Alberto Moravia - La romana
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- Название:La romana
- Автор:
- Издательство:Plaza y Janés
- Жанр:
- Год:1970
- Город:Barcelona
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He visto una vez a un loco homicida en el manicomio describir al enfermero las torturas a que lo someterían el día que cayera en sus manos, con el mismo tono, nada fanfarrón, escrupuloso y serio, con el que Astarita me susurraba sus obscenidades. En realidad, era su amor lo que me describía de aquel modo, un amor al mismo tiempo lujurioso y tétrico, que a otros hubiera podido parecer simple libido y que yo, en cambio, sabía profundo, completo y, en cierta manera, puro como cualquier otro. Como siempre, me causaba sobre todo compasión, porque en el fondo de aquellas enormidades sentía su soledad y su absoluta incapacidad para salir de ella. Dejé que se desahogara y después dije:
—No quería decírtelo, pero tú me obligas… Haz lo que creas conveniente, pero yo no puedo ser ya la de antes porque estoy encinta.
No pareció asombrarse; ni siquiera se desvió un segundo de su idea fija:
—Bien, ¿y eso qué tiene que ver?
Le había revelado mi estado más que nada para consolarlo de mi negativa. Pero mientras hablaba me di cuenta de que decía realmente lo que estaba pensando y que mis palabras procedían del corazón:
—Cuando me conociste quería casarme… y no fue culpa mía no poder hacerlo.
Seguía rodeándome la cintura con el brazo, pero ahora lo hacía con más flojedad. Esta vez se apartó del todo de mí y dijo:
—¡Maldito sea el día que te encontré!
—¿Por qué? Me has amado.
Escupió a un lado y repitió:
—¡Maldito sea el día que te encontré y maldito el día que nací!
No gritaba ni parecía expresar ningún sentimiento violento. Hablaba con calma y convicción.
—Tu amigo no tiene nada que temer. No se ha transcrito ningún interrogatorio ni se han tenido en cuenta sus informaciones… En los documentos sigue apareciendo nada más como un político peligroso… Adiós, Adriana.
Me había quedado junto a la ventana y le devolví el saludo mirándolo mientras se alejaba. Cogió el sombrero de encima de la mesa y salió sin volverse.
Inmediatamente se abrió la puerta que daba a la cocina y apareció Mino con el revólver en la mano. Lo miré atónita, vacía, sin decir nada.
—Estaba decidido a matar a Astarita —dijo sonriendo—. ¿Crees que me importaba de verdad que mi interrogatorio desapareciera?
—¿Y por qué no lo has hecho? —pregunté.
Mino movió la cabeza:
—Ha maldecido el día en que nació… Dejémosle maldecir unos años más.
Me daba cuenta de que había algo que me angustiaba, pero por muchos esfuerzos que hiciese, no lograba ver qué era.
—De todos modos —dije—, he obtenido lo que quería… En los documentos no aparece nada.
—Ya lo he oído —me interrumpió—. Lo he oído todo. Estaba detrás de la puerta entreabierta… También he visto que es un hombre valiente. Le ha soltado a Sonzogno dos bofetadas realmente magistrales… Hasta en el modo de dar bofetadas hay maneras y maneras y ésas han sido unas bofetadas de superior a inferior, de amo, o de quien se cree amo, a criado… ¡Y cómo las ha aguantado ese Sonzogno! ¡No ha respirado siquiera!
Se echó a reír y se volvió a meter el revólver en el bolsillo.
Me sentí un tanto desconcertada al oír aquel singular elogio de Astarita y pregunté insegura:
—¿Y qué crees que hará Sonzogno?
—¡Bah! ¿Quién sabe?
Había anochecido y la sala estaba sumida en una densa penumbra. Mino se inclinó sobre la mesa, encendió la lámpara de contrapeso y se hizo la oscuridad alrededor de la lámpara. Sobre la mesa estaban las gafas de mi madre y las cartas con las que hacía solitarios. Mino se sentó, cogió las cartas y las miró. Después dijo:
—¿Quieres que juguemos una partida hasta el momento de cenar?
—¡Qué idea! —exclamé—. ¿Una partida de cartas?
—Sí, a la brisca… Anda, ven.
