Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El agente abrió la boca tratando de pedir una explicación.

—Sí, señor Dávila. Conozco la existencia de esa versión —confirmó—. Yo se la envié a la esposa del doctor —anunció ante el desconcierto de quienes le oían—. Como antes les decía, hace más o menos un año que vengo sospechando del abad, así que hice una serie de discretas averiguaciones a través de amigos bibliotecarios, intelectuales y eruditos, quienes me dieron noticia de la existencia de un proyecto en Rusia que dirigía una científica española llamada Silvia Costa. Me hice con el original y le pedí a mi ayudante que lo escaneara y, una vez hecha la copia, lo devolví a su lugar. Después contacté con unos religiosos ortodoxos que me confirmaron ciertos detalles y, aquí en España, hice mis deberes acerca de su esposa.

En ese instante se detuvo un momento y miró a los ojos al doctor Salvatierra.

—Debo confesarle que la engañé... Le dije que era un historiador de la Universidad de Salamanca. El resto imagino que ya lo conocerán, hace unos días le desvelé que la copia del manuscrito que ellos guardaban no era más que un señuelo y la convencí de que debía seguir las instrucciones del libro que le enviaba.

El médico le interrumpió.

—¿Por qué la engañó? ¿Por qué a Silvia?

El monje se incorporó levemente.

—Fue necesario. Yo soy demasiado mayor y mi ayudante es muy joven, no conoce los peligros que existen tras estos muros. Su esposa merecía toda mi confianza, he seguido su trayectoria, y la suya también, doctor, y sé que hará lo correcto. No podemos permitir que el manuscrito caiga en malas manos.

—Dijo un señuelo —interrumpió Javier.

—Sí, el manuscrito que poseían en Rusia era una copia falseada. El monje que escribió la guía, el primer guardián de la luz, reprodujo el manuscrito e incluyó deliberadamente un error. Después la archivó en la biblioteca del monasterio —explicó el hermano—. En cualquier caso esa es otra historia que no nos aportará nada que nos pueda servir en este momento. Quiero que...

—... busquemos el original —continuó el agente. El hermano sonrió.

—Exactamente.

—¿Y por qué nosotros? —Intervino el médico.

—Ya se lo he dicho. Confío en que hará lo correcto.

El doctor Salvatierra se levantó. No le importaba nada todo aquello sobre el manuscrito y el peligro que se cernía sobre el monasterio, sólo quería averiguar dónde estaba Silvia.

—¿Cómo sabe lo del secuestro de mi mujer?

—Mis contactos en Rusia me hablaron de ello. La iglesia aún tiene mucho poder, no lo olvide amigo Salvatierra —replicó el monje.

—¿Y cómo me va a ayudar a mí o a Silvia encontrar ese maldito manuscrito?

El monje le sonrió.

—Usted sabe tanto como yo que no tiene más remedio que hacerlo.

—¿Y no teme que lo entregue a los árabes?

—Le repito, usted hará lo correcto cuando llegue el momento.

—Confía demasiado en mí para no conocerme.

—No se equivoque doctor, aunque me encuentre en cama y con este aspecto moribundo, conozco a las personas y sé hasta dónde puedo llegar con usted. —Los rayos de sol se colaban por el ventanuco que se abría encima del cabecero creando una cortina de luz que descendía hasta los pies de la cama—. Cuando el autor de la guía acabó de escribirla, se la entregó al abad para que la protegiera, sólo él y el bibliotecario sabían de su existencia. Luego escribió la copia falseada del manuscrito y la dejó a cargo del bibliotecario, aunque también esto lo conocía el abad. Pero había una llave —desveló—, una manera de garantizar la recuperación del manuscrito. Aquel monje le contó al abad dónde había escondido el documento, el lugar físico, y le dijo al bibliotecario el nombre del pueblo. Así, ambos poseían una parte de la clave por si el libro se perdía. Estos secretos han ido heredándose de abad a abad y de bibliotecario a bibliotecario, ¡y ahora se interrumpirá esa cadena por este maldito abad!

