Alberto Moravia - La romana
Здесь есть возможность читать онлайн «Alberto Moravia - La romana» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, Год выпуска: 1970, Издательство: Plaza y Janés, Жанр: Классическая проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La romana
- Автор:
- Издательство:Plaza y Janés
- Жанр:
- Год:1970
- Город:Barcelona
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La romana: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La romana»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La romana — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La romana», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
—¿Por qué has venido?
—Tú me has denunciado, ¿eh?
Me encogí de hombros y me senté al extremo de la mesa diciendo:
—Yo no te he denunciado.
—Te fuiste y bajaste a llamar a la Policía.
Me sentía tranquila. Si en aquel momento sentía algo, más bien era un movimiento de ira que de temor. Él no me imponía ningún temor. Por el contrario, me inspiraba una enorme cólera, lo mismo que todos los que, como él, me impedían ser feliz. Dije:
—Te dejé y me fui a la calle porque amo a otro y no quiero tener nada que ver contigo, pero no llamé a la Policía… Yo no soy una delatora… Los agentes vinieron por su cuenta… Buscaban a otro.
Se acercó a mí, me cogió la cara entre dos dedos a la altura de las mejillas, y me la apretó con una fuerza terrible obligándome a abrir la boca y al mismo tiempo acercándosela a él.
—Da gracias a tu Dios por ser una mujer —dijo.
Seguía atenazándome el rostro, obligándome con dolor a hacer una mueca que debía de ser horrible y ridícula. Sentí un tremendo furor y de un salto me puse de pie, rechazándolo y gritando:
—¡Vete, imbécil!
Volvió a meterse las manos en los bolsillos y se acercó más mirándome con su habitual fijeza en los ojos. Volví a gritar:
—¡Eres un imbécil, con tus músculos, con tus ojitos azules y con tu cabeza rapada! ¡Vete, quítate de delante, cretino!
Pensé que era verdaderamente un imbécil al ver que no decía nada, con una ligera sonrisa en los labios sutiles y torcidos, las manos en los bolsillos, acercándose y mirándome fijamente. Corrí al otro extremo de la mesa, cogí una plancha de las más pesadas que usan las modistas, y grité:
—¡Vete, cretino, o te doy con esto en el hocico!
Vaciló un momento, deteniéndose. En el mismo instante, la puerta de la sala se abrió a mis espaldas y Astarita apareció en el umbral. Evidentemente, había encontrado abierta la puerta del piso y había entrado. Me volví hacia él y grité:
—Di a este individuo que se vaya… No sé qué quiere de mí… ¡Dile que se vaya!
No sé por qué, experimenté un gran placer al observar la elegancia del traje de Astarita. Llevaba un abrigo que parecía nuevo, cruzado por delante, gris. La camisa parecía de seda, con rayas rojas sobre fondo blanco. Una bella corbata gris plateada y con rayas de través, se introducía entre las solapas de su traje azul turquí. Me miró a mí, que todavía blandía la plancha, miró después a Sonzogno, y dijo con una voz tranquila:
—La señorita te dice que te vayas. Bueno, ¿qué esperas?
—La señorita y yo —replicó Sonzogno en voz muy baja— tenemos que hablar de algo… Será mejor que se vaya usted.
Al entrar, Astarita se había quitado el sombrero, un fieltro negro de bordes orlados de seda. Sin prisa lo dejó sobre la mesa y después fue hacia Sonzogno. Me asombró su actitud. Los ojos, habitualmente melancólicos y negros, parecían haberse iluminado con un centelleo combativo y la boca, grande, se estiraba y encogía en una risa de complacencia y desafío. Enseñando los dientes y martilleando las sílabas:
—Conque no quieres irte… Pues ya lo ves, yo te digo que te irás en seguida.
El otro sacudió la cabeza con una negativa, pero con gran asombro por mi parte, retrocedió un paso. Y entonces volvió a mí la idea de lo que era Sonzogno. Y tuve miedo, no por mí sino por Astarita, que lo provocaba con tan ingenua intrepidez. Sentí la misma angustia que, siendo niña, despertaba en mi ánimo en el circo la presencia de un pequeño domador que, con un látigo, hostigaba a un enorme león de dientes amenazadores. Hubiera querido gritar que aquel hombre era un asesino, un monstruo. Pero no tuve fuerza para hablar. Astarita repitió:
—Bien, ¿quieres irte? ¿Sí o no?
Sonzogno volvió a negar con la cabeza y dio otro paso atrás. Astarita avanzó. Estaban frente a frente, los dos de una altura casi igual.
