André Malraux - La Condición Humana

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La gran importancia literaria de La condición humana reside en que, de la complejidad de una acción vigorosa y fértil en situaciones trágicas, surge el planteamiento de los grandes problemas que afectan a la conciencia moderna en el seno de la vida política y moral. La acción está situada en Shanghai en 1928, en la lucha de los comunistas contra Chiang-Kai-shek. Cada uno de los protagonistas, simbólicos pero dotados de un poderoso aliento humano, caracteriza una actitud diferente ante los problemas. `Malraux ha sido uno de los primeros en presentir el carácter catastrófico de nuestra época. El mundo trágico que nos reveló una vez, esa cárcel donde los torturados se arrastran y donde los condenados a muerte marchan eternamente hacia el sitio del suplicio, ese mundo de sangre y de prisión donde el loco recibe los latigazos, y el moribundo muere en cadenas, no era, sabemos ahora, la fantasía de una imaginación desordenada, sino la profecía de lo que llegaría a ser nuestro mundo cotidiano.

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A la sazón, tenía el cianuro en su mano.

Con frecuencia se había preguntado si moriría con facilidad. Sabía que, si se decidía a matarse, se mataría; pero, conociendo la salvaje indiferencia con que la vida nos desenmascara ante nosotros mismos, no habría permanecido sin inquietud en el instante en que la muerte aniquilaría el pensamiento de todo su seso sin retorno.

No; morir podía ser un acto exaltado, la suprema expresión de una vida a la que aquella muerte se asemejaba tanto; y era escapar a aquellos dos soldados que se aproximaban, vacilantes. Trituró el veneno entre sus dientes, como si hubiese dado una voz de mando; aún oyó a Katow interrogarle con angustia y tocarle, y, en el momento en que pretendía abrazarse a él, ahogándose, sintió que todas sus fuerzas le abandonaban, arrojadas más allá de sí mismo, contra una convulsión todopoderosa.

* * *

Los soldados llegaban para buscar entre la multitud a dos prisioneros que no podían levantarse. Sin duda, el ser quemado vivo daba derecho a unos honores especiales, aunque limitados: transportados en una sola camilla, casi el uno encima del otro, fueron derribados a la izquierda de Katow; Kyo, muerto, estaba echado a su derecha. En el espacio vacío que los separaba de los que sólo estaban condenados a muerte, los soldados se acurrucaron junto a su farol. Poco a poco, las cabezas y las miradas fueron cayendo en la oscuridad, y ya no volvieron más que de tarde en tarde a aquella luz que, en el fondo del salón, señalaba el sitio de los condenados.

Katow, después de la muerte de Kyo -que había respirado, por lo menos, durante un minuto-, se sentía arrojado a una soledad tanto más fuerte y dolorosa cuanto que estaba rodeado de los suyos. El chino al cual había habido que llevárselo para matarlo, sacudido por un ataque de nervios, le obsesionaba. Y, sin embargo, encontraba en aquel abandono total la sensación del descanso, como si, desde hacía algunos años, hubiese esperado aquello; descanso encontrado, recuperado, en los peores instantes de su vida. ¿Dónde había leído esto: «No eran los descubrimientos, sino los sufrimientos de los exploradores lo que envidiaba, lo que me atraía…»? Como para responder a su pensamiento, por tercera vez, el silbido lejano llegó hasta el salón. Sus dos vecinos de la izquierda se sobresaltaron. Unos chinos muy jóvenes; uno de ellos era Suen, al que no conocía más que por haber combatido con él en la Permanencia; el segundo le era desconocido. (No era Pei.) ¿Por qué no estaban con los demás?

– ¿Organización de grupos de combate? -preguntó.

– Atentado contra Chiang Kaishek -respondió Suen.

– ¿Con Chen?

– No. Quiso arrojar su bomba completamente solo. Chiang no iba en el coche. Yo esperé el auto mucho más lejos. Me cogieron con la bomba.

La voz que le respondía era tan ahogada, que Katow miró atentamente los dos rostros: los jóvenes lloraban, sin exhalar un sollozo. «No se puede hacer gran cosa con la palabra», pensó Katow. Suen pretendió mover el hombro y gesticuló de dolor -estaba herido, además, en el brazo.

– Quemado -dijo-. Ser quemado vivo. Los ojos, también; los ojos, ¿comprendes?…

Su camarada sollozaba ahora.

– Se puede serlo por accidente -dijo Katow.

Parecía que hablasen, no el uno al otro, sino a una tercera persona invisible.

– No es lo mismo.

– No: es peor.

– Los ojos también -repetía Suen, en voz baja-; los ojos también.. Y cada uno de los dedos; y el vientre, el vientre…

– ¡Cállate! -dijo el otro, con voz de sordo.

Hubiera querido gritar; pero ya no podía. Crispó las manos muy cerca de las heridas de Suen, cuyos músculos se contrajeron.

