Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—¿Le gusta? —Oyó a su espalda.

Alex se giró sobresaltada. Frente a ella, un hombre de unos cincuenta años, de pelo entrecano y traje de chaqueta azul.

—¿Y usted quién es? —Dijo fríamente en inglés.

—Disculpe —el hombre pasó al inglés con una pronunciación exquisita—, soy el propietario del hotel, Tomás de Reguera. No quise asustarla.

—No, perdóneme usted a mí. No le esperaba.

De Reguera volvió a mirar el escudo.

—Es el escudo de mi familia desde hace más de doscientos años. Es bonito, ¿verdad?

—Sí, aunque...

—¿Aunque?

—Un poco extraño..., He visto esos leones y el barco de vela en otros escudos de armas, y el oso y el madroño deben hacer referencia a la capital de su país, pero jamás había contemplado un blasón con un perro sosteniendo el mundo y una antorcha.

—Es el símbolo de los dominicos —explicó el propietario del hotel—. Caleruega es la cuna del fundador de la orden, Santo Domingo de Guzmán.

—Entiendo.

—Aunque si me lo permite, y ya que la noche se presta a ello, yo prefiero una interpretación un tanto más romántica. Todo el mundo sabe que los canes son fieles guardianes, éste preserva la fe del mundo, nos protege de la oscuridad.

Alex permaneció callada. Había oído algo parecido en los últimos días.

—¿Y usted? —Le interrogó el hostelero.

—¿Yo?

—Sí, ¿usted de qué se protege? Al fin y al cabo, todos nos protegemos de algo o de alguien, ¿verdad? —Dijo con aire de misterio.

La inglesa no contestó. Las palabras del extraño habían despertado en ella una sensación de desasosiego. Una comezón le recorría t l cuerpo, como si algo fuese a ocurrir de repente.

—¿Están aquí por negocios?

—¿Estamos? —La curiosidad del propietario del hotel le resultaba cada vez más sospechosa.

—Usted y sus dos amigos. No es habitual ver turistas por aquí en esta época del año.

Alex zanjó la cuestión con una rápida evasiva.

—Perdone. Mis amigos se estarán preguntando dónde estoy. Buenas noches.

Tras unos segundos de indecisión, De Reguera contestó.

—Buenas noches, señorita. Le deseo que descanse cómodamente en su habitación.

La inglesa ascendió rápidamente las escaleras hacia el primer piso camino del cuarto que compartían el médico y Javier. Las preguntas de ese hombre la atemorizaron. Había algo en él que le generaba antipatía, y además estaba lo de ese perro. ¿Qué significa?, se preguntaba mientras corría en busca de la puerta de la habitación de sus compañeros.

El propietario del hotel contempló a la joven al subir los peldaños. Estuvo unos segundos inmóvil, con el entrecejo fruncido y rascándose la barbilla, hasta que la inglesa desapareció en el recodo de la escalera. Luego levantó la mano izquierda, extrajo un minúsculo auricular del reloj de pulsera y se lo colocó en el oído derecho. Después pulsó en la pantalla del reloj.

—Tenemos visita —dijo acercando el antebrazo a su pecho.

—¿Cuándo? —Preguntó alguien desde el otro lado del teléfono.

—Probablemente mañana.

—¿Cuántos?

—Tres: dos españoles, uno de edad avanzada y otro joven, y una inglesa de menos de cuarenta años. El señor mayor podría ser científico, tal vez médico o físico. El muchacho que les acompaña se ha identificado como policía. La joven indicó en el formulario de entrada que es historiadora..., tal vez sea cierto.

—De acuerdo. Pondré en marcha el dispositivo como siempre. ¿Alguna cosa más?

—Me dan mala espina. Tengo la impresión de que esta vez va a ser distinto, puede que sepan más de lo habitual.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. Ándate con cuidado, podrías tener alguna sorpresa desagradable. —Le aconsejó.

—No te preocupes, no es la primera vez. Actuaré con la mayor discreción. Adiós.

