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Alberto Moravia: La romana

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Alberto Moravia La romana

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Un clásico del realismo italiano. La Roma de Mussolini es el telón de fondo de la caída moral de una muchacha sencilla y bienintencionada.

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Un día, mi madre me dijo que había hablado con aquel director y que él la había animado a llevarme a verlo. Fuimos por la mañana al hotel en el que se alojaba el director con toda la compañía. Recuerdo que el hotel era un palacio viejo y enorme próximo a la estación. Era casi mediodía, pero los pasillos estaban todavía oscuros. El tufo del sueño, incubado en cien habitaciones, llenaba el aire y cortaba el aliento. Recorrimos varios de aquellos pasillos y, por fin, encontramos una especie de antesala oscura en la que tres bailarinas y un músico sentado ante un piano hacían ejercicio en aquella penumbra como si estuvieran en el escenario. El piano estaba en un rincón, junto a la puerta de vidrios esmerilados del retrete y en el rincón opuesto había un gran montón de sábanas sucias.

El músico, un viejo macilento, tocaba de memoria y, según me pareció, como pensando en otra cosa o tal vez durmiendo. Las tres bailarinas eran jóvenes y se habían quitado los corpiños, quedándose sólo con la falda, con el pecho y los brazos desnudos. Se cogían unas a otras por la cintura y cuando el pianista tocaba, avanzaban juntas hacia el montón de sábanas sucias, levantando las piernas, haciéndolas oscilar primero a la derecha y después a la izquierda y, por último, con un gesto provocativo que en aquel sitio oscuro y mezquino parecía extraño, volviéndose y moviendo con fuerza las nalgas.

Al mirarlas y sentirlas llevar el ritmo con los pies, con un ruido fuerte y sordo en el suelo, sentí que me faltaba el ánimo. Realmente, sabía que por largas y fuertes que tuviera las piernas no había en mí ninguna disposición para la danza. Con otras dos amigas mías había recibido ya algunas lecciones de baile en una escuela de mi barrio. Ellas, al cabo de poco tiempo, sabían ya seguir el ritmo y mover las piernas y las caderas como dos bailarinas expertas, pero yo me arrastraba como si de cintura para abajo fuera de plomo. Estaba segura de no ser como las otras chicas; sentía en mí algo de pesado y macizo que ni la música conseguía soltar. Además, las pocas veces que había bailado, al sentir que un brazo me ceñía la cintura me venía una especie de languidez y abandono, de manera que, en vez de mover las piernas, no hacía más que arrastrarlas.

Incluso el pintor me lo había dicho: «Tú, Adriana, deberías haber nacido cuatro siglos antes… entonces, gustaban las mujeres como tú… pero hoy, que están de moda las delgadas, eres como un pez fuera del agua… Dentro de cuatro o cinco años serás monumental.» Se equivocaba en esta previsión porque, todavía hoy, cuando los cinco años ya han pasado, no soy ni más gruesa ni más monumental que entonces, pero tenía razón al decir que yo no debía haber nacido en esta época de mujeres delgadas. Sufría con mi incapacidad y me hubiera gustado adelgazar y bailar bien como las demás muchachas. Pero, por poco que comiera, seguía siendo maciza como una estatua y, al bailar, no conseguía coger los ritmos saltarines y rápidos de la música moderna.

Todas estas cosas se las dije a mi madre porque estaba segura de que la visita al director de variedades no podía menos de ser un fracaso y me humillaba la idea de que me rechazaran. Pero mi madre se puso en seguida a gritar que yo era, con mucho, más guapa que todas aquellas desgraciadas que se exhibían en escena y que el director tenía que dar las gracias al cielo por tener la oportunidad de recibirme en su compañía y otras cosas por el estilo. Mi madre no entendía nada de la belleza moderna y creía de buena fe que una mujer es tanto más bella cuanto más abundante tiene el pecho y más redondas las caderas.