– La dignidad humana -murmuró Katow, que pensaba en la entrevista de Kyo con König. Ninguno de los condenados hablaba ya. Más allá del farol, en la sombra, a la sazón completa, continuaba el rumor de los heridos… Se acercó más a Suen y a su compañero. Uno de los guardias contaba a los otros una historia: con las cabezas reunidas, se encontraron entre el farol y los condenados; éstos no se veían siquiera ya. A pesar del rumor; a pesar de todos aquellos hombres, que habían combatido como él, Katow estaba solo; solo entre el cuerpo de su amigo muerto y de sus dos compañeros espantados; solo entre aquel muro y aquel silbido perdido en la noche. Pero un hombre podía ser más fuerte que aquella soledad, y hasta quizá que aquel silbido atroz: el miedo luchaba con él contra la más terrible tentación de su vida. Abrió a su vez la hebilla de su cinturón.

Por fin, dijo, en voz muy baja:

– ¡Ea! Suen, ponme la mano en el pecho y toma esto: os voy a dar mi cianuro. No hay absolutamente más que para dos.

Había renunciado a todo, salvo a decir que no había más que para dos. Echado de lado, partió el cianuro en dos trozos. Los guardias interceptaban la luz, que los rodeaba de una aureola turbia; pero, ¿no irían a moverse? Imposible ver nada; aquel don superior a su vida, Katow se lo hacía a aquella mano caliente, que descansaba en él; ni siquiera a los cuerpos; ni siquiera a las voces. La mano se crispó, como un animal, y se separó de él, inmediatamente. Esperó, con todo el cuerpo erguido. Y, de pronto, oyó una de las voces:

– Se ha perdido. Se ha caído.

Voz apenas alterada por la angustia, como si semejante catástrofe, tan decisiva, tan trágica, no hubiera sido posible, como si todo hubiera podido arreglarse. Para Katow también era imposible. Una ira sin límites se levantaba en él; pero volvía a aplacarse, combatida por aquella imposibilidad. ¡Y, sin embargo! ¡Haber dado aquello, para que aquel idiota lo perdiese!

– ¿Cuándo? -preguntó.

– Antes de llegar hasta mí. No lo he podido sujetar, cuando Suen me lo ha alargado: estoy herido en la mano, también.

– Ha dejado caer los dos -dijo Suen.

Los buscaban, sin duda, entre ambos. Buscaron después entre Katow y Suen, sobre quien el otro estaría probablemente casi echado, pues Katow, sin ver nada, sentía muy cerca de sí la masa de los dos cuerpos. Buscaba también él, esforzándose por vencer su nerviosidad, por poner la mano de plano, de diez en diez centímetros, por todas partes donde podía alcanzar. Las manos de ellos rozaban con la suya. Y, de pronto, uno de los dos la cogió, la oprimió y la conservó.

– Si no encontramos nada… -dijo una de las voces.

También Katow oprimía la mano, próximo a las lágrimas, conmovido por aquella pobre fraternidad sin rostro, casi sin verdadera voz (todos los cuchicheos se asemejan), que se le entregaba en aquella oscuridad contra el mayor donativo que había hecho en su vida y que habría sido hecho en vano. Aunque Suen continuaba buscando, las dos manos permanecían unidas. La opresión se convirtió, de pronto, en crispación.

– Aquí está.

¡Oh resurrección!… Pero…

– ¿Estás seguro de que no son unos guijarros? -preguntó el otro.

Había muchos trozos de yeso por el suelo.

– ¡Trae! -dijo Katow.

Con las yemas de los dedos, reconoció las formas.

Las devolvió -¡las devolvió!-; estrechó con más fuerza la mano que buscaba de nuevo la suya, y esperó, temblándole los hombros y castañeteándole los dientes. «Con tal de que el cianuro no esté descompuesto, a pesar del papel de plata…», pensó. La mano que tenía cogida retorció de pronto la suya, y como si hubiese comunicado por su mediación con el cuerpo perdido en la oscuridad, comprendió que éste se distendía. Envidiaba aquella asfixia convulsa. Casi al mismo tiempo, el otro: un grito ahogado, al que no puso atención nadie. Luego, nada.

Katow se sintió abandonado. Se volvió boca abajo, y esperó. El temblor de sus hombros no cesaba.

A medianoche, volvió el oficial. En una baraúnda de armas entrechocadas, seis soldados se acercaron a los condenados. Todos los prisioneros se despertaron. Tampoco el nuevo farol proyectaba más que prolongadas formas confusas -tumbas en la tierra, revuelta ya- y algunos reflejos sobre los ojos. Katow había llegado a erguirse. El que mandaba la escolta tomó el brazo de Kyo, y, al sentir la rigidez, cogió en seguida a Suen; éste también estaba rígido. Un rumor se propagaba, desde las primeras hileras de prisioneros hasta las últimas. El jefe de escolta cogió por un pie al primero y luego al segundo: volvieron a caer, rígidos. Llamó al oficial. Éste hizo las mismas pruebas. Entre los prisioneros, el rumor aumentaba. El oficial miró a Katow.

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