Ezequiel Teodoro - El manuscrito de Avicena

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—Nos debe ayudar... —cortó el médico ante una mirada de sorpresa del agente del CNI.

Javier no entendía qué le estaba sucediendo al doctor, a ratos parecía violento e irritable y en otros momentos perdía completamente el interés por las cosas.

—Será mejor que me dejes a mí —sugirió—. Padre, soy agente del Centro Nacional de Inteligencia —le mostró su identificación— y estoy aquí porque una persona, la esposa de este señor —puntualizó mientras señalaba al médico—, está en peligro.

El rostro del abad ardía.

—No puedo darle muchos detalles por motivos de seguridad, como comprenderá —prosiguió Javier—. La esposa de este señor está en peligro —repitió— y para recuperarla lo único que podemos hacer es, aunque usted no pueda creerlo, hallar un lugar en el mapa. Tenemos que encontrar el Valle de Fáñez.

El agente calló unos segundos para concederle la oportunidad de hablar al abad, pero éste no se movió ni dijo palabra. Permanecía en silencio con las manos crispadas, la tensión se había instalado en su semblante.

—¿Por qué suponen que yo puedo servirles de ayuda?

—No puedo decirle mucho —advirtió el agente—. Poseemos un documento escrito aquí, en el Monasterio de Silos, hace más o menos mil años. Si alguien puede indicarnos dónde encontrar ese valle, ¿quién mejor que usted?

—Aquí se han escrito decenas de miles de libros, y varios miles más han sido comprados o vendidos en algún momento de su historia. No puedo guardar memoria de todos, ni espero que ustedes así lo crean —replicó con frialdad—. Lamento que no les haya sido de utilidad, ahora debo retirarme, acaba la hora sexta y he de llamar a los monjes para la comida.

El abad mantuvo la mano levantada señalando con decisión hacia la puerta, estaba claro que no quería que se prolongara por más tiempo aquella visita, de modo que se levantaron todos excepto Alex. Ella no se iba a retirar sin más.

—Ustedes los españoles no suelen ser tan desagradables con los visitantes, y menos aún un hombre del Señor, ¿no le parece, padre? —Dijo la inglesa con un gesto divertido en la mirada—. Javier, doctor..., creo que este hombre estaría gustoso de invitarnos a charlar. Sentémonos, por favor.

El agente la miró estupefacto. De nuevo se sentía humillado ante el ímpetu de esta mujer. El médico, algo perdido en esos instantes, no replicó y se sentó en la primera silla que había a su alcance, mientras que el monje soltaba un suspiro y expresaba su desesperación con un gesto cansado.

—Necesitamos cierta ayuda, como ha dicho mi amigo, y usted nos la va a proporcionar, porque si no... —En su cara se adivinaba una idea creciendo—, si no me encargaré de que no puedan exponer el próximo año en el Británico. —Lanzó una mirada nerviosa a Javier y al médico y se dirigió de nuevo al monje—. Estos señores no lo saben pero ustedes tienen previsto montar una exposición de arte medieval en mi museo en unos meses, será una buena oportunidad para venderse, ¿no es así?

El abad se derrumbó sobre el sillón de su escritorio.

—Sepa usted que yo dirijo el departamento que toma ese tipo de decisiones —mintió— y no me importaría tacharles de la lista.

—¿Qué quieren saber? —Concedió a la postre.

Hacía veinticuatro horas que Abdel Bari permanecía oculto en lugar seguro. Después del fracaso del Hermitage no se había atrevido a entrar en contacto con su jefe. El espía conocía perfectamente qué ocurría con aquellos que no cumplían con éxito la misión encomendada, y no tenía ninguna gana de inmolarse en un atentado para alcanzar el Paraíso. No obstante, sabía que no podía dilatar más esa llamada, le estarían esperando, y no era célebre precisamente por su paciencia.

—Señor, soy Bari. —Dijo en apenas un susurro cuando, por fin, se atrevió a abrir la conexión.

