Jorge Molist - El Anillo

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En su veintisiete aniversario, Cristina, una prometedora abogada neoyorquina, algo engreída y snob, recibe dos anillos. El primero, con un gran brillante de compromiso, es de un rico agente de bolsa, mientras que el otro, un misterioso anillo antiguo, proviene de un remitente anónimo. Ella acepta ambos sin saber que son incompatibles y que el anillo de rojo rubí ha de arrastrarla a una aventura que le enseñará sobre la vida, el amor y la muerte, dándole una lección inolvidable que hará cambiar su destino y su visión del mundo para siempre. Empezando en Barcelona, Cristina recorrerá la costa mediterránea, retornando a su pasado y a otro mucho más lejano: el trágico destino del último de los templarios. Una atípica novela histórica sobre la importancia de nuestra relación con el pasado.

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Intuía que aquel aro convulsionaría esa vida confortable, previsible, llena de promesas de felicidad que empezaba a vivir. Era una amenaza, una tentación. ¡Maldito anillo! Acababa de llegar y no me dejaba dormir en la que se suponía debía ser una noche feliz.

Encendí de nuevo la luz y puse mi atención en la roja piedra; tenía un fulgor extraño, interior, y formaba una estrella de seis puntas que parecía moverse por debajo de la superficie conforme yo giraba el anillo, de forma que su brillo de lucero siempre estaba frente a mis ojos.

Examiné su parte interior. Tenía una incrustación de marfil en la base, tallada de tal manera que formaba un diseño vacío en el reverso del rubí, haciendo que la luz, al atravesar el cristal, proyectara por atrás aquella hermosa cruz roja de sangre.

Bien, había logrado entender cómo funcionaba físicamente aquella pequeña maravilla, pero mi curiosidad por saber de dónde venía y por qué motivo me la habían mandado aumentaba por momentos.

De pronto, mis ojos se abrieron como platos cuando aquel pensamiento estalló en mi mente:

¡El aro!, el del rojo rubí. ¡Yo lo había visto antes!

Era como una imagen que regresaba de las brumas de los recuerdos de infancia; tuve la convicción, la absoluta seguridad. Lo podía ver en algún lugar de mi pasado, alguien lo estaba luciendo en su mano.

Me revolví inquieta en la cama. Ocurrió cuando era niña, en Barcelona. De eso no tenía dudas. ¿Pero quién lo llevaba?

Me esforcé, pero no era capaz de recordar.

Estaba ya segura de que procedía de mi infancia, y quizá de un pasado mucho más remoto, pero ¿quién me la enviaba? ¿Por qué razón? Si le quieres regalar algo a alguien por su cumpleaños no te andas con tantos misterios, te das a conocer. ¿No es cierto?

Y entonces me vino, otra vez, esa pregunta que siempre he querido hacerle a mi madre pero que nunca llegué a formular en voz alta. Era un pequeño enigma, una de esas curiosidades a las que no le das importancia pero que se mantienen zumbando bajito en algún lugar de tu mente y que de pronto un día se convierten en toda una incógnita.

¿Por qué nunca volvimos a la ciudad donde yo nací?

Nos mudamos de Barcelona a Nueva York cuando tenía trece años. Mi padre es de Michigan y fue, durante un montón de años, responsable de la subsidiaria española de una compañía americana. Mi madre es hija única de una «buena» familia de la antigua burguesía catalana. Mis abuelos maternos murieron y todos mis parientes en España son lejanos, no nos tratamos.

Fue en Barcelona donde mis padres se conocieron, sintieron el flechazo, se casaron y nació ésta que relata.

Mi padre me ha hablado en inglés toda la vida y yo le llamo Daddy, que quiere decir papá, y él a María del Mar, mi madre, Mary. Pues bien, siempre tuve intención de preguntarle a Mary por qué jamás volvimos, pero ella rehuía el tema. ¿Tendrá algún motivo?, me preguntaba.

Daddy se integró bastante bien en el grupo de amigos de mi madre, le encanta España, pero parece que era ella quien insistía en venirnos a vivir a los Estados Unidos. Y al final ganó en su empeño; le dieron a mi padre un puesto en la central corporativa en Long Island, Nueva York. Y nos mudamos. María del Mar dejó su familia, sus amigos, su ciudad y se fue contenta a América. No regresamos nunca más, ni de visita. Qué extraño, ¿verdad?

Di una vuelta en la cama y miré de nuevo el despertador. Era ya madrugada del domingo, y ese día íbamos a visitar a mis padres en su casa de Long Island para celebrar mi cumpleaños. Pensé que mi madre y yo teníamos mucho de qué hablar. Si ella quería, claro.

