André Malraux - La Condición Humana

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La gran importancia literaria de La condición humana reside en que, de la complejidad de una acción vigorosa y fértil en situaciones trágicas, surge el planteamiento de los grandes problemas que afectan a la conciencia moderna en el seno de la vida política y moral. La acción está situada en Shanghai en 1928, en la lucha de los comunistas contra Chiang-Kai-shek. Cada uno de los protagonistas, simbólicos pero dotados de un poderoso aliento humano, caracteriza una actitud diferente ante los problemas. `Malraux ha sido uno de los primeros en presentir el carácter catastrófico de nuestra época. El mundo trágico que nos reveló una vez, esa cárcel donde los torturados se arrastran y donde los condenados a muerte marchan eternamente hacia el sitio del suplicio, ese mundo de sangre y de prisión donde el loco recibe los latigazos, y el moribundo muere en cadenas, no era, sabemos ahora, la fantasía de una imaginación desordenada, sino la profecía de lo que llegaría a ser nuestro mundo cotidiano.

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– El señor director adjunto del Movimiento General de Fondos -dijo, golpeando la mesa ligeramente con el lápiz- les dirá a- ustedes cómo no puedo concederles esas garantías sin un voto del Parlamento. Les he reunido a ustedes, señores, porque la cuestión que debatimos interesa al prestigio de Francia; ¿creen ustedes que sea una manera de defenderla llevar esta cuestión ante la opinión pública?

– Sin duda, sin duda; pero, permita usted, señor ministro…

Silencio; los representantes, masticando sus caramelos, rehuían, en actitud meditativa, el acento auvernés de que se sentían amenazados, de pronto, si abrían la boca. El ministro les contemplaba sin sonreír, a uno después de otro, y Ferral, que le veía de perfil, por el lado de su ojo de vidrio, le veía como un gran guacamayo blanco, inmóvil y amargado, entre unos pájaros.

– Veo, pues, señores -continuó el ministro-, que estamos de acuerdo en ese punto. De cualquier manera que afrontemos el problema, es necesario que sean reembolsados los depósitos. El Gobierno General de la Indochina participaría en la restauración del Consorcio con un quinto. ¿Cuál podría ser la parte de ustedes?

Ahora cada uno se refugiaba en su caramelo. «Breve placer -se dijo Ferral-. Tienen ganas de distraerse; pero el resultado hubiera sido el mismo sin caramelos…» Conocía el valor del argumento anticipado por el ministro. Había sido su hermano, quien había respondido a los que pedían al Movimiento General de Fondos una conversión sin votación del Parlamento: «¿Por qué no dar después, porque me da la gana, doscientos millones a mi amiguita?»

Silencio. Más largo aún que los precedentes. Los representantes cuchicheaban entre ellos.

– Señor ministro -dijo Ferral-, si los negocios sanos del Consorcio son, de una manera o de otra, recuperados; si los depósitos, de cualquier modo, deben ser reembolsados, ¿no cree usted que hay que desear un esfuerzo mayor, del que la conservación del Consorcio no quede excluida? La existencia de un organismo francés tan extenso, ¿no tiene, ante los ojos del Estado, una importancia igual a la de algunas centenas de millones de depósito?

– Cinco millones no es una cifra importante, señores -dijo el ministro-. ¿Debo hacer otro llamamiento, de una manera más apremiante, a la abnegación de que han hablado ustedes? Sé que tienden ustedes, que sus Consejos tienden a evitar el control de los bancos por el Estado ¿Creen que la caída de negocios como el Consorcio no impulsa a la opinión pública a exigir ese control de una manera que podría tornarse imperiosa, y quizá urgente?

«Cada vez más chinos -pensaba Ferral-. Esto quiere decir, únicamente: “Cesad de proponerme cinco millones ridículos.” El control de los bancos supone una amenaza absurda, cuando está hecho por un gobierno cuya política es opuesta a medidas de este género. Y el ministro no desea ya recurrir a ella realmente, como los representantes que tiene en juego la agencia Havas no desean emprender una campaña de prensa contra el ministro. El Estado no puede ya actuar en serio contra los bancos, ni éstos contra él. Todas las complicidades: personal común, intereses, psicología. Lucha entre los jefes de servicio de una misma casa, y de la que la casa vive, además.» Aunque mal. Como antes en el Astor, Ferral no se salvaba más que por la necesidad de no debilitar ni manifestar ninguna cólera. Pero estaba abatido: habiendo hecho de la eficacia su valor esencial, nada compensaba que se encontrase frente a aquellos hombres, cuya personalidad y cuyos métodos había despreciado siempre, en aquella posición humillada. Era más débil que ellos, y, por eso, en su sistema mismo, todo lo que pensaba era vano.

