Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena
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- Название:El manuscrito de Avicena
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- Издательство:Entrelineas Editores
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- Год:неизвестен
- ISBN:9788498025170
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—Todo es por el bien de la ciencia —se decía una y otra vez ante el menor atisbo de ilegalidad por parte de las sociedades para las que había trabajado. Pero ahora percibía con claridad que estaban llegando demasiado lejos.
Los laboratorios le habían implantado un rastreador, no podía ser de otra manera. La habían localizado muy rápidamente. Recordó que al poco de comenzar su trabajo le hicieron un chequeo médico que ella no estimó necesario, incluso le inyectaron la vacuna para la gripe, o quizá otra cosa. En estos momentos dudaba de todo. Hacía ya tres horas que habían abandonado Madrid, ella no lo sabía pues viajó sedada en la bodega de un pequeño aeroplano que aterrizó y despegó varias veces desde San Petersburgo. Ahora circulaban por carretera. Se sentía mareada y tenía hambre, y ninguno de los espías de Al Qaeda parecía tener intención de parar.
—Estoy enferma, necesitaría descansar y comer algo —gritó la secuestrada desde la parte posterior de la furgoneta.
Uno de los terroristas abrió una ventanilla.
—Ahí atrás tiene un tubo para sus necesidades. Y vacíelo ahí —le indicó.
—¿Me van a obligar a hacer mis necesidades aquí?
El terrorista asintió con una sonrisa irónica.
—Bajo el sillón, junto a la puerta izquierda, hay un cajón con alimentos envasados al vacío y bebidas —agregó al tiempo que cerraba la ventanilla, aislando de nuevo el compartimiento trasero.
Silvia se quedó sola mirando embobada el tubo de plástico que tenía en la mano, asqueada ante la necesidad de tener que orinar en ese objeto que sujetaba como si fuera una rata infectada de Hepatitis A.
El agente y el médico se mantenían en silencio en los asientos delanteros del coche. Alex no había parado un segundo desde que abandonaron el Monasterio de Silos; hablaba de su padre, de Jeff, de todo lo que ocurrió desde que descubrió el robo en su casa. El doctor Salvatierra lo comprendía y la dejaba desahogarse sin interrumpirla, sin embargo Javier seguía molesto por sus continuas injerencias en la investigación y metía baza de vez en cuando tratando de fastidiarla. Pero Alex no se dio por aludida en ningún momento, parecía encerrada en su historia. Su mente había sufrido mucho en los últimos días y por primera vez daba salida al dolor. Lo hacía poco a poco, tal vez con una lentitud deliberadamente buscada, quizá para no olvidar que los asesinos de su padre aún tenían una deuda pendiente con ella.
—... fue entonces cuando llegué al apartamento de tu esposa... —concluyó—. El resto ya lo sabes, os seguimos hasta el museo y... todo ocurrió muy rápido. El pobre Jeff intentaba protegerme y eso le costó la vida.
—Debió ser un buen hombre —apuntó el médico.
—Lo era, desde luego. Se enfrentó a sus superiores en la Policía y al MI6 simplemente porque no estaba bien lo que trataban de hacer.
—Esa es una gran razón. La mejor, sin duda —aseguró el doctor, casi hablando para sus adentros—. Quizá esa sea la única forma de conducirse en la vida, plantarse cuando las cosas no se hacen bien aunque eso signifique ir en contra de tus prioridades.
—¿Qué quieres decir? —Intervino Javier.
—Nada. Sólo pensaba en voz alta. —Le puso una mano al agente en el hombro—. ¡Estamos tan cerca! Llegaremos en apenas unos minutos a ese pueblo, ¿no es así? —Preguntó cambiando de tema.
—Sí, de hecho, esa villa que veis ahí —señaló unas casas en mitad de la carretera— es Caleruega. Valdeande está a unos tres kilómetros.
Alex se adelantó en su asiento, como si buscara mayor intimidad con el médico.
—Doctor, ¿qué querría decir el bibliotecario con eso de que en el pueblo hay peligros que ni él conoce?
—No lo sé, y espero que nunca lo averigüemos. —Los tres guardaron silencio, cada uno imbuido de sus propias aprensiones.
