Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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Mis sueños de adolescente, esos hermosos recuerdos de mar, tormenta y beso, saltaban hechos añicos. Había imaginado a Oriol de novio, de amante, de esposo…

Evoqué aquellos tiempos, y lo cierto es que yo era la que siempre tomaba la iniciativa, nunca lo hacía él. Oriol se dejaba llevar y yo lo achacaba a su timidez. Terminadas las vacaciones nos veíamos en esa escuela elitista que, situada en las faldas de la sierra de Collserola, contempla la ciudad a sus pies, y donde la burguesía progresista y librepensante llevaba a sus retoños para que se hicieran a la catalana con salsa europea. Él asistía a un curso superior, así que apenas nos veíamos en los pasillos y yo empecé a enviarle notitas.

También coincidíamos en las reuniones que los amigos de nuestros padres organizaban algunos fines de semana. Recuerdo la última, antes de irnos a Nueva York. Oriol parecía triste y yo estaba desolada. Prepararon una fiesta de despedida en la casa de Enric y Alicia en la avenida Tibidabo. Nos costó burlar a Luis para estar a solas, pero el jardín era amplio y logramos unos minutos de intimidad. Volvimos a besarnos. Yo lloré y sus ojos enrojecieron. Siempre creí que él también había llorado.

– ¿Quieres que seamos novios? -le pregunté.

– Vale -dijo Oriol.

Le hice prometer que no me olvidaría, que me iba a escribir y que nos encontraríamos tan pronto pudiéramos.

Pero nunca escribió, jamás respondió a mis cartas, no volví a saber más de él.

Me di cuenta de que Luis me estaba hablando y de que yo no le escuchaba. Puse atención a lo que decía:

– Oriol no tiene aún apartamento propio y vive con mamá. Bueno, en España eso no significa que seas anormal, como se considera en los Estados Unidos. A veces pasa la noche con sus amigos okupas en alguna de esas propiedades ajenas. Y cuando le apetece duerme en la gran casona en la ladera del Tibidabo. Tiene su habitación siempre limpia, le dan bien de comer, le lavan la ropa y mamá se pone contenta.

– Bueno, también habrá chicas okupas , ¿verdad?… quiero decir que puede tener amigas.

– Sí claro, también las hay -sonrió-. Vaya, parece que te preocupa con quién se acuesta mi primo.

– Estás hablando basándote sólo en suposiciones, pruebas circunstanciales. No tienes ningún argumento sólido que demuestre que Oriol sea homosexual.

– Esto no es un juicio de los tuyos -Luis sonreía divertido-. No hay nada que probar, yo sólo te aviso.

Pensé que lo que hacía Luis era peor que juzgar, condenaba basándose en insinuaciones mal intencionadas. Decidí que ya era hora de cambiar de asunto.

– ¿Qué crees que va a ocurrir este sábado? -le pregunté-. ¿De qué se trata esa herencia misteriosa? No es nada normal que se lea un testamento catorce años después del fallecimiento de una persona.

– Bueno, el testamento de Enric se leyó poco después de su muerte, Oriol y Alicia fueron sus principales beneficiarios. Esto es otra cosa.

– ¿Otra cosa? -me fastidiaba la forma que tenía Luis de dosificar la información. Disfrutaba manteniéndome en vilo.

– Sí. Otra cosa.

Decidí callar y esperar a que continuara el relato sin hacer más preguntas.

– Es un tesoro -dijo después de unos minutos de silencio-. Estoy seguro de que se trata de un fabuloso tesoro templario.

Eso ya me lo había anticipado al llamarme a Nueva York y me vino a la memoria la conversación del día anterior con Artur Boix en el avión.

– ¿Sabes quiénes fueron los templarios? -continuó.

– Naturalmente -y ahora fue Luis quien pareció asombrarse.

– No imaginaba que conocierais tanto de historia medieval en los Estados Unidos.

– Prejuicios. Ya ves que sí sabemos -repuse satisfecha.

– Pues sabrás que la mayor parte de los soberanos europeos, aun con la fuerte sospecha de que era injusto lo que se hacía en Francia, siguieron las órdenes del papa, pero aprovechando para incrementar en lo posible su propio peculio.

