Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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– Sí, por favor -una súbita emoción me apretaba el pecho. ¡Allí estaba! ¡Tenía que ser eso!

Cuando tomé la carta, las manos me temblaban y con una sonrisa que quería ser amable me despedí, no demasiado cordialmente, del señor Lee que pretendía aprovechar la ocasión para comentarme cosas de gran importancia sobre la comunidad de propietarios.

El remitente era un notario de Barcelona y no encontré tiempo para buscar un abrecartas, ni siquiera un cuchillo, así que rasgué el sobre con las manos.

«Señora doña Cristina Wilson.

Estimada señora:

Por la presente tengo el honor de convocarla a la lectura del segundo testamento de don Enric Bonaplata del que usted es uno de los beneficiarios.

La lectura tendrá lugar en nuestro despacho a las doce horas del sábado uno de junio de 2002. Le rogamos confirme su asistencia.»

Y firmaba el notario.

«Ahora sí», me dije. «Esta vez mi madre no podrá retenerme. Iré a Barcelona.»

Pero sí quiso retenerme. Se lo comuniqué en la mesa la siguiente vez que fui a su casa, el domingo, junto a Mike. Ella no hizo ningún comentario, pero mi padre se mostró sorprendido. ¿Testamento? Debería haberse leído y repartido poco después de la muerte de Enric. ¿Que había dejado dos testamentos? ¿Y el segundo para ser abierto catorce años después del primero? ¡Qué extraño!

Sí era extraño, todo era muy extraño. Y misterioso.

– No vayas, Cristina -me dijo mi madre cuando me pudo hablar a solas-. Ese asunto me da mala espina. Hay algo raro, algo siniestro.

– ¿Pero por qué? ¿Por qué no debo ir?

– No sé, Cristina. Eso de un segundo testamento es absurdo. Alguien tiene alguna razón para atraerte a Barcelona.

– Mamá, tú me ocultas algo. ¿Qué es? ¿De dónde sale ese temor? ¿Por qué nunca volvimos, ni siquiera de visita? ¿Por qué no has mantenido contacto con tus amigos?

– No lo sé. Es un sentimiento, una impresión. Pero algo malo espera allí.

– Pues yo pienso ir.

– No vayas, Cristina -había angustia en su voz-. Olvídate de esa historia. No vayas. Por favor.

Las olas batían furiosas contra una playa de cantos rodados, al pie de un acantilado. Arrastraban piedras que, al retornar con la marejada, producían un ruido profundo que me sugería el de huesos entrechocando. El cielo estaba cuajado de pequeñas nubes, en veloz carrera, que proyectaban juegos de sol y sombra sobre una escena terrible.

En la playa, un grupo de hombres, encadenados entre ellos y a un madero, vestidos de harapos, hediondos, lamentándose a gritos, suplicando, insultando, se debatían por escapar o defenderse. Otros rezaban, esperando su turno, viendo pasivos, sin reaccionar, cómo degollaban a sus compañeros. Había sangre en las piedras, en el suelo, en los cuerpos que yacían, en los que se debatían desesperados… y en mis manos. Y el sol llegaba iluminando el brillo asesino del acero y se ocultaba en las nubes dejando la muerte, cual sombra, tendida sobre la tierra, en los cadáveres. Sentía mi corazón encogido por una gran pena, pero yo estaba con los que, vistiendo túnica gris, trabajaban veloces y expertos, tirando por los cabellos de la cabeza de las víctimas hacia atrás y cortando de uno o dos tajos las gargantas hasta alcanzar la yugular. Más sangre. Uno de mis compañeros, el más joven, mataba llorando. Y en una de las túnicas oscuras, bordada en el lado derecho, uno de los verdugos lucía esa cruz roja, la de mi sortija. El hombre del anillo estaba allí, mandando a los matarifes y todo lo que yo veía era través de sus ojos, llenos también de lágrimas. Los gritos fueron ahogándose y el movimiento se acabó. Al expirar el último de los prisioneros, ese hombre cayó de rodillas sobre las piedras, para rezar, y yo sentí su dolor. Y empecé a llorar sin consuelo, no podía detener los sollozos. Era una pena profunda, interminable, que me surgía del pecho, de las entrañas.

