Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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Un amasijo de maderos y ladrillos yacía ante ellos. El médico se tapaba la boca para no respirar las partículas que flotaban en el aire y Javier tosía fuertemente. Arriba, en la parte del tejado que no se derrumbó, clavada en una viga, una espada con forma de cruz igual a la que Javier descubrió en el museo, salvo que aquella era más pequeña. El agente retrocedió para contemplarla mejor. No había duda era de la misma forma. Se acercó al médico, que apenas balbuceaba alguna frase inconexa mientras se frotaba un brazo, y lo examinó de un rápido vistazo. Además del polvo en cara, cuello y cabello, sólo había sufrido unos leves cortes en el rostro y en el antebrazo derecho. Nada preocupante. La inglesa se había sentado en el poyete de una casa unos metros atrás del desastre, aparentemente no había sufrido ni un rasguño. Era el segundo aviso. Alguien les instaba a abandonar el pueblo.

Ayudó al médico a sentarse en un alféizar. La polvareda se mantenía en el aire aunque con menor densidad.

—¿Cómo te encuentras?

Los ojos del doctor Salvatierra reflejaban su confusión.

—No ha sido nada grave. ¿Estás bien?

El médico confirmó despacio aunque un gesto de su cara y un movimiento rápido de la mano, que se la llevó al vientre, preocupó a Javier. La herida era reciente, podría haberse reabierto.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, ha sido sólo un tirón de los puntos —se miró el antebrazo derecho—, y esto es apenas un arañazo.

A su espalda Alex permanecía con la mirada extraviada. El agente dejó al médico y se acercó a la joven.

—Alex, ¿te encuentras bien?

La inglesa espiaba un punto en lo alto de la colina.

—En la torre, Javier —dijo de repente.

—¿En la torre qué?

—Hay alguien. He visto una sombra moverse al contraluz de esa ventana justo un segundo antes del derrumbe de escombros. Sea quien sea el que nos ha hecho esto, está allí arriba.

La torre era una estructura construida junto a la iglesia. Posiblemente levantada en la Edad Media, el tiempo había sido benigno con sus paredes, que aparecían firmes y compactas; no ocurría así con su interior, una escalera de madera carcomida, débil e, incluso, en algunos tramos desaparecida. Si alguien había subido hasta lo más alto de la torre, o estaba loco o conocía otra formar de llegar hasta allí sin partirse la crisma en el intento. El agente lo constató al asomarse por la primera de las ventanas que jalonaban su fachada norte.

En el coche esperaban Alex y el médico.

—No existe posibilidad alguna de subir —advirtió—. La madera de la escalera está podrida en algunos sitios, parece muy quebradiza en otros y no existe en el resto.

—Es la mejor opción para encontrar esa casa matriz —lamentó la inglesa.

—Debemos echar un vistazo.

—Doctor, no estás en condiciones en estos momentos —le replicó Alex.

—Tonterías —protestó—. No puedo permitirme ahora ser un obstáculo, mi esposa me necesita.

Alex y el doctor Salvatierra se bajaron del automóvil y se dirigieron a la iglesia precedidos por Javier. Colgada sobre una pequeña colina que precedía a la elevación montañosa que hacía de parapeto en el lado norte del pueblo, indudablemente se constituía como la edificación emplazada en la parte más alta de la villa. La inglesa forzó una sonrisa ante el médico pero se sentía intranquila.

—Tenías razón, Javier —concedió.

—¿Tú dándome la razón?

—Sí... Era necesario presentarse en la iglesia. La torre podría dar nos la solución.

Javier lo ratificó con un movimiento de cabeza y se giró para ver la reacción del médico, sin embargo éste se había acercado a la fachada oriental del edificio y observaba con avidez una cruz sobre el frontón en la que parece que en tiempos había sido la fachada principal.

—¿Qué opinas? —Preguntó al agente cuando llegó hasta él.

—Es una cruz muy rara. ¿Está tronchada la parte superior?