»Aunque cuentan que en la Corona de Aragón, donde la acción contra los frailes se demoró un tiempo, éstos pudieron esconder parte de sus riquezas mobiliarias. Y éstas representaban grandes cantidades de oro, plata y piedras preciosas -a Luis le brillaban los ojos. Me parecía verlo de nuevo con su cara regordeta de hacía catorce años cuando Enric nos proponía uno de sus juegos de búsqueda de tesoro en su gran casa de avenida Tibidabo-. ¿Te imaginas el valor que en el mercado negro puede tener una partida ingente de orfebrería de los siglos XII y XIII? Crucifijos de oro, plata y esmaltes, con zafiros, rubíes y turquesas incrustadas. Cofrecillos de marfil tallado, cálices cubiertos de piedras preciosas, coronas de reyes y condes… diademas de princesas… espadas ceremoniales…

Cerró los ojos. El resplandor del oro le deslumbraba.

– ¿Así que piensas que este sábado vamos a recibir un tesoro? -inquirí en tono incrédulo.

– No un tesoro, no. Pero sí las pistas para encontrarlo, como cuando Enric jugaba con nosotros de niños. Sólo que ahora de verdad.

– ¿Y cómo sabes tú todo eso? -sospechaba que Luis vivía uno de sus alocados sueños, pero nada tenía que ganar iniciando una discusión que cuestionara su fantasía.

– Bueno, comentarios de familia. Parece que en ésas estaba cuando murió.

– ¿Y cómo encaja mi tabla gótica en esa historia?

– No lo sé aún. Pero en la época que Enric se pegó el tiro andaba detrás de tablas góticas. Y si no me equivoco la que tú tienes es precisamente de los tiempos del Temple, siglo XIII o inicios del XIV.

Me quedé mirándole un rato sin decir palabra. Parecía muy convencido.

– Y… ¿por qué se mató? -inquirí al fin.

– No lo sé. La policía cree que estaba relacionado con un ajuste de cuentas entre traficantes de arte. Pero no se pudo probar nada. Eso es todo lo que sé.

– Entonces, ¿por qué me llamaste para advertirme?

– Porque aparentemente esa pintura contiene pistas para localizar el tesoro.

Me quedé boquiabierta.

– ¿Sabes que intentaron robarla? -le interrogué.

Luis negó con la cabeza y tuve que contarle la historia. Me dijo que había estado indagando desde que recibió la convocatoria para la segunda lectura del testamento. No, no me revelaría sus fuentes, pero estaba seguro de que mi tabla era clave para encontrar el tesoro.

– ¿Dónde se suicidó? -quise saber cuando me di cuenta de que no le podía sacar más información.

– En su piso del paseo de Gracia.

– ¿Y qué dice Alicia sobre eso? Ella es su supuesta esposa.

– No me fío de lo que ella pueda decir.

– ¿Por qué?

– No me gusta esa mujer. Siempre esconde algo. Quiere controlarlo todo, dominar a todos. Ve con cuidado con ella. Mucho cuidado. Creo que pertenece a una secta.

Me pregunté si sería casual que mi madre me hubiera advertido casi en los mismos términos con respecto a Alicia antes de salir de casa. Me pidió que la evitara.

Eso me hacía desear, aún más, encontrarme con ella.

ONCE

Decidí que la comisaría local sería un buen lugar para empezar mi investigación sobre la muerte de Enric. Regresé a mi hotel para cambiarme de ropa; un pantalón de cintura baja, de los que muestran caderas y tripita, con un cuerpo corto. Descubrir el ombligo sería la mejor tarjeta de visita si, como esperaba, la mayoría de los policías eran varones. No era coquetería, era eficiencia. Bueno, quizá también coquetería. Me acordé de Ally McBeal.

– No tiene nada que ver -me dije con una sonrisa-. Ella es abogada; yo ejerzo ahora de detective. Ella muestra piernas; yo abdomen.

En mi habitación me esperaba, parpadeando en la luz del teléfono, un mensaje.

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