André Malraux - La Condición Humana

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La gran importancia literaria de La condición humana reside en que, de la complejidad de una acción vigorosa y fértil en situaciones trágicas, surge el planteamiento de los grandes problemas que afectan a la conciencia moderna en el seno de la vida política y moral. La acción está situada en Shanghai en 1928, en la lucha de los comunistas contra Chiang-Kai-shek. Cada uno de los protagonistas, simbólicos pero dotados de un poderoso aliento humano, caracteriza una actitud diferente ante los problemas. `Malraux ha sido uno de los primeros en presentir el carácter catastrófico de nuestra época. El mundo trágico que nos reveló una vez, esa cárcel donde los torturados se arrastran y donde los condenados a muerte marchan eternamente hacia el sitio del suplicio, ese mundo de sangre y de prisión donde el loco recibe los latigazos, y el moribundo muere en cadenas, no era, sabemos ahora, la fantasía de una imaginación desordenada, sino la profecía de lo que llegaría a ser nuestro mundo cotidiano.

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– ¿Por cuánto tiempo, aún?

– Por mucho más tiempo del que yo viva.

Gisors se fumó su pipa de una bocanada. Volvió a abrir los ojos.

– Puede uno errar su vida durante mucho tiempo; pero siempre acaba por convertirse en aquello para lo cual hemos sido hechos. Todo viejo es una confesión, y si hay tantas vejeces vacías es porque otros tantos hombres lo estaban y lo ocultaban. Pero aun esto carece de importancia. Sería preciso que los hombres pudiesen saber que no hay nada real, que hay mundos de contemplación -con o sin opio-, en los que todo es vano…

– ¿Dónde se contempla qué?

– Quizá otra cosa distinta de esta vanidad… Ya es mucho.

Kyo había dicho a May: «El opio desempeña un gran papel en la vida de mi padre; pero, a veces, me pregunto si la determina o si justifica determinadas fuerzas que le inquietan a él mismo…»

– Si Chen -prosiguió Gisors- hubiera vivido fuera de la Revolución, piense usted que, sin duda, habría olvidado sus crímenes. Olvidado…

– Los otros no los han olvidado, por cierto; ha habido dos atentados terroristas después de su muerte. No le gustaban las mujeres; apenas le conocí, pero creo que no habría podido vivir fuera de la Revolución ni siquiera un año. No hay dignidad que no se base en el dolor.

Gisors apenas la había escuchado.

– Olvidado… -repitió-. Desde que murió Kyo, he descubierto la música. Sólo la música puede hablar de la muerte. Escucho a Kama, ahora, cuando toca. Y, no obstante, sin esfuerzo por parte mía -hablaba para sí mismo tanto como para May-, ¿de qué me acuerdo aún? Mis deseos y mi angustia, ni siquiera el peso de mi destino, mi vida, no existen…

(«Pero, mientras usted se liberta de su vida -pensaba May-, otros como Katow arden en las calderas, y otros como Kyo…»)

La mirada de Gisors, como si hubiese seguido su gesto de olvido, se perdió fuera: más allá de la carretera, los mil rumores del trabajo del puerto parecían marchar con las olas hacia la mar radiante. Respondía el esplendor de la primavera japonesa con todo el esfuerzo de los hombres, con los navíos, con los elevadores, con los autos, con la multitud activa. May pensaba en la carta de Pei: era en el trabajo, a fuerza de guerra desencadenada sobre toda la tierra rusa; en la voluntad de una multitud para la que aquel trabajo se había convertido en vida, donde se habían refugiado sus muertos. El cielo resplandecía entre los pinos como el sol; el viento, que inclinaba ligeramente las ramas, resbaló sobre los cuerpos tendidos. Le pareció a Gisors que aquel viento pasaba a través de él como un río, como el Tiempo mismo, y, por primera vez, la idea de que se deslizaba en él el tiempo que le aproximaba a la muerte no le separó del mundo, sino que le unió a él en un acorde sereno. Contemplaba el enredo de las grúas junto a la ciudad, los paquebotes y las barcas en el mar, las tareas humanas en la carretera. «Todos sufren -pensó-, y cada uno sufre porque piensa. En el fondo, el espíritu del hombre no piensa más que en lo eterno, y la conciencia de la vida no puede ser más que angustia. No hay que pensar la vida con la imaginación, sino con el opio. ¡Cuántos sufrimientos, esparcidos en esta luz, desaparecerían, si desapareciese el pensamiento!…» Emancipado de todo, hasta de ser hombre, acariciaba con reconocimiento el tubo de su pipa, mientras contemplaba la agitación de todos aquellos seres desconocidos que caminaban hacia la muerte bajo el esplendor solar, mimando cada uno, en lo más secreto de sí mismo, su paraíso criminal. «Todo hombre es un loco -pensó-; pero, ¿qué es un destino humano, sino una vida de esfuerzo para unir a ese loco con el universo?» Volvió a ver a Ferral, iluminado apenas por la lámpara abatida, en la noche llena de bruma, escuchando: «Todo hombre sueña con ser un dios…»

