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Ezequiel Teodoro: El manuscrito de Avicena

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Ezequiel Teodoro El manuscrito de Avicena

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Alex permanecía en estado de shock . Sus recuerdos, sus intimidades, sus secretos habían sido violados sin que llegara a imaginar el motivo. Tras unos minutos de indecisión, se acercó al sistema de alarma, estaba averiado. Extrajo el móvil del bolso y respiró hondo para intentar recuperar su seguridad habitual ante la llamada que estaba a punto de efectuar.

—Scotland Yard. ¿En qué podemos ayudarla?

—¿Me podría repetir su nombre? —Era un hombre guapo, de aire despistado, casi frágil. No parecía policía, quizá científico o intelectual, en ningún caso inspector de Scotland Yard.

—¿Usted es? —preguntó Alex.

—Soy el inspector Jeff Tyler. Estoy a cargo del caso y debo hacerle algunas preguntas para la investigación. ¿Se encuentra en condiciones para atenderme? Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo.

—Lo atenderé cuanto guste, aunque preferiría que fuera en otro lugar. No soporto ver mis cosas por el suelo y la casa destrozada —lamentó mientras contemplaba a media decena de policías buscando huellas y revisando puertas y ventanas.

—Comprendo. No se preocupe, no tiene por qué ser aquí. Podemos hablar en la comisaría o en una cafetería si lo prefiere.

—Será mejor que vayamos al Fujiyama, en Saltoun Road. ¿Lo conoce? —Alex enfrentó su mirada a la del inspector mientras formulaba la pregunta, acentuando cada una de las sílabas de la última palabra. De pronto, se sonrojó y bajó la mirada. ¿Cómo puedo estar coqueteando? Por el amor de Dios, acaban de atracarme, se dijo avergonzada.

El inspector no parecía haber percibido su coquetería. Se limitó a asentir y seguirla con la mirada puesta en su trasero sin detenerse en él, como si sus pensamientos residieran en otro lugar. Ella era guapa, bueno, más que guapa resultona; no podía quejarse de su éxito entre los chicos, conocía, además, ese éxito, y en tiempos lo usó a menudo.

El policía andaba encogido, ausente. Fue uno de los mejores investigadores de Scotland Yard, le habían concedido dos medallas al mérito policial y contaba con centenares de casos resueltos. Ahora parecía un hombre bajo un montón de ropa arrugada.

—¿Empezamos? —preguntó Alex nada más acomodarse en una silla de madera gastada en un local escasamente iluminado y de paredes y suelos enmoquetados de azul eléctrico.

El inspector asintió y sacó una libreta de cuero negro; después la abrió y rebuscó algunas notas para ordenar sus ideas. Mientras tanto Alex llamó al camarero.

—Un ron-cola.

El camarero desvió la mirada hacia al policía aun cuando éste seguía con los ojos clavados en sus anotaciones.

—¿Quiere tomar algo? —preguntó Alex con tono de exasperación cuando veinte segundos después el camarero continuaba allí de pie.

El inspector levantó la cabeza. Parecía perdido.

—Mmmm, un güisqui con soda. —Después carraspeó y dirigió su mirada a Alex—. ¿A qué se dedica?

La joven le explicó que se llamaba Alexandra Anderson, tenía treinta y cuatro años y trabajaba en el Museo Británico desde hacía nueve. No poseía objetos de valor ni había ahorrado dinero desde que la contrataron y, por supuesto, no sospechaba lo que pretendían al entrar en el piso quienesquiera que fueran. En cuanto a sus relaciones familiares, reveló al policía que su madre murió diez años atrás, su padre era filólogo y vivía fuera del país, y no tenía ni hermanos ni primos ni tíos ni abuelos.

—Somos una familia muy corta —bromeó mostrando una sonrisa que, ante la nula respuesta del policía, transfiguró en una mueca.