El director nos aguardaba en una habitación que daba a la antesala. Supongo que desde allí, con la puerta abierta, vigilaría los ejercicios de las bailarinas. Estaba sentado en una butaca a los pies de la cama deshecha. En la cama había una bandeja con el café y en aquel momento él acababa el desayuno. Era grueso y viejo, pero afeitado, perfumado y vestido con una elegancia flamante que, entre todas aquellas sábanas revueltas, en aquella penumbra y en aquel olor a cerrado, producía un singular efecto. Tenía una cara rozagante, que hasta me pareció pintada porque, bajo el color rojo de las mejillas apuntaban unas manchas desiguales, oscuras y malsanas. Llevaba un monóculo y movía continuamente los labios, jadeando y mostrando unos dientes de una blancura excesiva que hacía pensar en una dentadura postiza.

Como ya he dicho, iba vestido con mucha elegancia. Recuerdo, sobre todo, su corbata con lazo de mariposa del mismo color y con el mismo dibujo que el pañuelo que le salía del bolsillo superior. Estaba sentado, con el vientre entre las piernas, y cuando hubo terminado de comer se secó los labios y dijo con voz aburrida y casi lamentosa:

—Bueno, enséñame las piernas.

—Enseña las piernas al señor director —repitió mi madre, ansiosa.

Después de haber pasado por los estudios de pintores, nada me daba vergüenza, así que me levanté las faldas y enseñé las piernas, quedándome quieta con los bordes de la falda entre las manos y las piernas descubiertas. Tengo unas piernas muy bonitas, altas, derechas, juntas; sólo que, un poco más arriba de las rodillas, los muslos se desarrollan de una manera insólita, redondos y pesados, y no dejan de ensancharse hasta el arranque de las caderas. El director movió la cabeza, contemplándome, y después preguntó:

—¿Cuántos años tienes?

—Ha cumplido dieciocho en agosto —respondió rápidamente mi madre.

El director no dijo nada, se levantó y, jadeando, fue hasta un gramófono que había sobre la mesa, entre papeles y trapos. Dio vueltas a la manivela, escogió cuidadosamente un disco y lo puso en el aparato. Hecho esto, me dijo:

—Ahora, intenta bailar con esta música… pero manteniendo la falda levantada.

—Sólo ha recibido unas lecciones de baile —explicó mi madre.

Sabía que aquélla iba a ser la prueba decisiva y, conociendo mi torpeza, temía el resultado del examen.

Pero el director le hizo una seña con la mano, como para obligarla a callarse, puso la música y, con otro gesto, me invitó a bailar. Comencé a bailar como me había dicho, teniendo la falda levantada. En realidad, apenas movía las piernas hacia un lado y hacia otro, de una manera blanda y pesada, y me daba cuenta de que estaba moviéndolas sin seguir el ritmo. El director se había quedado de pie junto al gramófono, con los codos en la mesa y la cara vuelta hacia mí. De pronto, cerró el gramófono y volvió a sentarse en la butaca, haciendo al mismo tiempo un gesto bastante claro en dirección a la puerta.

—¿No va bien? —preguntó mi madre, ya agresiva.

Él respondió sin mirarla mientras buscaba en sus bolsillos la petaca de cigarrillos:

—No, no va bien.

Yo sabía que cuando mi madre hablaba con un determinado tono de voz estaba a punto de pelea y por eso le tiré de la manga. Pero ella me rechazó de un empellón y, fijando en el director dos ojos llameantes, repitió en voz más alta:

—¿Con que no va bien, eh? ¿Y puede saberse por qué?

El director, que ya había dado con los cigarrillos, buscaba ahora los fósforos. Era corpulento y cada gesto debía de costarle una gran fatiga. Contestó tranquilamente, aunque jadeando:

—No va bien porque no tiene disposición para la danza y, además, porque no tiene el físico que se requiere.

En este punto, como yo me temía, mi madre empezó a gritar sus habituales argumentos. Que yo era una verdadera belleza, que mi cara era como la de una Virgen, que mirara qué pecho, qué piernas, qué caderas. Sin moverse, el director encendió el cigarrillo y esperó, fumando y mirándola, que mi madre hubiera acabado. Entonces, dijo con su voz cansada y lamentosa:

—Es posible que tu hija, dentro de unos años sea una buena ama de cría… pero bailarina, nunca.

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