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Alberto Moravia: La romana

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Alberto Moravia La romana

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Un clásico del realismo italiano. La Roma de Mussolini es el telón de fondo de la caída moral de una muchacha sencilla y bienintencionada.

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Alberto Moravia

La romana

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

A los dieciséis años, yo era una verdadera belleza. Mi rostro tenía un óvalo perfecto, estrecho en las sienes y un poco ancho abajo, los ojos rasgados, grandes y dulces, la nariz recta, en una sola línea con la frente, la boca grande con los labios bellos, rojos y carnosos y, si me reía, mostraba unos dientes regulares y muy blancos. Mi madre solía decirme que parecía una virgen. Yo me di cuenta de que me parecía a una actriz de cine, muy de moda entonces, y empecé a peinarme igual que ella. Mi madre decía que, si mi cara era bonita, mi cuerpo era cien veces más bello. Un cuerpo como el mío, según ella, no se encontraba en toda Roma. Pero entonces yo no me preocupaba de mi cuerpo, me parecía que toda la belleza estaba en la cara, pero hoy puedo afirmar que mi madre tenía razón. Mis piernas eran firmes y derechas, las caderas redondas, el tronco largo, estrecho en la cintura y ancho en los hombros. Tenía el vientre, como siempre lo he tenido, un poco prominente, con el ombligo que casi no se veía de tan hundido como estaba en la carne; pero mi madre decía que eso era más bonito aún, porque el vientre debe ser un poco salido, y no liso como hoy se usa. También era prominente mi pecho, duro y alto, capaz de mantenerse sin necesidad de sostén, y lo mismo que con el vientre, si me lamentaba de que mi pecho era demasiado voluminoso, mi madre replicaba que era hermoso de veras y que el pecho de las mujeres, hoy día, no vale nada. Desnuda, como se me hizo notar más tarde, aparecía corpulenta y llena, formada como una estatua, pero vestida parecía una muchachita menuda y nadie hubiera podido pensar que estaba hecha de aquel modo. Aquello dependía de la proporción de las partes, como me dijo el pintor para el cual empecé a posar.

Fue mi madre quien me encontró aquel pintor. Antes de casarse y ser camisera, mi madre había sido modelo; un pintor había ido a encargarle unas camisas y ella, recordando su viejo oficio, le propuso hacerme posar.

La primera vez que fui a casa del pintor, mi madre se empeñó en acompañarme, por más que protesté de que podía perfectamente ir sola. Sentía vergüenza, no tanto por el hecho de tener que desnudarme ante un hombre por primera vez en mi vida, como por las cosas que preveía que mi madre diría para incitar al pintor a hacerme trabajar. Y, en efecto, después de haberme ayudado a quitarme el vestido por la cabeza y haberme dejado completamente desnuda de pie en medio del estudio, mi madre empezó a decir acaloradamente al pintor: «Pero fíjese ¡qué pecho… qué caderas… fíjese en las piernas…! ¿Dónde encontraría usted un pecho, unas caderas, unas piernas como éstas?» Y mientras decía estas cosas me tocaba, como se hace con las bestias para atraer a los compradores en el mercado. El pintor reía, yo me avergonzaba y, como era invierno, sentía mucho frío. Pero comprendía que no había malicia en mi madre y que ella estaba realmente orgullosa de mi belleza porque me había traído al mundo y, si yo era hermosa, a ella se lo debía. También el pintor parecía comprender los sentimientos de mi madre y reía sin malicia, afectuosamente, de modo que pronto sentí confianza y, venciendo mi timidez, fui acercándome de puntillas a la estufa para calentarme.

Aquel pintor podía tener unos cuarenta años y era un hombre grueso, de aspecto alegre y pacífico. Yo sentía que él me miraba sin deseo, como un objeto, y esto me producía una sensación de seguridad. Más tarde, cuando me conoció mejor, me trató siempre con cortesía y respeto, no como a un objeto, sino como a una persona. Experimenté pronto una gran simpatía por él y hasta hubiera podido enamorarme por gratitud, sólo porque era tan educado y afectuoso conmigo. Pero nunca me dio demasiadas familiaridades. Siempre me trataba como pintor y no como hombre. Y nuestras relaciones siguieron siendo, durante todo el tiempo en que posé para él, correctas y distantes como el primer día.