—¿Quién eres? —preguntó Astarita sin dejar de sonreír socarronamente—. Tu nombre… y pronto. Tampoco contestó Sonzogno.
—No quieres decirlo, ¿eh? —repitió Astarita con un tono casi voluptuoso, como si el silencio de Sonzogno le produjera placer—. No quieres decirlo, ni quieres irte, ¿no es así?
Esperó un momento y después levantó la mano y abofeteó a Sonzogno dos veces, primero en una mejilla y luego en la otra. Yo me llevé un puño a la boca y lo mordí. «Ahora lo mata» —pensé cerrando los ojos. Pero oí la voz de Astarita, que decía:
—Y ahora, desfila… ¡Rápido!
Cuando abrí otra vez los ojos vi que Astarita empujaba a Sonzogno hacia la puerta agarrándolo por la solapa. Sonzogno tenía las mejillas aún enrojecidas por las bofetadas, pero no parecía rebelarse. Se dejaba conducir, como si estuviera pensando en otra cosa. Astarita lo echó fuera de la estancia y después oí un portazo en la escalera y Astarita reapareció en el umbral.
—Pero ¿quién era? —preguntó quitándose maquinalmente la pelusa de la solapa del gabán y dirigiéndose una mirada como si temiera haber descompuesto su elegancia con aquel violento esfuerzo.
—Nunca he sabido su apellido… Sólo sé que se llama Carlo —mentí.
—Carlo —repitió con una risita y moviendo la cabeza.
Después vino a mi lado. Me había puesto al pie de la ventana y miraba a través de los cristales. Astarita me pasó un brazo por la cintura y me preguntó con una voz y una expresión ya cambiadas:
—¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien —respondí sin mirarlo.
Él me miraba con fijeza y me ciñó a su cuerpo, con fuerza, sin decir nada. Lo rechacé con dulzura y añadí:
—Has sido muy amable conmigo. Te he llamado para pedirte otro favor.
—Vamos a ver —dijo.
No apartaba sus ojos de mí y no parecía escucharme.
—Aquel joven a quien interrogaste…
—¡Ah, sí! —repuso con una mueca—. Siempre el mismo… No es que haya sido un héroe…
Tuve curiosidad de saber la verdad sobre el interrogatorio de Mino.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Es que tuvo miedo? Astarita contestó moviendo la cabeza:
—Ignoro si tuvo miedo o si no lo tuvo, pero a la primera pregunta lo dijo todo… Si hubiera negado, no hubiese podido hacerle nada porque no había pruebas.
Pensé que todo había ocurrido como decía Mino. Una especie de ausencia repentina, como un hundimiento sin razón alguna, sin que se lo pidieran ni provocaran.
—Bueno —dije—, supongo que cuanto os dijo lo tendréis escrito… Yo querría que hicieras desaparecer todo lo que hayáis escrito.
Sonrió.
—Te manda él, ¿eh?
—No, soy yo —repliqué. Y juré con solemnidad:
—Que me muera ahora mismo si no es verdad.
—Todos querrían que desapareciesen los interrogatorios —dijo Astarita—. Los archivos de la Policía son su mala conciencia. Desaparecido el papel, desaparecido el remordimiento. Me acordé de Mino y contesté:
—Ojalá fuera verdad, pero esta vez temo que te equivoques. Me atrajo otra vez hacia él, mi vientre contra el suyo, y me preguntó turbado y balbuciente:
—¿Y tú qué me das a cambio?
—Nada —contesté con sencillez—. Esta vez, realmente nada.
—¿Y si yo me negara?
—Me causarías un gran dolor, porque quiero a ese hombre… y todo lo que le pasa a él es como si me pasara a mí.
—Pero me habías dicho que serías buena conmigo.
—Te lo dije, pero he cambiado de idea.
—¿Por qué?
—Pues… porque sí.
Me apretó de nuevo contra sí y tartamudeando con rapidez y hablándome al oído empezó a suplicarme que, por lo menos por última vez, complaciera su desesperado deseo. No puedo decir lo que me dijo porque, mezcladas con las súplicas, profería enormidades que no sabría escribir, de las que suelen decirse a las mujeres como yo y las que éstas dicen a sus amantes. Las enumeraba con no sé qué meticulosa y abundante precisión, pero sin la alegría desvergonzada que habitualmente acompaña a tales desahogos. Al contrario, lo hacía con una complacencia sombría, como un obsesionado.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La romana»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La romana» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La romana» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.