La conversación, en realidad un monólogo con preguntas sueltas de tanto en tanto, se alargó durante algo más de media hora. El inspector asentía de vez en cuando y anotaba continuamente en su libreta. Al acabar el interrogatorio, le sugirió que fuera precavida con los desconocidos en los próximos días y le rogó que le llamara si recordaba algún dato más que pudiera aportar a la investigación.

Alex trató de decir algo y el policía percibió su miedo.

—No se preocupe. Probablemente habrán sido unos gamberros que no volverán a molestarla. Lo averiguaremos pronto.

Después salieron a la calle, se dieron la mano fríamente, cada uno pensando en sus propios asuntos, y se alejaron sin prisas en direcciones opuestas. Alex no podía creer lo que le había ocurrido, la casa completamente revuelta, desconocidos que podrían merodear por ahí para quién sabe qué, sus intimidades bajo el foco policial. Qué estrés. Se sentía impotente porque no estaba en su mano solucionar nada, en esos instantes dependía de los demás y esa circunstancia la aterraba. La advertencia del inspector la puso en guardia, caminaba observando de reojo a su alrededor, temiendo que en cualquier momento alguien le pudiera poner una mano encima.

AI cruzar una calle, no sabía muy bien cómo, tuvo la certeza de que la seguían. Se detuvo y giró la cabeza, sin embargo no había nadie. No hay que exagerar. En el museo dirán que soy una paranoica, conjeturó.

Jeff despertó sobresaltado. Eran las seis de la mañana, la misma pesadilla de todas las noches le había arrancado del sueño. Michael y Vivian le saludaban desde la parte de atrás del coche, Janice aceleraba disparando al aire los gritos de una discusión a medio acabar. Se levantó en busca de un vaso de agua. El psicólogo le había recomendado unas vacaciones sin embargo él sabía que lo que de verdad necesitaba era mantener la mente ocupada. Preparó unos cereales con leche y se sentó frente al televisor apagado. ¿Por qué demonios había ocurrido? Su compañero le había llamado la noche antes. Encontraría en su cajón el expediente del caso Anderson, la documentación y las pocas pruebas reunidas. Suspiró, no se sentía con fuerzas para ir a la comisaría, sin embargo tampoco podía abandonar.

Una hora más tarde se detuvo frente al sistema biométrico para su identificación en el acceso a la comisaría, dirigió su mirada hacia el punto azul del láser y esperó dos segundos a que sus pupilas fueran escaneadas. Con la proliferación de atentados terroristas se extendieron como hormigas este tipo de artilugios en las instalaciones susceptibles de ser protegidas; algunos países incluso experimentaban con sistemas de identificación a través del ADN.

Una vez frente a la pantalla de su ordenador, buscó en el banco central de datos el número de expediente. No existía número ni expediente. El inspector repetía una y otra vez el proceso y no conseguía generar ningún informe, insistió nervioso una vez más y la máquina le devolvió el mismo mensaje. Respiraba ruidosamente. Trató de tranquilizarse para no errar en el número de comandos y tecleó de nuevo las órdenes correctas, no obstante la información persistió. A reglón seguido descolgó el teléfono y telefoneó a su compañero.

—¿No introdujiste la información del caso de Brixton?

—Claro, está en el banco de datos.

—No, no está.

—¿Cómo que no?

Alex se dio por vencido.

—Bueno, qué más da. Las notas y las pruebas están en el cajón, ¿no?

—Sí, en la carpeta del caso.

Abrió el cajón de la mesa contigua.

—Aquí no hay nada.

—No puede ser. ¿Y las órdenes para los análisis de ADN y huellas?

—Te he dicho que no hay nada.

—Te digo que no. ¡Lo hice yo mismo anoche!

El inspector lanzó un quejido sordo y golpeó la mesa.

—Qué mierda es esta.

Colgó con brusquedad y cogió el móvil.

—¡¿Qué quieres Jeff?! —Era el comisario Jerome Eagan, un hombre corpulento con voz de tenor.

—Comisario, ha desaparecido toda la documentación del expediente 23458698, el caso de Brixton.

—Joder Jeff, te he dicho mil veces que hables más alto. No te entiendo una mierda.

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