Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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Representa una Madona sentada con el niño en su regazo. La Virgen se cubre con una toca y mira de frente en posición majestuosa e inmóvil; su rostro es dulce, pero serio, y un hermoso halo dorado, con dibujos florales grabados en él, rodea su cabeza. Sujeta al infante, quizá ya de dos años, que se encuentra algo inclinado, sentado sobre la pierna derecha de su madre, bendiciendo al espectador. El Niño luce una aureola más pequeña, menos elaborada, y tiene una leve sonrisa en los labios.

Siempre me ha sorprendido ese contraste de lo estático de ella con el movimiento del pequeño. No lo sabía entonces pero el Niño, nueva generación, posee ese impulso del gótico frente a la quietud de la madre, que continúa teniendo algo de románica.

En la parte superior de la tabla hay dos arcos ojivales, superpuestos, formados por unos pequeños relieves, dorados igual que el fondo de la pintura, que parecen encerrar las imágenes dentro de una capilla antigua. Es otra vez el gótico que, aunque tarde en la pintura comparado con la arquitectura, se impone en la tabla. Y en la parte inferior, a los pies de la Virgen aparece una inscripción latina: Mater.

Bueno, antes dije que el cuadro siempre estuvo ahí y no es verdad del todo. Pero casi. Llegamos a Nueva York en enero de 1988. Estuvimos viviendo en un hotel unos meses hasta que mis padres encontraron esta casa, así que tras hacerle unas reformas nos mudamos en marzo. Pues bien, el lunes de Pascua, puntual, me llegó la tabla como regalo de mi padrino. Y como aún faltaban cuadros que colgar, le asignamos lugar de inmediato. Yo esperaba el regalo de Enric. Jamás había faltado a su obligación, pero claro, a tanta distancia no me podía enviar la mona de Pascua como siempre había hecho. En su lugar me envió aquella hermosa pintura.

A las pocas semanas recibía la noticia de su muerte.

Para mí fue trágico y entiendo que mis padres me engañaran ocultándome lo del suicidio. Yo adoraba a Enric.

– Es un cuadro bonito -comentó Mike sacándome de mis pensamientos-. Parece muy antiguo.

– Me lo regaló Enric, muy poco antes de morir.

– ¿Te has fijado? -dijo él-. La Virgen luce tu anillo.

– ¿Qué?- y miré hacia la mano izquierda de la Virgen, la que sostenía al infante. En efecto, allí había pintado, en el dedo corazón, un anillo. Tenía una piedra roja. ¡Era mi anillo!

Por unos segundos sentí que me aturdía, que me daba un vahído.

Un presentimiento terrible me golpeó casi físicamente.

– ¡Dios mío! -me dije-. Todo está relacionado. El anillo, la tabla y el suicidio de Enric.

CINCO

A pesar del sobresalto de descubrir, de pronto, que aquel anillo, tantas veces visto en el cuadro, era el de Enric y de mi convicción de que la joya ocultaba una extraña historia, continué luciéndolo junto al solitario, ambos en mi mano, uno al lado del otro. Desarrollé una rara querencia por aquellos anillos; uno representaba el amor de mi novio, el otro el de mi querido padrino. Ya no me los quitaba para nada, ni siquiera para acostarme.

Pero no podía evitar que aquel misterio me asaltara en forma de preguntas, en el momento más inesperado, cuando debiera estar pensando en otras cosas. Incluso en el trabajo, a veces en pleno juicio, defendiendo a mis clientes; notaba una extraña sensación en la mano, miraba esa piedra de oculto brillo de sangre y me venía ese pensamiento de: ¿por qué me enviaron ese anillo? ¿Por qué Enric se pegó un tiro?

¡Ah! Me había olvidado de contar que soy abogada. Quizá lo habíais adivinado ya. Resulta que soy muy buena y espero llegar a serlo mucho más. Y un abogado debe poner mucha atención en el caso que le ocupa, los detalles pequeños son muy importantes; hay que estar pensando continuamente en todas las vueltas e implicaciones posibles de tu asunto, ver qué precedentes se encuentran en sentencias anteriores… todo eso. Y a esa profesión no le favorece ocupar la mente con enigmas góticos.

Pero yo no podía resistirme al misterio.