—¿Y la parte de abajo no es muy ancha? Más que una cruz parece una persona con los brazos abiertos —apuntó el médico.

—Hay que tener en cuenta que esta parte de la iglesia es la más antigua. Seguramente sea románica —apuntó el agente—. ¿Las figuras del románico no eran esquemáticas y de poca verisimilitud?

—Este no es el caso —se entrometió Alex—. No es una persona con los brazos abiertos ni tampoco una cruz románica. Es una representación de la virgen... —De repente cayó en la cuenta—. ¡Esta podría ser la casa de la madre!

Los dos hombres la escrutaron sorprendidos.

—Trabajo en el Museo Británico, algo debo saber, ¿no? Vamos ver, sé que os dije que en la Edad Media la Iglesia relegaba a la mujer a un papel totalmente secundario, bueno no sólo en la Edad Media aunque eso es otra historia. En aquella época no todo el mundo estaba de acuerdo con esa tesis. Existían discordancias, discordancias que llevaron a muchos a la hoguera aquí, en vuestro país, y en otras naciones tan fundamentalistas como ésta.

Javier quiso protestar y el médico lo frenó para que la inglesa prosiguiera.

—En la Edad Media, poco tiempo después de las primeras Cruza das, nacieron una serie de órdenes militares, los Templarios, los Hospitalarios..., que pronto desafiaron la autoridad de Roma. Estas dos en concreto nacieron en Jerusalén y se expandieron rápidamente hacia Europa, donde les interesaba situar enviados que pudieran influir en monarcas y papas. Bien pudieron pasar por aquí, y muestra de ello es esa Diosa Madre —expuso dirigiendo la mirada hacia la figura—. Los Templarios creían en la mujer de forma distinta. De hecho, consagraban sus iglesias a la Virgen, y esculpían sus cruces con una base acampanada, como la falda de una mujer. Lo que hacían era representar de manera más o menos camuflada su devoción a la Diosa Madre.

El agente carraspeó.

—¿Quiero esto decir que tengo razón, que en la iglesia podría estar el manuscrito o, al menos, la clave para encontrarlo?

Alex sonrió.

—Sí, lo admito, aunque no por los argumentos que esgrimías. En realidad ha sido la suerte, la mera casualidad, lo que ha hecho que resolvieras este acertijo.

Los responsables de las agencias de información volvieron a conectarse. En esta ocasión comparecieron sudados, malhumorados y con un montón de papeles sobre sus mesas de trabajo; y detrás de cada uno tres o cuatro asesores tornando apuntes o tecleando en portátiles.

El director del MI6 les habló de nuevo.

—Bienvenidos señores y señora —saludó dirigiéndose a todos los congregados y en particular a la rusa Petrovna por eso de la caballerosidad británica—. Después de las palabras del comisario conocéis ya las intenciones de Al Qaeda, ahora os voy a explicar el operativo que nosotros llamarnos Avicena y que, por diversas cuestiones que no vienen al caso, se creó con unos objetivos distintos..., objetivos que ahora serán reformulados.

El comisario sabía bien a qué se refería Sawford, no era más que un eufemismo para no poner de relieve el interés del sobrino del rey en los supuestos poderes que, al parecer, posee la fórmula que contiene el documento creado por el médico persa. El director de la agencia británica continuaba enamorado del sobrino del monarca y eso les había llevado a todos a esta búsqueda sin sentido.

Mientras Eagan recordaba cómo lo introdujeron en aquella operación del MI6, Sawford explicaba quién era Avicena y qué es lo que teóricamente contiene uno de los documentos escritos por él. No dijo nada de cómo llegó a sus manos una copia del mismo, aunque el comisario sabía muy bien que había sido Hoyce quien se lo había entregado y que éste, aunque nunca desveló de dónde procedía, lo había conseguido de su padre biológico, el Duque de York. El comisario sabía que lo obtuvo fraudulentamente, pues se conducía como un arribista y un estafador sin conciencia.

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