André Malraux - La Condición Humana

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La gran importancia literaria de La condición humana reside en que, de la complejidad de una acción vigorosa y fértil en situaciones trágicas, surge el planteamiento de los grandes problemas que afectan a la conciencia moderna en el seno de la vida política y moral. La acción está situada en Shanghai en 1928, en la lucha de los comunistas contra Chiang-Kai-shek. Cada uno de los protagonistas, simbólicos pero dotados de un poderoso aliento humano, caracteriza una actitud diferente ante los problemas. `Malraux ha sido uno de los primeros en presentir el carácter catastrófico de nuestra época. El mundo trágico que nos reveló una vez, esa cárcel donde los torturados se arrastran y donde los condenados a muerte marchan eternamente hacia el sitio del suplicio, ese mundo de sangre y de prisión donde el loco recibe los latigazos, y el moribundo muere en cadenas, no era, sabemos ahora, la fantasía de una imaginación desordenada, sino la profecía de lo que llegaría a ser nuestro mundo cotidiano.

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– Y esa nueva sociedad -dijo Ferral-, en lugar de haber industrializado la Indochina, distribuirá dividendos. Pero como no habrán hecho nada por Chiang Kaishek, se encontrará en la situación en que se encontrarían ustedes hoy si nunca hubieran hecho nada por el Estado: y los tratados serán modificados por cualquier sociedad americana o británica, con el amparo francés, evidentemente. A la que prestarán ustedes, además, el dinero que a mí me niegan. Nosotros creamos el Consorcio, porque los bancos franceses de Asia hacían tal política de garantías, que hubieran acabado por prestar a los ingleses, para no prestar a los chinos. Hemos soportado una política del riesgo; está…

– Yo no me atrevía a decirlo.

– … claro. Es normal que toquemos las consecuencias. El ahorro será protegido -sonrió con un solo lado de la boca- hasta cincuenta y ocho mil millones de pérdida, y no cincuenta y ocho mil millones y algunas centenas de millones. Vean, pues, a grandes rasgos, cómo el Consorcio dejará de existir.

Kobe

En plena luz de la primavera, May, demasiado pobre para alquilar un coche, ascendía hacia la casa de Kama. Si el equipaje de Gisors era pesado, habría que pedir prestado algún dinero al anciano pintor para llegar hasta el barco. Al abandonar Shanghai, Gisors le había dicho que se refugiaba en casa de Kama; al llegar, le había enviado su dirección. Luego, nada. Ni siquiera cuando ella le había hecho saber que había sido nombrado profesor en el instituto Sun-Yat-Sen, de Moscú. ¿Por temor a la policía japonesa?

Mientras caminaba, leía una carta de Pei, que le había sido entregada a la llegada del barco a Kobe, cuando había ido a que le visasen su pasaporte.

… y todos los que han podido huir de Shanghai les esperan. He recibido los folletos…

Había publicado, anónimamente, dos relatos de la muerte de Chen; uno de ellos, de acuerdo con su corazón: «El asesinato del dictador constituye el deber del individuo ante sí mismo, y debe ser separado de la acción política determinada por las fuerzas colectivas.» El otro, para los tradicionalistas: «Del mismo modo que el deber final -la influencia que ejercen sobre nosotros nuestros antepasados- nos obliga a buscar nuestra vida más noble, así exige de cada uno el asesinato del usurpador.» Las imprentas clandestinas reimprimían ya aquellos folletos.

Ayer vi a Hemmelrich, que se acuerda de ustedes. Es montador en la fábrica de electricidad. Me ha dicho: «Antes, comenzaba a vivir cuando salía de la fábrica; ahora, comienzo a vivir cuando entro en ella. Esta es la primera vez en mi vida que trabajo sabiendo para qué, y no esperando pacientemente a que llegue el momento de reventar…» Dígale a Gisors que lo esperamos. Desde que estoy aquí pienso en el curso en que decía: «Una civilización se transforma, ¿verdad?, cuando su elemento más doloroso -humillación en el esclavo, el trabajo en el obrero moderno- se convierte, de pronto, en un valor; cuando ya no se trata de escapar a esa humillación, sino de esperar de ella la propia salvación; c uando no se trata de escapar de ese trabajo, sino de encontrar en él la propia razón de ser. Es preciso que la fábrica, que no es aún más que una especie de iglesia de catacumbas, se convierta en lo que fue la catedral, y que los hombres vean en ella, en lugar de los dioses, la fuerza humana en lucha contra la Tierra…»

Sí: sin duda, los hombres sólo valían por lo que habían transformado. La Revolución acababa de pasar por una terrible enfermedad, pero no había muerto. Y eran Kyo y los suyos, vivos o no, quienes la habían lanzado al mundo.

