Alberto Moravia - La romana

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La romana: краткое содержание, описание и аннотация

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Un clásico del realismo italiano. La Roma de Mussolini es el telón de fondo de la caída moral de una muchacha sencilla y bienintencionada.

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—Los destruirá, no lo dudes.

—Pero ¿y si no quisiera más que con esa condición?

Estábamos en la escalera. Me detuve y dije:

—Entonces haré lo que tú quieras.

Mino me cogió entonces por la cintura y dijo lentamente:

—Pues bien, lo que yo quiero es que hagas venir a Astarita y con el pretexto del amor lo lleves a tu cuarto… Yo lo esperaré detrás de la puerta y cuando entre lo mataré de un disparo… Después, lo meteremos debajo de la cama y el amor lo haremos nosotros durante toda la noche.

Por primera vez le brillaban los ojos, libres de la niebla opaca que se los había oscurecido durante todos aquellos días. Me asusté, porque me daba cuenta de que había una lógica en su propuesta y porque ya me esperaba desgracias cada vez mayores y más definitivas y aquel delito tenía todo el aspecto de poder ocurrir.

—Misericordia, Mino —exclamé—. No lo digas ni en broma.

—Ni en broma —repitió—. Es verdad, estaba bromeando.

Pensé que, al fin y al cabo, a lo mejor no había bromeado, pero me tranquilizó el pensamiento de que el revólver con el que hubiera podido actuar estaba descargado sin que él lo supiera.

—Cálmate —continué—. Astarita hará lo que yo quiera. Pero no vuelvas a hablar de ese modo, pues me has asustado.

—Ahora ya no vamos a poder ni bromear —dijo frívolamente mientras entrábamos en casa.

Cuando estuvimos en la sala noté que una repentina vacilación se había adueñado de él. Empezó a pasear de un lado para otro, con las manos en los bolsillos, como de costumbre. Pero con un movimiento diferente, más enérgico del habitual, y con una expresión en el semblante que parecía delatar una profunda y lúcida reflexión y no el acostumbrado disgusto o la apatía de siempre. Atribuí el cambio a la tranquilidad de saber que, sin duda muy pronto, los documentos comprometedores habrían sido destruidos y acogiendo una vez más la esperanza en el corazón, dije:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Él se estremeció profundamente, me miró como si no me reconociera y repitió de un modo maquinal:

—Ya verás cómo todo sale bien.

Yo había enviado fuera de casa a mi madre con el pretexto de las compras para la cena. De pronto me sentí optimista. Pensé que realmente todo iría bien y quizá mucho mejor de lo que esperaba. Astarita haría lo que yo le pidiera, si no lo había hecho ya, y día a día Mino se alejaría de sus remordimientos, recobraría el gusto de vivir y empezaría a mirar de nuevo con confianza el futuro. Es un rasgo común a todos los hombres conformarse con sobrevivir en el tiempo de la desventura, pero cuando parece que el viento cambia, empiezan a tramar planes más lejanos y ambiciosos. Dos días antes me parecía que hubiera sido capaz de alejarme de Mino con tal de saber que era feliz, pero ahora que me hacía la ilusión de poder devolverle esa felicidad, no sólo no pensaba más en dejarlo, sino que estudiaba el modo de unirlo más a mí. Me impulsaba a maquinar estos planes no un cálculo de la inteligencia, sino un impulso oscuro de mi alma que siempre quiere esperar y no soporta mucho tiempo la mortificación y el dolor.

Me pareció que, tal como estaban las cosas, no había para nosotros más que dos soluciones: o nos separábamos o nos ligábamos para toda la vida, y como no quería siquiera pensar en la primera alternativa, se me ocurrió preguntarme si no habría algún medio de precipitar la segunda. No me gusta mentir y creo que puedo contar entre mis escasas cualidades con una sinceridad a veces incluso excesiva. Si entonces mentí a Mino, se debe al hecho de que en aquel momento no me pareció mentir, sino, por el contrario, decir la verdad. Una verdad más verdadera que la verdad misma, una verdad según el alma y no de acuerdo con los hechos materiales. Por lo demás, no pensé nada; fue, a lo sumo, una especie de inspiración.

Mino estaba paseando como de costumbre de un lado para otro y yo estaba sentada a la cabecera de la mesa. De pronto le dije:

—Oye… Párate… Tengo que decirte una cosa.