Cuando mi madre acabó de alabarme, el pintor, sin decir palabra, se dirigió a unos cartapacios que tenía amontonados en una silla y, después de haberlos hojeado, sacó una lámina de color y la enseñó a mi madre diciendo en voz baja:

—Ésta es tu hija.

Me aparté de la estufa para ver también la lámina. Representaba una mujer desnuda echada en un lecho cubierto con ricas telas. Tras la cama había una cortina de terciopelo y, como suspensos en el aire, entre los pliegues de la cortina, dos cupidos con alas parecidos a dos ángeles. La mujer, efectivamente, se parecía a mí; sólo que, aunque estuviera desnuda, por aquellas telas y unos anillos que llevaba en los dedos, se comprendía que debía de haber sido una reina o algún otro personaje importante, mientras que yo no era más que una muchacha del pueblo. Al principio, mi madre no comprendió y miró desconcertada la lámina. Después, de pronto, pareció ver la semejanza y exclamó jadeante:

—Justo, es ella… Ya ve como tenía razón… ¿Y quién es ésta?

—Es Dánae —contestó el pintor, sonriendo.

—¿Quién es Dánae?

—Dánae… Una divinidad pagana.

Mi madre, que se esperaba un nombre de persona que hubiera existido de verdad, quedó desorientada y, para ocultar su confusión, se puso a decirme que debía ponerme como el pintor me dijera, tendida, por ejemplo, como la figura de la lámina, o en pie, o también sentada, y estarme quieta todo el tiempo que él estuviera pintando. El pintor aseguró, riendo, que mi madre sabía más que él; e, inmediatamente, mi madre, lisonjeada, empezó a hablar de cuando era modelo y la conocía toda Roma como una de las modelos más bellas, y del enorme daño que se había hecho a sí misma casándose y dejando aquel oficio. El pintor, entre tanto, me había hecho tenderme sobre un sofá y me había colocado en pose. Él mismo me doblaba los brazos y las piernas en la actitud que deseaba, pero con una suavidad reflexiva y abstraída, sin tocarme apenas, como si ya me hubiera visto del modo que quería retratarme. Después, mientras mi madre seguía parloteando, se puso a trazar los primeros rasgos en una tela blanca dispuesta sobre un caballete. Mi madre se dio cuenta de que el pintor ya no la escuchaba, absorto como estaba en retratarme, y le preguntó:

—¿Y cuánto piensa pagarle a esta hija mía por cada hora de trabajo?

Sin apartar los ojos de la tela, el pintor dijo una cifra. Mi madre cogió mis vestidos que yo había colocado en una silla y me los echó encima ordenándome:

—Hala, vístete… Es mejor que nos vayamos.

—¿Puede saberse qué te pasa? —preguntó el pintor, asombrado, dejando de dibujar.

—Nada, nada —repuso mi madre fingiendo mucha prisa—. Vamos, Adriana… Tenemos aún muchas cosas que hacer.

—Pero, en fin —dijo el pintor—. Si tienes alguna propuesta que hacer, hazla… ¿Qué líos te traes?

Entonces, mi madre empezó a discutir, chillando con fuerza y diciendo al pintor que estaba loco si pensaba pagarme tan poco, que yo no era una de esas modelos ya viejas a las que nadie quiere, que tenía dieciséis años y era la primera vez que posaba. Cuando quiere obtener algo, mi madre grita siempre y de veras parece encolerizada. Pero, en realidad, no se enfada, y yo, que la conozco bien, sé que está tranquila como una balsa de aceite. Pero grita como lo hacen las mujeres en el mercado cuando un comprador les ofrece demasiado poco. Y grita, sobre todo, con la gente educada, porque sabe que, precisamente por educación, siempre acaban cediendo.

Y el pintor cedió también. Mientras chillaba mi madre, él sonreía y, de vez en cuando, hacía un ademán como para pedir la palabra. Por último, mi madre se detuvo a respirar y recobrar aliento y el pintor preguntó nuevamente cuánto quería. Pero mi madre no lo dijo inmediatamente. De una manera inesperada gritó:

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