llama?

—Javier Ubillos, doctor.

—Señor Ubillos vamos a hospedarnos en un hotel. Necesito pensar.

Javier carraspeó.

—¿Un hotel?

El médico lo miró de soslayo. En la penumbra del coche no podía distinguir sus facciones, si bien la intensidad de la voz le llegaba cálida, preocupada. No tendría más de diecisiete o quizá dieciocho años, los mismos que David cuando aquello.

—He meditado bien lo que ha sucedido y no encuentro ningún móvil que concuerde con lo que por fuerza ha de ser un robo. Ni soy rico ni lo parezco, el vehículo, que por cierto es alquilado, tampoco parece de alta gama, y no exhibo nada en el coche que pudiera delatar la presencia de joyas o dinero. Además, tampoco es habitual un atraco de estas características, cometido por dos hombres con traje y con armas de fuego, por lo menos no en este país.

Javier se mantenía callado.

—Necesito pensar un poco más.

Manipuló el GPS para buscar un hotel y regresó a su mutismo. En su mente se agolpaban aún las sensaciones de angustia, miedo y desconcierto. ¿Por qué a mí? Era un simple médico de familia, no tenía enredos con la policía, la única explicación es que se hubieran confundido. ¿O no? Agradecía el silencio de su compañero de viaje, los jóvenes hablaban y hablaban sin respetarle a uno. Si no hubiera sido por él, quién sabe. Le echó un vistazo, a la luz mortecina de las farolas adivinaba en él un gesto de inquietud.

—No se preocupe, seguro que fue un error. Buscarían a otra persona.

Javier movió los labios en una mueca que pretendía ser una sonrisa y volvió los ojos hacia el paisaje.

—Ok, si tú lo dices.

—¿No me cree?

—Puedes tutearme.

—Insisto, ¿no me crees?

El joven volvió la cara.

—No te conozco de nada. Todo lo que le has contado a la Guardia Civil podría ser mentira. ¿Tú me creerías?

El médico guardó silencio. A la derecha se abría una calle de almendros y bonitas casas de ladrillo amarillo, al fondo un cartel luminoso anunciaba un hotel de tres estrellas.

—Supongo que no.

—Eres médico, no posees propiedades ni dinero de herencias ni nada por el estilo, viajas a San Petersburgo en coche, que está la tira de lejos, para ver a tu mujer, y dos individuos tratan de robarte. No hay explicación posible. A menos que...

—Viajo en coche porque no soporto el avión, ¿entiendes? Y qué demonios significa ese a menos que.

—A menos que... me mientas o que tenga que ver con tu mujer. ¿Qué hace ella concretamente?

El médico no contestó. Salió del coche, se acercó al maletero y agarró una de las maletas, la que parecía menos deteriorada. Todo esto es absurdo.

Entró en el hotel seguido por Javier; la recepción era pequeña, apenas un mostrador de negro azabache y, detrás, un estante de madera con llaves colgadas de casilleros con los números de habitación. Un hombre con cejas y bigote poblados les pidió la documentación para rellenar la hoja de filiación. No lo habían hablado en el coche, no obstante el médico daba por hecho que Javier se alojaría en el hotel.

—No tengo dinero —susurró el joven.

—¿Nada?

—No lo suficiente.

—Bueno, ya resolveremos eso más tarde. De momento dormirás en mi habitación.

—Ok.

Tomaron la llave y se dirigieron al cuarto que el recepcionista les asignó. El médico caminaba detrás arrastrando su maleta por una gastada alfombra marrón, en una mano el asa de la maleta y la llave y la otra en el bolsillo. A los lados desfilaban, de dos en dos, oscuras puertas de caoba de enorme solidez; las paredes, recubiertas de una tela a juego con la alfombra, encogían la percepción del espacio hasta reducirlo a límites que únicamente podían soportarse por la intensa brisa del aire acondicionado. La habitación del doctor Salvatierra era la penúltima de la derecha.

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