Obedecí. Me senté delante de él y cogí maquinalmente las cartas que me daba. Tenía la cabeza confusa y las manos me temblaban sin saber por qué. Empecé a jugar. Las figuras de la baraja me parecían tener un carácter maligno y poco tranquilizador: la sota de pique, negra, siniestra, con el ojo negro y una flor negra en la mano; la reina de corazones, lujuriosa, deshecha, encendida; el rey de cuadros, panzudo, frío, impasible, inhumano. Al jugar me parecía que entre nosotros había una apuesta muy importante, pero ignoraba cuál era. Me sentí mortalmente triste y de vez en cuando, sin dejar el juego, exhalaba un breve suspiro para comprobar si seguía el peso que me oprimía el pecho. Y me daba cuenta que no sólo no había desaparecido, sino que iba en aumento.
Minó ganó la primera partida y la segunda.
—Pero, ¿qué te pasa? —me preguntó mientras barajaba—. Juegas realmente mal.
Dejé las cartas y exclamé:
—No me atormentes así, Mino… Verdaderamente no me encuentro en el estado de ánimo necesario para jugar.
—¿Por qué?
—No lo sé.
Me levanté y di unos pasos por la sala retorciéndome furtivamente las manos. Después propuse:
—Vamos a mi cuarto, ¿quieres?
—Vamos.
Pasamos al recibidor y allí, en la oscuridad, él me cogió por la cintura y me besó en el cuello. Entonces, quizá por primera vez en mi vida, me pareció considerar el amor como él lo consideraba: un medio para aturdirse y no pensar, ni más agradable ni más importante que cualquier otro medio. Le cogí la cabeza entre las manos y lo besé con furor. Y así, abrazados, entramos en mi cuarto. Estaba sumergido en la oscuridad, pero no lo noté. Un resplandor rojo como la sangre me llenaba los ojos y cada uno de nuestros gestos tenía el resplandor de una llama que flameara rápida y repentina escapando del incendio que nos abrasaba.
Hay momentos en los que parece que vamos con un sexto sentido difundido por todo el cuerpo y las tinieblas se nos hacen familiares como la luz del sol. Pero es una visión que no va más allá de los límites del contacto físico, y todo lo que yo podía ver eran nuestros dos cuerpos proyectados en la noche, como, por una negra resaca, los cuerpos de dos ahogados arrojados a un guijarral.
De pronto me encontré tendida en el lecho, con la luz de la lámpara reflejada en mi vientre desnudo. Apretaba los muslos, no sé si por frío o por vergüenza, y con ambas manos me cubría el regazo. Mino me contemplaba y dijo:
—Ahora tu vientre se hinchará… Se hinchará más cada mes y un día el dolor te obligará a abrir estas piernas que ahora cierras tan celosamente, y la cabeza del niño, ya con cabellos, se asomará, y tú lo empujarás a la luz y lo cogerán y te lo pondrán en los brazos… Y tú estarás contenta y habrá otro hombre en el mundo… Esperemos que no tenga que decir lo de Astarita.
—¿Qué?
—«Maldito sea el día que nací.»
—Astarita es un desgraciado —repuse—, pero yo estoy segura de que mi hijo será feliz y afortunado.
Después me envolví en la colcha y creo que me adormecí. Pero el nombre de Astarita había despertado en mi ánimo el sentido de angustia que había experimentado después de su partida. De pronto oí una voz desconocida que me gritaba al oído, con fuerza: «Pam, pam», como cuando se quiere imitar el ruido de dos disparos de revólver, y de un salto me senté en la cama, con un vivísimo movimiento de susto y ansiedad. La lámpara seguía encendida. Bajé de prisa del lecho y fui a la puerta para asegurarme de que estaba bien cerrada. Pero tropecé con Mino que, completamente vestido, estaba de pie junto a la puerta, fumando. Confusa, volví al lecho y me senté al borde.
—¿Qué te parece? —pregunté—. ¿Qué hará Sonzogno?
Me miró y dijo:
—¿Cómo puedo saberlo?
—Yo lo conozco —dije logrando por fin traducir en palabras la angustia que me oprimía—. No quiere decir nada que se haya dejado empujar hasta la puerta sin decir palabra… Es capaz de matarlo… ¿Qué crees?
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