Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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El manuscrito de Avicena: краткое содержание, описание и аннотация

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Una roñosa cerradura les impedía el paso, de modo que Javier arrancó una barra de una oxidada valla metálica que alguna vez fue verde y golpeó violentamente en la manija de la puerta. El sonido del entrechocar del metal reverberó en sus tímpanos y un par de pájaros salieron volando a cincuenta metros; fue el único signo de vida que cedió al tercer trancazo, abriéndose de par en par.

Lo primero con que se toparon fue con un golpe de aire rancio que saturó sus vías respiratorias. La pestilencia de la humedad cerrada escapó del museo y se expandió alrededor de ambos inmediatamente.

—Aquí no ha entrado nadie en años —dijo el agente en medio de un ataque de tos.

—Más bien en siglos —agregó el médico, apoyado en la rama de un árbol unos pasos atrás y tratando de no inhalar el aire viciado del interior del museo.

Javier sacó de su bolsillo una diminuta linterna y se adentró en la habitación oscura a la que daba paso la puerta. Detrás el doctor Salvatierra le observaba entrar sin decidirse a dar un paso.

A un kilómetro escaso de allí, Alex había oído perfectamente el estruendo causado por sus compañeros al abrir la puerta. Al principio el ruido la atemorizó. En ese momento más que en ningún otro echaba Je menos a Jeff. El inspector británico sabía resolverse en este tipo de situaciones sin embargo ella temblaba como un pájaro en mitad de una tormenta. Se apoyó de espaldas al coche y respiró con ansia hasta que consiguió controlar sus latidos.

En derredor, unas pocas casas de dos plantas le cerraban el paso a uno y otro lado de la carretera. Las viviendas, puertas y ventanas se mostraban hurañas ante la visitante, al menos esa era su sensación. Buscaba alguna referencia, un monumento, una placa, un dibujo en alguna de las fachadas, pero no descubría nada destacable que tuviera relación con las dos cabezas vigilantes a las que se refería el libro. Deambuló unos cientos de metros sin saber a dónde dirigirse y acabó por tropezarse, ya casi a las afueras del pueblo, con los vestigios de un camino de piedra dispuesto en sentido norte-sur. Parecía un antiguo sendero. Aquella debió ser la vía principal cuando se escribió el libro, probablemente los restos de una calzada romana.

Recogió uno de los pedruscos y lo examinó, recordaba de la universidad algunas de las características de este tipo de construcciones aunque no estaba segura; en cualquier caso, podía ser muy antiguo Seguía sin revelársele indicio alguno de lo que quiera que fueran las dos cabezas y eso la angustiaba. Había viajado miles de kilómetros para dar con el asesino de su padre, no podía fallarle. Quizá se refiera a algo con algún parecido a un cráneo, una testa o un casco, una especie de montículo, se decía mientras fijaba su mirada en el campo de alrededor del pueblo.

El sol había acabado por romper entre algunas nubes y unos tímidos rayos arrancaban destellos entre los matorrales secos. Alex se sentó sobre un enorme sillar, detrás el pueblo volvía a presentarse como en un cuento del medievo. La joven meditaba arrebujándose en el abrigo del débil, aunque gélido, viento que enredaba su pelo.

Fue entonces cuando unas cálidas lágrimas resbalaron por su mejilla. Lloró silenciosamente, estaba cansada, por primera vez comprendía que aquello de la venganza no la llevaba a ninguna parte. Su padre había desaparecido, nada lo traería de vuelta. En su interior había estado debatiéndose todo el tiempo en pos de una revancha, pero ahora... Se levantó y volvió la vista al pueblo, allá, a pocos metros quién sabe en qué rincón, podía estar la pista que le devolviera la tranquilidad. Todo eso lo pensó con frialdad. Ya no era la vengativa Alex. Sólo quería parar. En ese instante le sorprendió oír una suerte de fuer te soplido, tal vez un sonido de trompeta, oboe o algo parecido, con una cadencia lenta e intermitente.