El pueblo dormitaba a las faldas de una pequeña colina. Unas pocas decenas de casas de piedra marrón se arremolinaban en un desorden de cuestas y estrechas calles. El sol se ponía ya por el oeste, pero aún se apreciaba una luz difusa que bañaba de rayos rojizos los tejados de los hogares que antaño guarecieron a sus propietarios. Desde esa distancia, el pueblo parecía un tupido ramaje de casitas que se aferraban a esa minúscula montaña nacida a sus espaldas. Y allá arriba, a pocos metros de la cumbre, una torre coronaba la aldea, enseñoreándose de cuanto había a sus pies.
A un lado aparecía también alguna granja desperdigada, como si la población hubiera tratado de expandirse conquistando territorio virgen en los costados de la villa, aunque la mayor parte de los valdeandinos habían vivido pegados unos a otros desde tiempos inmemoriales.
—Tiene un aspecto remoto, casi de cuento medieval —Apuntó el médico en el instante que Javier reducía la velocidad.
—No hay luces. —Advirtió el agente.
—¿Cómo? —El médico no entendía a qué se refería.
—El hermano dijo que todavía quedaban algunos habitantes, y no hay luces en las ventanas..., en ninguna ventana. Al menos no se distinguen desde aquí...
—Eso puede ser por la hora, aún no es de noche —señaló la inglesa.
—El sol no alumbra ya lo suficiente. Nosotros mismos apenas podemos vernos las caras. Es imposible que no haya ni una luz encendida, ni en las calles ni en el interior de las viviendas. Aquí hay algo que no cuadra con las palabras del monje.
Sus compañeros de viaje no replicaron. En el fondo sabían que el agente del CNI tenía razón, era extraño.
—Si os digo la verdad, no me fío del bibliotecario.
—Yo sí —contradijo Alex.
—Claro, tú sí —criticó el agente ante el mutismo del médico—. Hagamos una cosa, si no obtenemos resultados en veinticuatro horas nos largamos a esa otra aldea, a Villafáñez. Quizá el hermano bibliotecario tuviera sus razones para que viniésemos aquí en vez de ir al otro pueblo.
Javier desvió la mirada al doctor. Parece que se había convertido en juez de las disputas entre Alex y el agente.
—De acuerdo —dijo finalmente el médico—, pero no podrá ser hasta mañana por la mañana. Mientras tanto busquemos un lugar dónde dormir.
El agente del CNI paró a un lado de la carretera y buscó un hotel en el GPS, el más cercano se encontraba en Caleruega. Se marcharon apesadumbrados. No habían puesto un pie en Valdeande y ya comenzaba a tambalear su fe en las palabras del monje. Esa noche tendrían que dormir en El Prado de las Merinas , un hotel señorial construido a pocos metros del casco histórico de Caleruega y muy cerca de la carretera que llevaba a Valdeande.
Mientras Javier y el médico se inscribían en el formulario de la recepción, Alex salió a dar una vuelta. Necesitaba estar sola, y el jardín que había visto al entrar le ofrecía una oportunidad de alejarse de sus acompañantes para pensar.
—¿Y Alex? —Preguntó el doctor.
—No lo sé. Se ha inscrito en el hotel y ha salido —respondió Javier sin poner demasiado interés en sus palabras.
—No creo que sea bueno que nos separemos mucho tiempo.
—No me digas que crees en las historias de fantasmas sobre Valdeande.
El médico no contestó aunque intuía que debían mantenerse atentos. En cualquier caso, no dijo nada, cogió la maleta y se dirigió a su habitación seguido de cerca por el agente.
En esos instantes, Alex curioseaba por el estanque bajo la luz blanquecina de las farolas que alumbraban el jardín. La noche borraba los contornos de las montañas de alrededor, únicamente existía el edificio, de dos plantas, del hotel y el pequeño jardín que lo rodeaba. Más allá sólo la oscuridad.
Unos minutos más tarde sintió que la noche refrescaba y volvió a la recepción dispuesta a subir a su cuarto, pero algo la detuvo en la entrada del hotel: un escudo con dos leones dorados sobre un fondo bermellón, un perro que sostiene el mundo y una antorcha, un barco de vela y el oso y el madroño.
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