—Ah, sí, Bari. Alá el misericordioso está satisfecho con el resultado de tu misión.

El líder de Al Qaeda parecía sentirse contento, cosa que sorprendió enormemente al espía.

—¿Señor? No entiendo que...

—No te preocupes. Sé de la muerte de Maymun en el museo ruso, con todo Alá es grande y nos ha premiado con otro éxito más interesante.

Bari se sentía afortunado.

—Me alegro, señor. Alá tutela nuestros pasos.

—Cierto, cierto —su jefe se acariciaba la barbilla con un brillo de satisfacción en la mirada—, aunque a veces conviene ayudarle un poquito, ¿no te parece?

—Por supuesto... —Bari sonrió recordando alguna de esas ayudas que él le había brindado—. Señor, ¿es necesaria mi colaboración en estos momentos?

El jefe de la organización terrorista se atusó la espesa barba de chivo y cortó momentáneamente la comunicación, a continuación apretó una tecla de la mesa de su escritorio y observó la pantalla de su ordenador. En la imagen, una luz difusa lucía intermitente en un mapa de San Petersburgo, muy cerca de la comisaría de Policía.

Activó de nuevo la conexión.

—Dirígete a la comisaría y espera instrucciones.

Después colgó e introdujo una instrucción en el ordenador. En una hora Bari estallaría en el edificio que albergaba los archivos del incidente del Hermitage. Además del espía árabe, muchas otras personas morirían para que Al Qaeda pudiera borrar sus huellas en este proceso, pero Azîm el Harrak se había impuesto una máxima: actúa con discreción y sobrevivirás.

El abad del Monasterio de Silos, el padre José Alfonso Hernando, no pasaba de los cincuenta años. Apenas llevaba dos al frente de la abadía y ya se enfrentaba a una complicación que podría poner en peligro la propia supervivencia del monasterio.

—El Valle de Fáñez. Algunos de los códices más antiguos nos hablan de ese valle aquí en la provincia de Burgos, y nunca se ha encontrado nada al respecto —aseguró—. Fáñez, como ustedes sabrán, hace referencia a Alvar Fáñez, primo hermano del Cid Campeador. Fue uno de los principales capitanes del rey Alfonso VI de León, Castilla y Galicia, y a él se debe la repoblación de las zonas que iban siendo ganadas al moro en la Reconquista. Realmente creó muchos asentamientos aunque del único que se tiene constancia es de Villafañez, un pueblo del municipio de Villasabariego, en la provincia de León, a algo más de doscientos kilómetros de aquí.

Javier apuntaba todo en una pequeña libreta.

—La única referencia que puedo ofrecerles es esa diminuta aldea de León, quizá allí puedan encontrar lo que buscan —aseguró el abad dando por concluido el encuentro.

—¿No podríamos hablar con algún entendido..., quizá el bibliotecario? —Preguntó Alex, más comedida que momentos antes.

—No —se apresuró a responder el monje—. El hermano bibliotecario es muy mayor; se encuentra en cama y no puede recibir visitas. Tiene un ayudante, pero ha partido a una feria de libros... Lo lamento. —Añadió tratando de esbozar una sonrisa.

El monje se alisó el hábito con un gesto desabrido e indicó de nuevo la salida. Por ese camino no sacarían nada, admitió en su fuero interno el agente, que fue el primero en decidirse a salir.

Camino del exterior, siguieron aturdidos al hermano que les había conducido ante al abad. Javier se sentía moderadamente satisfecho por lo conseguido. Al fin y al cabo habían encontrado el nombre de una población que, según los datos de su PDA, no superaba los trescientos habitantes. Muy difícil se les debía dar para no encontrar pistas en un lugar tan pequeño, pensaba. Con todo, le había impresionado la reacción del abad. No era normal un comportamiento así por mucho que se hubieran aprovechado de la buena voluntad de los monjes para acceder a su despacho. Alex, sin embargo, estaba convencida de que detrás de las obstrucciones se escondía algo que tarde o temprano les perjudicaría.

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