Iré de nuevo a China como agitador: nunca seré un comunista puro. Nada ha terminado allá. Quizá allí volvamos a encontrarnos; me dicen que su solicitud está aceptada…

Un recorte de periódico cayó de la carta, doblado. May lo recogió:

«El trabajo debe ser el arma principal de la lucha de clases. El plan de industrialización más importante del mundo está actualmente en estudio: se trata de transformar en cinco años toda la U.R.S.S.; de hacer de ella una de las primeras potencias industriales de Europa, luego alcanzar y dejar atrás a América. Esta empresa gigantesca…»

Gisors la esperaba, de pie, junto al marco de la puerta. En quimono. No había equipaje en el corredor.

– ¿Ha recibido usted mis cartas? -preguntó May, entrando en una habitación desnuda, estera y papel, cuyos paneles arrancados dejaban ver por completo la bahía.

– Sí.

– Démonos prisa: el barco vuelve a salir dentro de dos horas.

– No me iré, May.

Ella le miró: «Inútil interrogarle -pensó-; ya se explicará.» Pero fue Gisors el que interrogó:

– ¿Qué va usted a hacer?

– Procuraré servir en las secciones de agitadoras. Parece que eso está casi arreglado. Llegaré a Vladivostok pasado mañana, y saldré inmediatamente para Moscú. Si eso no se arregla, prestaré servicio como médico en Moscú o aunque sea en Siberia. Con tal de que la primera cosa se consiga… Estoy tan cansada de cuidar… Para vivir siempre con los enfermos, cuando no proceden de un combate, se necesita cierto estado de gracia; ya no hay en mí gracia de ninguna especie. Además, ahora, se me ha hecho casi intolerable el ver morir… En fin, si hay que hacerlo… Es también una manera de vengar a Kyo.

– Ya no se venga uno a mi edad.

En efecto: algo en él había cambiado. Aparecía lejano, separado, como si sólo una parte de sí mismo se encontrase en la habitación con ella. Gisors se echó en el suelo: no había sillas. May se echó también, junto a su platillo de opio.

– ¿Y usted qué va a hacer? -preguntó.

Gisors se encogió de hombros, con indiferencia.

– Gracias a Kama, soy aquí profesor libre de historia del arte occidental… Vuelvo a mi primitivo oficio; ya ve usted…

May buscaba sus ojos, estupefacta.

– Aun ahora -dijo-, cuando estamos políticamente vencidos; cuando nuestros hospitales están cerrados, vuelven a formarse los grupos clandestinos en todas las provincias. Los nuestros no olvidarán ya que sufren a causa de otros hombres, y no a causa de sus vidas anteriores. Usted decía: «Han despertado sobresaltados de un sueño de treinta siglos, y ya no se volverán a dormir.» Usted decía, también, que los que han inculcado la conciencia de su sublevación a trescientos millones de miserables no son sombras como los hombres que pasan -ni aun golpeados, martirizados, muertos…

Calló un instante.

– Ahora están muertos -añadió.

– Y sigo pensando así, May. Es otra cosa… La muerte de Kyo no es sólo dolor; no es sólo cambio; es… una metamorfosis. Yo nunca he amado mucho al mundo: era Kyo quien me unía a los hombres; era por él por quien los hombres existían para mí… No deseo ir a Moscú. Allí enseñaría miserablemente. El marxismo ha dejado de vivir en mí. Ante los ojos de Kyo, era una voluntad, ¿no es cierto?, pero, ante los míos, es una fatalidad, y me ponía de acuerdo con él porque mi angustia de la muerte armonizaba con la fatalidad. Ya casi no hay angustia en mí, May; desde que Kyo ha muerto, me es indiferente morir. Estoy a la vez libertado (¡libertado!…) de la muerte y de la vida. ¿Qué iría a hacer allá?

– Cambiar de nuevo, tal vez.

– No tengo otro hijo que perder.

Atrajo hacia sí el platillo de opio y preparó una pipa. Sin decir nada, ella señaló con el dedo a una de las colinas próximas: cogidos de los hombros, un centenar de coolies arrastraban un gran peso que no se veía, con el gesto milenario de los esclavos.

– Sí -dijo Gisors-, sí. Sin embargo -prosiguió, después de un instante-, tenga cuidado: ésos están dispuestos a dejarse matar por el Japón.

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