Por un momento la tez del monje se transfiguró dando paso a una imagen de cólera que no habían percibido durante toda la conversación, aunque unos segundos más tarde desapareció tal como llegó.

—Disculpen mi lenguaje, se lo ruego... Estoy a punto de acabar mi trabajo en este mundo hijos míos —su voz parecía cansada—, y antes, si Dios atiende mis ruegos, me gustaría impedir que este preciado bien que es el manuscrito acabe convirtiéndose en un puñal para la humanidad.

El monje calló. Respiraba con esfuerzo y a cada inspiración se oía un diminuto pitido. El doctor Salvatierra sintió compasión por el bibliotecario.

—Le ayudaremos —aseguró.

—Gracias..., gracias.

Después le sonrió levemente. El doctor Salvatierra se levantó y se acercó a la cama. Toda una vida protegiendo un secreto y ahora se veía obligado a destruirlo, ha debido suponer un sacrificio gigantesco. El médico le apretó una mano en un gesto de complicidad.

—Ahora el testigo es nuestro. Ya nos puede decir, hermano, hacia dónde debemos dirigirnos.

—No está muy lejos, a menos de treinta kilómetros.

—¿Tan cerca? El abad mencionó un pueblo de León, Villafáñez

—recordó el agente.

—Él desconoce el nombre del pueblo y las referencias más claras están en esa población. La guía habla del Valle de Fáñez, y lo más lógico es pensar que se refiere a Villafáñez, pero esa no es la realidad —aseguró el monje—. Y ese error se convierte en una ventaja. Si el abad vende el libro, quienes lo compren se dirigirán primero a esa villa, algo que nos conviene a todos.

—¿Cuál es el pueblo entonces? —Insistió el agente.

—Valdeande —respondió el hermano bibliotecario—. Es un pueblo casi abandonado de esta misma provincia. Se creó sobre el año mil, aunque parece que mucho antes ya existieron asentamientos celtas y romanos en la zona. Sus orígenes no están muy claros, es bastante probable que el nombre provenga de Valle de Fáñez, lo que encajaría con el comienzo de la guía: Id a lo más profundo del Valle de Fáñez . En cualquier caso, ésta será la ocasión para comprobar la teoría.

El monje se interrumpió por un acceso repentino de tos. Cada vez que tosía todo su cuerpo se sacudía como una hoja y la saliva se le acumulaba en la comisura de los labios, desbordándose después a lo largo de la barbilla. El médico miró al anciano preocupado.

Cuando se repuso volvió a hablar del pueblo.

—Ahora apenas tiene habitantes, aunque todavía se mantienen en pie unas doscientas casas. No será fácil encontrar el manuscrito, pero las señales que el autor de la guía detalló deberían llevarles hasta el lugar dónde se oculta.

—Tal vez no sea difícil —aventuró Alex.

El monje la miró con un punto de ironía.

—Ustedes, los jóvenes, lo ven todo fácil.

Alex acusó la crítica, sin embargo eludió un enfrentamiento, no era necesario.

—Ya sólo les puedo ayudar con un consejo —advirtió—. Tengan cuidado allí. En el pueblo se esconden cosas que parecen proteger el documento. —En la cara de Javier asomó una leve sonrisa—. No se burle señor Dávila, créame, hay algo que se encarga de proteger el secreto y ni yo mismo sé qué o quién es.

La furgoneta que escondía a Silvia circulaba a una velocidad moderada. Los dos árabes no tenían prisa por llegar a su destino, además preferían ser precavidos en sus movimientos y utilizar siempre carreteras secundarias sin demasiado tráfico. La esposa del médico permanecía acurrucada en la parte posterior. Ya no iba amarrada, no tenía a dónde ir.

El traidor les despidió en San Petersburgo con las últimas instrucciones y regresó al laboratorio. Su desaparición sería sospechosa en estos momentos, y aún podía ser útil a la organización si se mantenía atento. Silvia intentó dormir pero no podía quitarse de la cabeza la última conversación con el secuestrador. Siempre había cerrado los ojos ante los abusos de las compañías.

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