– Señor ministro -dijo el delegado de más edad-, queremos demostrar una vez más al Estado nuestra buena voluntad; pero si no hay garantías, no podemos, respecto de nuestros accionistas, afrontar un crédito consorcial más elevado que el total de los depósitos de reembolso, y garantizado por el reintegro que haríamos con los beneficios líquidos del grupo. Dios sabe que no contamos para nada con ese reintegro; que lo haremos por respeto al interés superior del Estado…

«Este personaje -pensaba Ferral- es verdaderamente inaudito, con su aspecto de profesor jubilado convertido en Edipo griego. ¡Y todos los brutos, y Francia misma, que viene a pedir consejos a sus directores de agencias y a quienes se les entregan los fondos del Estado en piel de zapa, cuando hay que construir ferrocarriles estratégicos en Rusia, en Polonia o en el Polo Norte! Desde la guerra, aquella broqueta, sentada sobre el canapé, había costado al ahorro francés, sólo en fondos del Estado, dieciocho mil millones. Muy bien: como decía él hace diez años: “Todo hombre que pide consejos para colocar su fortuna a una persona a la que no conoce íntimamente, queda justamente arruinado.” Dieciocho mil millones. Sin hablar de los cuarenta mil millones de negocios comerciales. Ni de mí.»

– ¿El señor Damiral? -pronunció el ministro.

– No puedo hacer más que asociarme, señor ministro, a las palabras que acaba usted de oír. Como el señor de Morelles, no puedo comprometer al Establecimiento que represento sin las garantías de que ha hablado. No podría hacerlo sin faltar a los principios y a las tradiciones, que han hecho de este Establecimiento uno de los más poderosos de Europa, principios y tradiciones atacados con frecuencia, pero que le permiten poner su abnegación al servicio del Estado, cuando éste recurre a él, como lo hizo hace cinco meses, como lo hace hoy, y como lo hará, quizá, mañana. La frecuencia de estos llamamientos, señor ministro, y la resolución que hemos adoptado de atenderlos me obligan a solicitar las garantías que tales principios y tradiciones exigen para que aseguremos a nuestros depositarios, y gracias a los cuales -me permito decírselo, señor ministro- estamos a su disposición. Sin duda, podremos disponer de veinte millones.

Los representantes se miraban con consternación: los depósitos serían reembolsados. Ferral comprendía ahora lo que había pretendido el ministro: dar satisfacción a su hermano sin comprometerse; hacer que se reembolsasen los depósitos; conseguir que pagasen los Establecimientos, aunque lo menos posible; poder redactar un comunicado satisfactorio. El regateo continuaba. El Consorcio sería destruido; pero poco importaba su aniquilamiento, si los depósitos eran reembolsados. Los Establecimientos adquirirían las garantías que habían solicitado (perderían, sin embargo, aunque poco). Algunos negocios, mantenidos, se convertirían en filiales de los Establecimientos; en cuanto a lo demás… Todos los acontecimientos de Shanghai iban a disolverse allí, en un contrasentido total. Hubiera preferido sentirse despojado; ver viva, fuera de sus manos, su obra conquistada o robada. Pero el ministro no vería más que el miedo que tenía a la Cámara; no desgarraría ningún chaquet, ahora. En su lugar, Ferral hubiera comenzado por inhibirse de un Consorcio saneado que después hubiera mantenido a toda costa. En cuanto a los Establecimientos, siempre había afirmado su incurable avaricia. Recordó, con orgullo, la frase de uno de sus adversarios: «Quiere que un banco sea una casa de juego.»

Sonó el teléfono, muy cerca. Entró uno de los agregados.

– Señor ministro, el señor presidente del Consejo llama por la línea especial.

– Dígale que las cosas se arreglan muy bien… No; voy yo.

Salió, volvió al cabo de un instante e interrogó con la mirada al delegado del principal banco de negocios francés, el único que estaba representado allí. Bigotes erguidos, paralelos a sus lentes, calvicie y cansancio. Aún no había dicho una palabra.

– El mantenimiento del Consorcio no nos interesa en manera alguna -dijo con lentitud-. La participación en la construcción de los ferrocarriles está asegurada en Francia por los tratados. Si el Consorcio cae, otro negocio se formará o se desarrollará y constituirá su sucesión.

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