Cincuenta sirenas a la vez invadieron el aire: aquel día era víspera de fiesta, y el trabajo cesaba. Antes que hubiera cambio alguno en el puerto, unos hombres minúsculos alcanzaron, como exploradores, la carretera recta que conducía a la ciudad, y bien pronto la cubrió la multitud, lejana y negra, en una barahúnda de claxons: patronos y obreros abandonaban juntos el trabajo. Venían como al asalto, con ese gran movimiento inquieto de toda multitud contemplada a distancia. Gisors había visto la huida de los animales hacia los arroyos, a la caída de la tarde: uno, algunos, todos precipitados hacia el agua por una fuerza que descendía con las tinieblas; en su recuerdo, el opio daba a aquella marcha cósmica una armonía salvaje, y los hombres, perdidos en la lejana barahúnda de sus zuecos, parecíanle todos locos, separados del universo cuyo corazón, latiendo en alguna parte, allá arriba, en la luz palpitante los acogía y volvía a arrojarlos a la soledad, como granos de una mies desconocida. Ligeras, muy elevadas, las nubes pasaban por encima de los pisos sombríos y se reabsorbían poco a poco en el cielo; y le pareció que uno de sus grupos, aquél precisamente, expresaba a los hombres a quienes había conocido o amado y que habían muerto. La humanidad era espesa y pesada; pesada de carne, de sangre, de sufrimiento, eternamente adherida a sí misma, como todo lo que muere; pero, aun la sangre, aun la carne, aun el dolor, aun la muerte se reabsorbían allá arriba en la luz, como la música en la noche silenciosa; pensó en la de Kama, y el dolor humano le pareció ascender y perderse como el canto mismo de la tierra; sobre la paz estremecida y oculta en él, como su corazón, el dolor poseído volvía a cerrar con lentitud sus brazos inhumanos.

– ¿Fuma usted mucho? -repitió May.

Se lo había preguntado ya, pero él no la había oído. Su mirada volvió a la habitación.

– ¿Cree usted que no adivino lo que piensa, y que no lo sé mejor que usted? ¿Cree usted, además, que no me sería fácil preguntarle con qué derecho se permite juzgarme?

La miró.

– ¿No tiene usted ningún deseo de un hijo?

May no respondió: aquel deseo, siempre apasionado, le parecía entonces una traición. Pero contemplaba con espanto aquel rostro sereno. Gisors volvía, en verdad, del fondo de la fosa común. En la represión abatida sobre la China agotada; en la angustia o la esperanza de la multitud, la acción de Kyo continuaba incrustada, como las inscripciones de los imperios primitivos en las gargantas de los ríos. Pero hasta la vieja China, a la que aquellos hombres habían arrojado, sin remisión, a las tinieblas, con un gruñido de avalancha, no estaba más borrada del mundo que el sentido de la vida de Kyo del rostro de su padre. Continuó:

– La única cosa que amaba me ha sido arrancada, ¿no es cierto?, y quiere usted que continúe siendo el mismo. ¿Cree que mi amor no ha valido tanto como el suyo, el de usted, cuya vida ni siquiera ha cambiado?

– Como no cambia el cuerpo de un vivo que se convierte en muerto…

Gisors le cogió una mano.

– Ya conoce usted la frase: «Se necesitan nueve meses para hacer un hombre, y un solo día para matarlo.» Lo hemos sabido tanto como puede saberse, el uno y el otro… May, escúcheme: ¡no se necesitan nueve meses; se necesitan cincuenta años para hacer un hombre; cincuenta años de sacrificio, de voluntad, de… tantas cosas! Y, cuando ese hombre está hecho; cuando ya no queda en él nada de la infancia ni de la adolescencia; cuando, verdaderamente, es un hombre, no sirve más que para morir.

Ella le miraba, aterrada; él contemplaba las nubes.

– He querido a Kyo como pocos hombres quieren a sus hijos: usted lo sabe…

Retenía la mano de May; la atrajo hacia él y la tomó entre las suyas.

– Escúcheme: hay que amar a los vivos, y no a los muertos.

– No voy a Moscú para amar.

Gisors contemplaba la bahía magnífica, saturada de sol. Ella había retirado su mano.

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