TRES

– Te quiero -me dijo Mike apartando la mirada de la carretera por un momento; acariciaba mi rodilla.

– Te quiero, amorcito -repuse y me llevé su mano a la boca para besarla.

Era una hermosa mañana invernal y Mike conducía relajado y feliz. El sol hacía brillar los troncos y las ramas desnudas de los árboles caducos y se perdía en el verde de los abetos. La transparencia y luminosidad del día engañaban; nadie adivinaría desde el interior del vehículo, caldeado por el astro rey, el frío exterior.

– Tendremos que decidir una fecha -me dijo.

– ¿Una fecha?

– Sí, claro. Una fecha para la boda -me miraba como sorprendido por mi despiste.

– Sí, claro -respondí pensativa. ¿Dónde tenía yo la cabeza? «Después de prometerse hay que casarse», reflexioné. «Y si Mike me ha regalado el anillo es porque se quiere casar. Y si le dije que sí es porque yo también quiero.»

Debería estar ansiosa por celebrar la boda. Pero en lugar de ocupar mis neuronas en hacer planes, llenos de ilusión, sobre mi traje blanco, el de las damas de honor, la tarta y todo lo necesario para el día más feliz de mi vida, Mike me había pillado pensando en el anillo. Y no precisamente en el suyo. Pensaba en el otro, en el del misterio. Pero claro, eso no se lo iba a confesar.

– Y cuando decidamos la fecha -añadí- tendremos que preparar las invitaciones, los trajes, el banquete, la iglesia…

– Naturalmente.

– ¡Qué bien! -afirmé risueña. «Vaya lío», me dije a mí misma. «¿Cómo habré llegado hasta aquí?» Y recordé el día en que empezó todo…

En la mañana llegaron los pájaros de muerte, tripulados por muertos, y con su fuego segaron miles de vidas, hundieron los símbolos de nuestra ciudad, pusieron nuestro corazón de luto.

Venían de la noche oscura, lejana en mil años, donde sólo una media luna de sangre da luz a los iluminados. Y ahora duele. Esas torres hundidas nos duelen. Como dicen que duelen los miembros amputados que ya no están. Sólo queda de ellos su dolor.

El inmenso hueco continúa allí y sus fantasmas parecen poblar la noche de la ciudad. No es la misma. Jamás volverá a ser la misma. Pero aún es Nueva York. Eso lo será siempre.

Ese día y su noche cambiaron mi ciudad, cambiaron el mundo, me cambiaron a mí, cambiaron mi vida.

Aquella mañana debía ir al juzgado por un enrevesado caso de divorcio y cruzaba la recepción de mi bufete, cercano al Rockefeller Center, cuando noté algo. Un impacto, una sacudida sin importancia. Extraño, pensé, no hay terremotos en Nueva York. Subí a la oficina, acababa de saludar y estaba entrando a mi despacho cuando llegó la noticia. Una secretaria al teléfono chilló: «Oh, my God!», se formó un corro de incrédulos alrededor de la chica y subimos a comprobarlo a la terraza del edificio desde donde, como en tantas otras de Nueva York, se divisaban las torres. Vimos el humo y gritamos horrorizados a la llegada del segundo avión y de su fuego; a partir de ese momento fue la locura. No era un accidente, era un ataque, cualquier cosa podía ocurrir. Las noticias eran primero confusas, luego trágicas, y después vino la orden de abandonar el edificio y la recomendación de salir de Manhattan. El zumbido de las aspas de helicópteros golpeando el cielo daba contrapunto al ulular angustioso de sirenas de bomberos, ambulancias y policía, que recorrían las calles como hormigas en hormiguero revuelto, en intento inútil de hacer algo.

Yo dudé si abandonar la isla andando por uno de los puentes y tomar un taxi hasta la casa de mis padres, en Long Beach, pero finalmente decidí ir a mi apartamento y ver lo que ocurría por televisión.

Sentía un agobio horrendo. Y empecé a llamar a conocidos con oficinas en las Gemelas o cercanías. Muchos comunicaban, era difícil hablar con la gente y cuando pude contactar con Mike, lo encontré abatido. Trabajando en Wall Street, tenía muchos amigos en las Torres y pasó la mañana intentando localizarlos con escaso éxito. Hacía meses que nos conocíamos y yo sabía que le gustaba. Mucho. Aceptaba que era un tipo bien parecido y simpático, pero hasta aquí llegaba la cosa. Los ingredientes estaban pero no había catalizador que los hiciera cuajar. Él quería que nos viéramos más, que intimáramos, pero yo frenaba. A veces salíamos solos, otras en grupo; precisamente el sábado anterior nos habíamos juntado con varios amigos.

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