Pensé en llamar a alguien de Barcelona. A mis amigos de infancia, a Oriol, a Luis, pero les había perdido la pista desde que fuimos de España. Cuando le pedí a mi madre que me ayudara a contactar con los primos Bonaplata y Casajoana me dijo que había extraviado su agenda vieja, que no tuvo contacto alguno con familias desde la muerte de Enric y que no sabía cómo encontrarles.

No la creí. Pero tampoco quise presionarla, algo me decía que ella deseaba guardar el pasado oculto, olvidarlo.

Así que un día lo intenté llamando a información telefónica de España. No pude encontrar ni a Oriol ni a Luis en toda Barcelona.

Decidí tranquilizarme y esperar. Si alguien se tomó la molestia de localizar mi paradero para enviarme el anillo, ese alguien terminaría dándose a conocer. O, al menos, eso era lo que yo deseaba.

Recuerdo aquel verano, la tormenta y el beso.

Recuerdo el mar embravecido y la arena, las rocas, la lluvia, el viento y el beso.

Recuerdo el último verano, una tormenta y el primer beso.

Y le recuerdo a él, su calor, su pudor, las olas y el gusto a sal de su boca.

Le recuerdo a él en mi último verano en España y a él en mi primer beso de pasión.

No olvidé mi primer amor, no he olvidado nada, le recuerdo a él.

A Oriol.

El descubrimiento de mi anillo en la tabla me altera. Del todo. Me sorprendía a mí misma pensando en Oriol, aquel chiquillo que fue mi primer amor, en mi infancia, en Enric y en enigmas a los que antes no había prestado suficiente atención.

¿Por qué nunca volvimos a España? ¿Por qué no regresamos a Barcelona? Esas preguntas y otras me acosaban con insistencia, agobiándome. Le había pedido a mi madre muchas veces que fuéramos, pero siempre había un: «Éste no es el momento, el próximo año será; Daddy y yo hemos decidido que vamos de vacaciones a Hawai, a México o a los Cayos en Florida». Pero nunca a España.

Ni siquiera para los Juegos Olímpicos del 92. Yo estaba a punto de cumplir los diecisiete y entonces mi madre dijo que no estaba bien ir de celebraciones cuando nuestros amigos en Barcelona estarían aún de luto por la muerte en «accidente de tráfico» de Enric. Por entonces se cumplían ya tres años del fallecimiento, la familia de Sharon fue a los Juegos y me invitaron. A mi madre le mudó el color de la faz en cuanto se lo dije. Y empezó a urdir excusas. Al final logró convencerme. Carné de conducir y coche. Y yo acepté el trueque.

Pero comprendí que ella había tejido una tela de araña que me impedía cruzar el océano y regresar a Barcelona. María del Mar es hija única, como yo. Mi abuelo murió en los años sesenta y la abuela lo hizo cuando yo tenía diez. Por lo tanto no había prisa por volver.

«Debes adaptarte bien al país de tu padre», decía ella, «ésta es tu tierra ahora y no hay sitio para nostalgias.»

Y yo empecé a encapsular mis recuerdos y a almacenarlos en esa biblioteca de añoranzas que a veces es nuestra mente. Memorias de la abuela, de mis amigos, de mi padrino Enric y también recuerdos de él, muchos, de mi primer amor, de Oriol. Eran evocaciones perfectas, de un mundo hermoso, que al acostarme usaba para crear aventuras imaginadas hasta que el sueño me vencía. Y en mis sueños llegaba él, junto al mar, el sol, la tormenta, la sal, su boca y el beso.

Daddy siempre me habló en su americano de Michigan, mi escuela en Barcelona era cuatrilingüe y yo la primera de mi grupo en inglés.

Además estoy convencida de que las mujeres, en promedio, superamos a los hombres en expresión verbal. No tuve problemas.

Y lo cierto es que sí, me adapté muy bien a Nueva York. Cada año era más popular en mi escuela y tenía más amigos. Terminé diluyendo esa querencia de regreso a Barcelona y aceptando el juego de mi madre de posponerlo para más adelante. Terminé el college , me gradué en abogacía y he comenzado una carrera profesional, ¿para qué ocultarlo?, brillante, al menos de momento.

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