—¿Qué?

—Hace tiempo que no me sentía bien… Días pasados fui al médico… Estoy encinta.

Se detuvo, me miró y repitió:

—¿Encinta?

—Sí… y estoy absolutamente segura de que has sido tú.

Mino era inteligente y aunque no pudiera intuir que yo estaba mintiendo, comprendió en seguida y perfectamente el objeto de mi anuncio. Cogió una silla, se sentó a mi lado, me acarició afectuosamente la cara y dijo:

—Supongo que ésta debería ser una razón más, la razón por excelencia, para hacerme olvidar lo sucedido y seguir adelante, ¿no es así?

—¿Qué quieres decir? —pregunté fingiendo no entenderlo.

—Voy a convertirme en padre de familia —prosiguió—. Lo que no quería hacer por amor a ti, tendré que hacerlo, como decís las mujeres, por esa criatura.

—Haz lo que quieras —dije encogiéndome de hombros—. Te lo he dicho porque es verdad, y nada más.

—Un hijo, al fin y al cabo —prosiguió con su tono reflexivo, como pensando en voz alta—, puede ser una razón de vida.

Muchos, casi todos, no piden más. Un hijo es una buena justificación. Hasta se puede robar y matar por un hijo.

—Pero ¿quién te pide que robes ni que mates? —interrumpí, indignada—. Solamente te pido que estés contento… Si no lo estás, paciencia.

Me miró y volvió a acariciarme la mejilla con afecto:

—Si tú estás contenta, yo también lo estoy. ¿Estás contenta tú?

—Yo sí —repuse con firmeza y orgullo—. En primer lugar porque los niños me gustan y después porque lo tengo de ti.

Se echó a reír y dijo:

—Eres astuta tú…

—¿Por qué soy astuta? ¿Qué astucia hay en estar encinta?

—Ninguna… Pero tienes que reconocer que en este momento, en estas circunstancias, es un bonito golpe… Estoy encinta y por lo tanto…

—¿Por lo tanto…?

—Por lo tanto tienes que aceptar lo que has hecho —gritó de pronto con una voz muy fuerte poniéndose de pie y agitando los brazos—. ¡Tienes que vivir, vivir, vivir!

No es posible describir el tono de su voz. Experimenté una opresión atroz en el corazón y los ojos se me llenaron de lágrimas. Balbucí:

—Haz lo que quieras… Si quieres dejarme, déjame… Yo me iré de aquí.

Pareció arrepentirse de su brusquedad, se acercó a mí y me acarició otra vez diciendo:

—Perdóname… No hagas caso de lo que digo… Piensa en tu hijo y no te preocupes de mí.

Le cogí una mano y me la pasé por la cara bañándola con mis lágrimas y balbuciendo:

—Oh, Mino, ¿cómo puedo no preocuparme de ti?

Así permanecimos un rato en silencio. Él estaba de pie a mi lado, yo me apretaba su mano en la cara, la besaba y lloraba. Entonces oímos sonar el timbre de la puerta.

Mino se apartó de mí y me pareció que se ponía muy pálido, pero de momento no supe explicarme el motivo ni me preocupé de preguntárselo. Me levanté diciéndole:

—Vete… Aquí está Astarita… Pronto, sal.

Salió por la cocina, dejando la puerta entreabierta. Me enjugué apresuradamente los ojos, volví a poner en su sitio las sillas y fui al recibidor. Me sentía otra vez perfectamente tranquila y segura de mí misma, y en la oscuridad del recibidor llegué a pensar que podía decir a Astarita que me hallaba encinta. Así me dejaría en paz y si no quería hacerme por amor el favor que le pedía, lo haría por piedad.

Abrí la puerta y di un paso atrás. En vez de Astarita, en el umbral estaba Sonzogno.

Llevaba las manos en los bolsillos y al gesto, casi instintivo, que hice de intentar cerrar la puerta, él se opuso abriéndola del todo con un ligero empujón y entró. Yo lo seguí hasta la sala. Se situó junto a la mesa, en la parte que daba a la ventana. Como de costumbre, iba sin sombrero, y apenas entré, sentí sobre mí aquellos ojos fijos y obstinados. Cerré la puerta y pregunté, fingiendo indiferencia:

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