Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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– En todo caso, para cualquier cosa que precises, aunque sólo sea una consulta o incluso para contarme cómo te va, llámame.

Al oír que ampliaba su ofrecimiento lo miré con más cuidado. Demasiado amable. ¿No había visto mi anillo de prometida? El hombre sonreía y era atractivo. Bien pensado, nunca está de más tener un amigo en un lugar donde no sabes qué te puedes encontrar. Bueno, y si es guapo, elegante y agradable, mejor.

– Gracias -repuse devolviéndole la sonrisa-. Lo tendré presente. Pero cuéntame qué ocurrió al fin con los templarios. Dijiste que desaparecieron a causa de una conspiración infame. Y que eran muy ricos, ¿verdad?

– Sí -repuso Boix-. Y ése fue el origen de su desgracia.

Yo guardé silencio a la espera de que reanudara su relato.

– En el año 1291, el sultán de Egipto tomó los últimos reductos cristianos en Tierra Santa. En esa ofensiva murieron muchos templarios, entre ellos su máxima autoridad, el Maestre General, pero lo peor para los Pobres Caballeros de Cristo fue abandonar el frente, la primera línea de lucha contra los musulmanes. De alguna forma, al caer San Juan de Arce, también llamado de Acre, su razón de ser desapareció. Sólo en los reinos ibéricos, donde el combate contra los moros continuaba, eran necesarios. Y aun así su presencia ya no era primordial, como lo fue doscientos años antes, cuando los territorios cristianos estaban en peligro permanente. En el siglo Aragón, Castilla y Portugal eran poderosas monarquías que tenían la iniciativa en su guerra contra los árabes, haciendo frecuentes incursiones en el norte de África, mientras que en la Península ya sólo quedaba el reino musulmán nazarí de Granada, y tan debilitado que tenía que pagar tributo a los cristianos.

»El sueño del Temple era regresar a Tierra Santa, pero el espíritu de las cruzadas había muerto y los reyes cristianos no estaban por la labor. Así que Felipe IV de Francia, llamado el Hermoso, siempre falto de dinero, tras apresar, torturar y desplumar, primero a los comerciantes lombardos y después a los judíos de su reino, puso sus ojos en los Pobres Caballeros de Cristo, que por entonces eran riquísimos.

»La historia es muy larga, pero el resultado final es que encarceló a los templarios acusándolos falsamente de múltiples crímenes, les hizo confesar lo que él quiso por medio de tormento, apropiándose de la mayor parte de sus riquezas en Francia. Y para terminar, asó en la hoguera a los máximos jerarcas de la orden como si de herejes se tratara. El Papa, que también era francés, convertido prácticamente en rehén del rey Hermoso, quiso resistir débilmente, pero, intimidado, terminó dando la razón al sinvergüenza del monarca. Los demás reyes europeos fueron más suaves, pero ante la insistencia del pontífice apoyaron la supresión de la orden. Y claro, a cambio de su ayuda, todos, más o menos, metieron mano en el arcón apropiándose de bienes templarios. Pero algunos jamás se llevaron todo lo que querían… Porque nunca lo encontraron.

– No encontraron ¿qué?- pregunté.

– Pues grandes tesoros que aparentemente los Pobres Caballeros de Cristo de fuera de Francia, con más tiempo de reacción que sus colegas galos, fueron capaces de esconder.

– ¡Ah!

– Ésta es una de las leyendas sobre los templarios. Otra dice que su Maestre General, en las llamas de la hoguera, emplazó delante del tribunal de Dios al rey Guapo y al papa Miedoso. Y lo cierto es que ambos murieron antes de que terminara aquel año.

– ¿Sí?

– De verdad -repuso muy serio-. Pero hay cosas que se dice de ellos sin ninguna base histórica y mucho más fantasiosas.

– ¿Como qué?

– Como que buscaban el Arca de la Alianza que Dios ordenó a Moisés construir, que tenían el Santo Grial, que protegían a la humanidad de las puertas del infierno y cosas así.

– ¿Y tú qué crees?

– A todo eso yo no le doy ningún crédito -repuso convencido.