Me encontré sentada en la cama, el llanto era verdadero y la sensación, el dolor, tan real que no pude volver a conciliar el sueño. Por suerte, sólo faltaba media hora para levantarme, y la pasé en vigilia especulando sobre la procedencia de aquella pesadilla. ¿Qué me estaba ocurriendo? ¿Tanto me había afectado el regalo póstumo de Enric? ¿Tendría esa sortija que ver con esas visiones antiguas cargadas de dolor? Al mirar mi mano, con ambos anillos en ella, se me antojó que la piedra rubí de sangre brillaba mucho más que el diamante de amor. Cuando al fin sonó el despertador, sentí un gran alivio. ¡Cuánto deseaba regresar a la realidad!

SIETE

No me di cuenta hasta que terminó la vista de la mañana en el juzgado. En mi bolso faltaban el teléfono y las llaves, aunque el billetero y todo lo demás se encontraba allí.

¿Cómo podía haberlos perdido? No lo entendía. De pronto me vino esa idea.

– Ray -le dije a un colega-, préstame tu móvil.

– Señor Lee, me ha desaparecido el llavero. Lo llamo por si acaso. Para que lo tenga en cuenta.

Un silencio sorprendido fue su respuesta y me alarmé.

– ¿Qué ocurre? -inquirí.

– Pero si usted prestó sus llaves a los técnicos que vinieron esta mañana.

– ¿Qué técnicos? -la voz me salió chillona-. ¿De qué me habla?

– Sí, los que debían reparar su equipo de audio.

– ¡Pero qué dice!

– Señorita Wilson -repuso extrañado-, ¿no recuerda? Usted telefoneó en la mañana para avisarme que unos técnicos vendrían a arreglar su equipo de audio. Me dijo que les había dejado sus llaves.

Sentí un escalofrío.

– Yo no le llamé para nada.

– Me dijo que si surgía algo le avisara a su móvil. Lo hice, cuando esos hombres se fueron, y usted respondió que bien, que gracias.

– No era yo. También me robaron el teléfono.

Bob Lee guardaba una copia de mis llaves y me acompañó en la revisión del apartamento. Habían registrado los armarios, movieron espejos y cuadros en busca de una posible caja fuerte. Pero nada faltaba. ¿Qué querían?

Reconstruí lo ocurrido. Aquello había sido planeado con cuidado. Alguien sabía que yo estaría en el juzgado toda la mañana. Alguien que me había oído en algún juicio, una mujer que era capaz de imitar mi voz. Alguien conocedor de que yo, trabajando en la sala, desconectaba el teléfono. Alguien que robó teléfono y llaves de mi bolso cuando yo debía de estar preparando mi intervención, o revisando papeles, y fue capaz de hacerlo sin que me enterara.

A continuación engañaron a Bob simulando mi dicción. Y la mujer se quedó el teléfono por si el conserje llamaba. Dos hombres fueron a mi apartamento. Uno llevaba una maleta, eso extrañó a Bob, pero, creyéndome enterada, se quedó tranquilo.

¿Y toda esa complicada trama para no llevarse nada? Era gente muy profesional. Y no encontraron lo que querían. Se fueron con la maleta vacía. ¿Pero qué buscaban?

Mi vida estaba cambiando. Y muy rápido. Primero ese misterio, el del otro anillo. Después me entero de que es el mismo que lucía en su mano mi padrino, al que yo quería casi tanto como a mis padres. Luego resulta que no murió en un accidente de coche, como yo pensaba, sino que se suicidó. A continuación Mike descubre esa sortija, igual a la mía, en la mano de la Virgen, en una pintura antigua, que Enric me había regalado poco antes de morir. Acto seguido me llega la cita para ese extraño testamento suyo catorce años después de su fallecimiento. Y ahora alguien, que no es un ladrón cualquiera, entra y revuelve mi casa.

No soy nada miedosa, a veces soy incluso imprudente, quizá porque he tenido la suerte de que nunca me ocurriera nada malo. Pero el asalto a mi vivienda, el que alguien pudiera entrar en mi casa tan fácilmente, o estar a mi lado y robarme sin que yo me diera cuenta, imitar mi voz… todo eso me intranquilizaba. Sentía una inquietud, un temor que antes desconocía. De pronto me daba cuenta de que era muy vulnerable. Se repetía, sólo que en un plano personal, esa sensación de peligro experimentada después de la tragedia del 11 de septiembre.

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