El director del MI6 se apretó las manos con nerviosismo. Allí estaba lo más granado de las agencias de inteligencia: John King de la CIA norteamericana, Lilya Petrovna del FSB ruso, Constantin Taballet de la DGSE francesa, Verner Müller de la BSI alemana, Sergio Álvarez del CNI español, Amir Ginich del Mossad israelí y Lian Hui del MSS chino. Responsables de los servicios de espionaje más importantes del mundo le observaban desde las distintas pantallas del centro de control del MI6.

—Al Qaeda nos está poniendo en evidencia —aseguró Gabriel Sawford—. Esto lo sabéis desde hace mucho tiempo.

—¿Para eso te has puesto en contacto con nosotros? —Preguntó con un tonillo de impaciencia el director de Operaciones del CNI.

—Déjame que acabe, Álvarez. Al Qaeda —prosiguió— ha conseguido introducirse en el narcotráfico, la prostitución, el blanqueo, las finanzas internacionales... En definitiva, en todo aquello que pueda proporcionarle dinero para su yihad . Los actos terroristas ya sólo son una pequeña parte de su tinglado. ¿Y por qué una organización fundamentalista islámica se ha marcado un rumbo nuevo? ¿Por dinero? No, ya tiene más que suficiente. ¿Por poder? Disfrutan del que necesitan dónde más les interesa, en el mundo islámico. Lo han hecho porque planean una operación de gran envergadura, una operación que podría acabar con Occidente.

Los representantes de las agencias de espionaje permanecían mullos en sus pantallas. Sabían de las drásticas modificaciones en el modo de operar de Al Qaeda en los últimos años; los agentes bajo su mando seguían con vivo interés esos cambios. Pero a ninguno de ellos se le alcanzaba qué tramaban.

—Hemos venido trabajando en un operativo llamado Avicena —continuó—. Sabemos que otras agencias aquí presentes lo conocen, pero no voy a mentadas, no es necesario... A lo que voy es que esa operación se desarrollaba en base a ciertos conocimientos adquiridos por personas de confianza, conocimientos que posteriormente han demostrado ser incorrectos.

Mientras hablaba, el director del MI6 se paseaba a lo largo de la habitación. De vez en cuando, como tomado por una inspiración momentánea, se detenía y contemplaba las pantallas de su despacho, donde las caras de los jefes de las otras agencias de espionaje se veían serias, cabizbajas, reflexivas o, en algún caso, escépticas.

—Hoy os he convocado para presentaros a alguien que nos ha desvelado un error, un error que nos podría costar a todos muy caro si no lo remediamos a tiempo y trabajamos al unísono —aseguró mientras hacía una señal a una persona situada más allá de la cámara que le enfocaba—. Este hombre os pondrá al corriente de los detalles, después yo volveré a situarme ante vosotros para pediros una vez más que colaboremos sin condiciones.

Un hombre de color se acercó al centro de la habitación junto a Sawford.

—Buenos días, tardes o noches, según donde se encuentren en estos momentos. Mi nombre es Jerome Eagan y soy comisario de Scotland Yard.

Algunos de los responsables de las agencias internacionales torcieron el gesto, pero Eagan decidió pasarlo por alto.

—Hace pocos días el director del MI6 me desveló una operación de Al Qaeda denominada el Día del juicio Final —manifestó—. Desde entonces he ido ampliando la información que poseía hasta tener ante mí una imagen más o menos clara de lo que pretenden hacer estos terroristas.

En una de las pantallas Sergio Álvarez sonreía.

—Como ha dicho Mr. Sawford, algunos de ustedes ya habían oído hablar de este operativo. En cualquier caso —continuó—, les ofrecer una sucinta explicación para aquellos que no lo conocen: Al Qaeda pretende destruir el sistema mundial a través de varias oleadas. Primero comenzará por colapsar las finanzas, a eso le seguirá un ataque masivo a la red y a los centros neurálgicos de todo tipo, comerciales de negocios, hospitalarios, educativos... Todos los lugares de concentración habitual de seres humanos se verán afectados de una u otra manera.

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