Quizá yo no supiera mucho de templarios, pero algo sí sabía de la gente y creí adivinar los pensamientos del anticuario.

– Pero sí estás seguro de que ocultaron sus tesoros. ¿No es así?

– Eso es indudable.

– Y te encantaría encontrar alguno de ellos, ¿cierto?

Artur Boix me miró con atención.

– Sin duda -dijo muy serio-. No habría nada que me pudiera dar más placer. Mi trabajo, aparte de permitirme vivir bien, es mi gran vocación. Disfruto con ello. ¿Encontrar un tesoro templario? Daría años de mi vida a cambio de ello. Además, ¿quién mejor que yo? Yo sabría valorarlo artísticamente, sabría situarlo en su contexto histórico si fuera necesario, y créeme, muchas veces lo es, sabría sacar el mayor rendimiento económico de las piezas que se decidieran vender. Si alguna vez tropiezas con algo semejante, por ejemplo en tu herencia, por favor, cuenta conmigo. Aunque sólo sea para mostrarme las piezas, para que disfrute contemplándolas -su mano se apoyó en la mía. El contacto continuaba cálido, placentero-. Por favor, Cristina, cuenta conmigo. ¿Lo harás?

Debo reconocer que me impresionó su súplica y respondí cortés:

– Sí, claro.

En Madrid cambiamos de avión y coincidimos de nuevo como vecinos. Dormité hasta que, sacudiéndome el brazo, Artur Boix me despertó para que contemplara la vista. Adormilada miré abajo. El avión había girado sobre el mar buscando posición de entrada al aeropuerto y ofrecía una espléndida vista de la ciudad. Era una mañana diáfana.

– Ahí la tienes -me dijo señalando-. Barcelona es una vieja dama siempre joven. Vive entre el monte y el mar y rezuma una creatividad prodigiosa. Está llena de arte, está llena de vida.

Se veía el puerto y la parte antigua, con los edificios de las iglesias sobresaliendo, y una avenida que la cruzaba serpenteando.

– Son las Ramblas -me dijo Artur.

Y más allá estaban esos bloques uniformes en tamaño, aunque todos distintos, cortados por paseos y avenidas arboladas, que el sol, flotando sobre el mar y camino de su cenit, resaltaba al dar luz a las fachadas sur, creando sombras hacia el norte.

– Es el Ensanche, museo vivo del modernismo -me informó-. Ésa es la dama; vieja en más de dos mil años, parece sestear, apacible, bajo el calor del astro rey, insensible al hormigueo de sus gentes, cómoda en su encrucijada entre el Mediterráneo y los montes, entre pasado y presente. Pero, en realidad, bulle por dentro.

Hizo un gesto amplio con la mano, como quien presenta a dos personas:

– Barcelona, ésta es la señorita Cristina Wilson. Cristina, Barcelona a tus pies. Te deseo una feliz estancia, disfrútala.

Perdí a Artur en el control de pasaportes y nos volvimos a encontrar esperando equipajes. Una de mis maletas se demoraba y él, cortés, dijo que aguardaría conmigo.

– Gracias. No habrá problema -le aseguré-. Soy abogada y hablo perfectamente castellano y catalán. Si me han perdido una maleta sabré tratarles como se merecen.

El hombre rió y al despedirse insistió en que le llamara para cualquier cosa que pudiera precisar.

Pensé que no me importaría encontrarme de nuevo con ese encantador Artur, ignorando que llegaría el momento en que iba a desear no haberlo conocido nunca.

NUEVE

Detesto facturar maletas, en especial cuando tardan, las rompen o se pierden. Pero a veces no queda más remedio y, tras unos minutos, mi último bulto apareció en la cinta mecánica. Cargué con él enfilando mi carrito hacia la puerta.

«Cristina Wilson», ponía el cartel. Me hizo ilusión ver mi nombre escrito allí, entre los que esperaban, tan lejos de casa. Miré hacia arriba, hacia la cara. Y me costó reconocerle. Era Luis Casajoana Bonaplata. Sus facciones se habían alargado, y aunque corpulento, ya no era el gordito de cara roja que yo recordaba. Cuando nuestras miradas se cruzaron, apareció en su faz esa sonrisa tan suya.

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