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Alberto Moravia: La romana

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Alberto Moravia La romana

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Un clásico del realismo italiano. La Roma de Mussolini es el telón de fondo de la caída moral de una muchacha sencilla y bienintencionada.

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—¿Dónde quiere que la lleve? —preguntó cerrando la portezuela.

Dije la dirección de un estudio. Noté que tenía una voz suave y me pareció que me gustaba, aunque no pude por menos de notar en ella un algo falso y amanerado. Él propuso:

—Bueno, primero daremos una vuelta… Al fin y al cabo, es temprano… Después, la acompañaré adonde quiera.

El coche arrancó.

Salimos de mi barrio corriendo por el paseo suburbano paralelo a las murallas, recorrimos una larga calle flanqueada por casuchas y almacenes, y por último, salimos al campo. Aquí empezó a correr como un loco por una gran recta, entre dos hileras de plátanos. De vez en cuando, sin volverse, me decía señalando el cuentakilómetros:

—Estamos llegando a los ochenta… los noventa… los cien… los ciento veinte… los ciento treinta.

Quería impresionarme con la carrera, pero yo estaba preocupada sobre todo porque tenía que ir a posar y temía que por cualquier accidente el coche hubiera de detenerse en pleno campo. De pronto, frenó, de golpe, paró el motor y se volvió hacia mí.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciocho —contesté.

—Dieciocho… Creí que tenía más.

Realmente su voz era amanerada y, a veces, para subrayar alguna palabra, bajaba de tono, como si hablara consigo mismo o estuviera confiando un secreto.

—¿Y cómo se llama…?

—Adriana. ¿Y usted? —Gino.

—¿Y a qué se dedica? —pregunté.

—Soy comerciante —repuso sin vacilar.

—¿Y es suyo este coche?

Miró el coche con una especie de desdén y declaró:

—Sí, es mío.

—No lo creo —repliqué con franqueza.

—No lo cree… ¡Vaya! —repitió sin alterarse, bajando la voz, con un tono asombrado y burlón—. ¡Vaya…!

-¿Y por qué?

—Usted es el chofer.

Demostró aún más su irónico asombro:

—Realmente, me dice usted cosas extraordinarias… Mira, mira, mira… El chofer… ¿Y qué se lo hace pensar?

—Sus manos.

Se miró las manos, sin enrojecer ni confundirse; y dijo:

—Bueno, no puede ocultársele nada a la señorita… ¡Qué mirada tan penetrante! Es verdad, soy el chofer… ¿Y qué? ¿Está bien así?

—No, no está bien —repliqué con dureza—. Y le ruego que me lleve inmediatamente a la ciudad.

—Pero si estaba bromeando… ¿O es que ya no puede uno ni bromear?

—No me gustan esas bromas.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué mal carácter! Y yo que pensaba: «Es posible que esta señorita sea alguna princesa. Si llega a descubrir que yo soy sólo un pobre chofer, no vuelve a mirarme a la cara… Bueno, digámosle que soy un comerciante.»

Estas palabras eran muy astutas porque me halagaban y, al mismo tiempo, me daban a entender sus sentimientos para conmigo. Por otra parte, las pronunció con una gracia tan fatua que acabó conquistándome. Respondí:

—No soy una princesa… Hago de modelo para vivir como usted hace de chofer.

—¿Qué es eso de que hace de modelo?

—Voy a los estudios de los pintores, me desnudo y los pintores pintan o dibujan mi cuerpo.

—¿Y usted tiene madre? —preguntó con énfasis.

—Claro… ¿Por qué?

—¿Y su madre le permite ponerse desnuda delante de unos hombres?

Nunca había pensado que en mi oficio hubiera algo malo, como efectivamente no lo había, pero me gustaba que aquel hombre tuviera aquellos sentimientos que denotaban seriedad y sentido moral. Como ya he dicho, yo deseaba una vida normal, y él, en su falsedad, había intuido perfectamente (aun ahora ignoro cómo pudo comprenderlo) qué cosas debía decirme y cuáles debía callarse. No pude por menos de pensar que cualquier otro se hubiera burlado de mí o hubiese manifestado no sé qué excitación a la idea de mi desnudez. Así, la primera idea que su mentira me había sugerido se me modificó sin darme cuenta y pensé que, al fin y al cabo, debía ser un buen muchacho, serio y honesto, precisamente como en mis sueños veía al hombre que deseaba como marido.