—Adiós. —De Reguera cortó la comunicación y continuó un rato en la puerta, frente a la escalera. Hasta que el recepcionista interrumpió sus pensamientos.

—Señor, ya he acabado mi turno. Si no ordena nada, me marcho a casa.

—Sí..., sí, claro —respondió su jefe sin dejar de mirar la escalera—. Un momento Enrique —dijo de repente—, ¿el audio está en buen uso? Hace tiempo que no lo utilizamos...

—Está perfectamente. Lo revisamos cada semana aunque no lo usemos.

—De acuerdo. Ya puedes marcharte...

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Enrique.

Esperó a que su empleado saliera y corrió hacia la sala de grabación. El hotel había implantado un sistema de audio que proporcionaba hilo musical a las habitaciones, y que manipulado de la forma adecuada podía constituirse en un sistema de captación de sonido. Pulsó una serie de teclas en la pantalla del sistema central y oyó unas voces, primero confusamente y después con toda claridad.

—... tú ves fantasmas en todos los lados. —Una voz masculina, seguramente, pensó, la del más joven de los dos que acompañaban a la mujer.

—Si lo que quieres es llevarme la contraria, perfecto, pero eso no nos va a beneficiar —replicó la voz de la joven con la que había hablado minutos antes—. Ya te he dicho que ese hombre no me gusta, parecía muy interesado en nosotros. Además, hay otra cosa, en el escudo de armas del hotel encontré un perro que soporta sobre su cabeza el globo terráqueo y una antorcha. ¿No os parece raro?

—En España hay miles de escudos con las cosas más extrañas.

—El propietario del hotel me dijo que era un símbolo de los dominicos y también me habló de otra teoría: el perro es el guardián que nos protege de la oscuridad.

—¡El guardián de la luz! —Sentenció otra voz masculina, la del hombre mayor.

Luego se produjo un silencio tenso durante varios minutos, y volvió a hablar el hombre de más edad.

—Sea como fuere, todo quedará aclarado mañana. Durmamos ahora.

De Reguera detuvo el sistema, cortó los últimos minutos de audio y los adjuntó a un correo electrónico. Más vale que sepa a qué se enfrenta.

Aquella noche Jerome Eagan no dejaba de rumiar para sí. Desde la conversación con Sawford acerca de la trama de Al Qaeda se sentía inquieto, había algo que no encajaba en aquello que le había explicado el director del MI6 sobre el Día del juicio Final . De hecho, sus pensamientos estaban tan centrados en esa cuestión que recibió la noticia de la muerte de Jeff y la huida de Anderson con total desinterés, cosa que extrañó a Sawford.

—Jerome, vuelve a la cama —le chilló su mujer desde el dormitorio conyugal.

—Ahora subo Maddie —respondió a voz en grito desde su despacho, en la planta inferior.

El comisario revisaba la última documentación que el MI6 le había remitido sobre los terroristas, cotejándola con la suya propia y con información rescatada de Internet. Intentaba encontrar algo que se le pudiera haber pasado por alto a todo el mundo. No le cuadraba que Al Qaeda ejecutase una operación con tantos años de antelación, no era lógico.

Volvió a repasar la información de que disponía paso a paso. En primer lugar, los terroristas eligen el mil aniversario de la muerte de Avicena para atacar, eso es en 2037. Después comienzan a buscar el manuscrito de Avicena para utilizarlo en su particular cruzada, y para ello intentan sonsacar información a la hija de Anderson, persiguen al esposo de Costa y, por último, aparecen en el museo, donde uno de ellos es tiroteado y muere. Los indicios hacen pensar que los datos son ciertos y van en el camino correcto, salvo la fecha de inicio.

¿Por qué van a emprender ahora una guerra a cara descubierta para conseguir el manuscrito?, se preguntaba. Si querían el documento para guardarlo, podrían haber sido más sigilosos, a no ser que les hubieran llegado noticias de que los ingleses estaban inmersos en un proyecto para extraer todo el potencial posible de la copia existente del manuscrito.

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