Le dije con sencillez:

—Pues es mi madre quien me ha conseguido este trabajo.

—Esto significa que no la quiere mucho.

—No —protesté—. Mi madre me quiere, pero también ella, de joven, hizo de modelo… Y, además, le aseguro que no hay nada malo en ello… Muchas otras como yo hacen el mismo oficio y son chicas serias.

Movió la cabeza, con un gesto como de imprecación y después, poniendo una mano en la mía, dijo:

—Sepa que me ha gustado mucho conocerla…

—A mí también —dije con ingenuidad.

En aquel momento experimenté una especie de impulso que me llevaba a él y casi esperé que me besara. Estoy segura de que si me hubiese besado, yo no habría protestado pero dijo con voz seria y protectora:

—Desde luego, si dependiera de mí usted no sería modelo.

Me sentí un poco víctima y experimenté un sentimiento de gratitud hacia él.

—Una chica como usted —siguió diciendo— debe estar en casa y si es necesario trabajar… pero un trabajo honesto, que no la ponga nunca en situación de sacrificar su propio honor… una chica como usted debe casarse, poner un hogar, tener hijos y estar con su marido.

Eran precisamente las cosas que pensaba yo y no sé decir lo contenta que estaba de que él pensara, o pareciera pensar, lo mismo.

—Tiene razón —dije—. Pero aun así no debe pensar mal de mi madre… Ha querido que fuera modelo porque me quiere bien.

—Pues nadie lo diría —repuso con una seriedad entre apiadada e indignada.

—Sí, me quiere bien. Usted no puede comprender ciertas cosas.

Seguimos hablando así, sentados tras el cristal del parabrisas en el coche parado en la carretera. Recuerdo que era mayo, con un aire suave y las sombras juguetonas de los plátanos sobre la carretera hasta perderse de vista. No pasaba nadie, excepto algún coche a gran velocidad, de vez en cuando; también estaba desierto el campo en derredor, verde y lleno de sol. Por último, Gino miró el reloj y dijo que iba a llevarme a la ciudad. En todo aquel tiempo no me había tocado más que una mano una vez. Yo había esperado que, por lo menos, intentara besarme, y me sentí al mismo tiempo desilusionada y satisfecha de su discreción. Desilusionada, porque me gustaba y no podía menos de mirar una y otra vez su boca roja y fina, y satisfecha, porque me confirmaba en la idea de que era un joven serio como yo deseaba que fuese.

Me acompañó hasta el estudio y me dijo que a partir de aquel día, si me encontraba a una hora determinada en la parada del tranvía, me acompañaría siempre, pues a aquella hora él no tenía nada que hacer. Acepté de buena gana, y aquel día las largas horas de pose me parecieron ligeras. Me parecía que mi vida había encontrado un centro y estaba contenta de poder pensar en él sin resentimiento ni remordimientos, como en una persona que además de gustarme físicamente poseía las cualidades de carácter que yo consideraba necesarias. No dije nada a mi madre porque temía, y con razón, que no consentiría que me ligara con un hombre pobre y de porvenir modesto.

La mañana siguiente, como me había prometido, pasó a recogerme y aquel día se limitó a acompañarme directamente al estudio. Los días siguientes, cuando el tiempo era bueno, me llevó algunas veces a algún paseo de los barrios suburbanos o a alguna calle apartada y poco frecuentada para hablar a su gusto conmigo, pero siempre de manera respetuosa y con frases honestas y serias, a propósito para gustarme. Yo era entonces muy sentimental y todo lo que supiera a bondad, a virtud, a moralidad o a afectos familiares me conmovía singularmente, incluso hasta provocar unas lágrimas que me brotaban con facilidad infundiéndome una sensación angustiosa y embriagadora a la vez de consuelo, de simpatía y de confianza.

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