Tan bravos infantes, tan gentiles caballeros que no vacilaron en ser mutilados o muertos para salvar a la Cristiandad. ¡Qué gloria para ellos y para los valientes que sobrevivieron!
Huggonet empezó a descender el tono de su voz.
¡Qué gloria cuando hicimos que Miramamolín, el antes bravo e invicto, aún corra hoy, desde el día de la batalla! ¡Y no parará de correr hasta cruzar Gibraltar y llegar a África!
¡Qué gloria para los cristianos que murieron como héroes y ahora están junto a los ángeles a la derecha del señor don Jesucristo!
¡Qué gloria y honor para vosotros, mis oyentes, que luchasteis en las Navas! ¡Pues seréis para siempre ejemplo de héroes y viviréis en Las canciones que dictan los trovadores y cantamos los juglares!
Casi con un susurro y con una nota tañida con gran fuerza Huggonet calló.
Hubo unos instantes de silencio cuando la multitud esperó por si empezaba de nuevo. Luego estallaron en aplausos y vítores a Huggonet. Querían más.
El juglar esperó a que la ovación cesara, dio dos notas y el silencio total se impuso de nuevo. Hizo otra reverencia a Jaime para pedir su permiso, y éste hizo un gesto afirmativo can la mano.
Sonó el laúd y empezó a cantar:
Mientras el rey don Pedro, con su sangre y la de sus súbditos, defiende tierras y almas para la Cristiandad, le están robando a traición.
El silencio se hizo, incluso más profundo. La muchedumbre ni se movía. Jaime sintió que una vieja angustia le atenazaba los intestinos.
Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses han entrado por la puerta de atrás de la casa del rey don Pedro para robarle. Y el Papa fue quien abrió la puerta cuando el señor de la casa, su propio vasallo, Pedro el Católico, luchaba en la Cruzada contra el moro.
¡Qué infamia cuando los que se dicen católicos roban al rey católico que les defiende!
¡Qué traición cuando el señor rompe la promesa feudal de defender al vasallo!
¡Qué crueldad la de los franceses matando a mujeres y niños!
¡Preguntad a la iglesia de la Magdalena en Béziers, donde el infame legado de Inocencio III, Arnaut Amalric, abad del Císter, manchó el crucifijo del altar mayor, las sagradas paredes e inundó su suelo con sangre inocente! ¡Ni la paz de Dios respetan esos que dicen representarle!
¡Dios bueno! Ese día mataron en la iglesia a ocho mil buenos cristianos, sin preguntar si eran católicos o cátaros, hombres, mujeres, niños o viejos.
¡Tú, Roma, y tu orden militar del Císter estaréis cubiertas de infamia y de indignidad por todos los siglos!
Y al noble y apuesto vizconde de Béziers y de Carcasona, Raimon Roger de Trancavall, el más gentil de los vasallos del rey Pedro, que se reunió para parlamentar con los franceses y salvar a las buenas gentes de Carcasona, también le asesinaron vilmente. ¡Valiente vizconde, tu señor el rey don Pedro te ha de vengar!
Roban al rey, matan a sus súbditos. ¡Oh, mi tierra D'Oc! ¿Qué será de ti?
Huggonet dejó caer otra vez su brazo derecho e hizo una pausa con gesto de abatimiento, bajando la cabeza sobre el pecho.
El silencio se rompió.
– ¡Muerte a los franceses! -La multitud empezó a rugir indignada-. ¡Acabemos con esos cobardes!
Jaime sentía su angustia en aumento, y un sentimiento de indignación y odio rebrotó en su interior. A su lado Hug se levantó de la mesa y elevando el puño gritó hacia la muchedumbre:
– ¡Pagarán cara su infamia!
La multitud aulló. A la izquierda de Jaime, Miguel de Luisián, el alférez de batalla del rey, no parecía compartir la indignación general y, golpeando con el puño la mesa, gruñó:
– Maldito Huggonet. -Sus profundos ojos azules brillaban hundidos entre cejas elevadas y una nariz que caía en vertical, destacándose del resto de la cara y dándole el aspecto de joven león.
El juglar levantó su mirada e hizo sonar de nuevo el laúd.
¡Qué crueldad la de Simón de Montfort cuando tomó Lavaur el año pasado! ¡Doña Guiraude de Montreal, la hermosa dama de los bellos ojos oscuros, fue violada, arrojada a un pozo y, aún con vida, la apedrearon hasta enterrarla por completo! ¡ Y el malvado Simón ahorcó a su valiente hermano Aimeric y, en aquel triste día de primavera, quemaron en la hoguera a cuatrocientas personas indefensas!
Un murmullo de indignación, casi un clamor, se levantó cuando el juglar hizo una pequeña pausa. Jaime sentía su turbación crecer.
¡Mientras el rey don Pedro lucha contra el infiel, el traidor Simón, a pesar del juramento de fidelidad que le hizo, asesina a sus buenos súbditos cristianos! ¡Y ríen los franceses cuando llaman cobarde a nuestro buen rey don Pedro!
– ¡Maldito hereje! -se oyó gritar al tiempo que con gran estropicio de copas y platos Miguel de Luisián saltaba por encima de los tablones de la mesa.
Miguel se precipitó hacia Huggonet, que había parado de cantar y le miraba con ojos desorbitados. En el corto camino que le separaba del juglar, Miguel había sacado su daga, cuyo filo brillaba amenazante al sol del atardecer.
El juglar reaccionó tarde y sólo tuvo tiempo de dar un paso atrás mientras su laúd caía al suelo.
Miguel le agarró con una mano el cuello mientras le pinchaba el pecho a la altura del corazón.
– ¡Te voy a enseñar, traidor, lo que le ocurre a quien insulta a nuestro señor!
El juglar parecía un muñeco en manos del hombretón rubio, que lo colocó delante de sí agarrándole del pelo, apoyando la daga en el cuello y haciéndole mirar hacia Jaime. Detrás de Miguel se había colocado otro hombre rubio que todo el mundo identificó como Abdón, el escudero, también con la daga desenvainada cubriendo las espaldas de su señor.
– ¡Piedad, señor! -acertó a gritar Huggonet-. ¡Lo dicen los franceses no yo!
Con más ruido de copas y platos, Hug saltó a su vez por encima de la mesa, mientras sacaba su daga gritando:
– ¡Soltadlo, Miguel!
La multitud se sacudió en un rugido, y grupos de caballeros y tropa intentaban llegar al centro del círculo, algunos ya con cuchillos en mano. Los guardias del rey no conseguían contener a la soldadesca exaltada.
– Soltadlo vos si os atrevéis -contestó Miguel mostrando en una amenazante sonrisa unos dientes que le conferían aspecto aún más leonino. Mientras, presionaba con su daga el cuello del juglar, que intentaba echar la cabeza hacia atrás.
Huggonet gritó con una voz que no recuperaba su potencia:
– ¡Oh, rey Pedro! ¡Salvadme! ¡Traigo recado para vos!
Jaime recuperó la iniciativa. Era obvio que, en unos instantes, otra batalla ocurriría en aquel lugar, y levantándose gritó con una voz tan potente que logró dominar el tumulto y que a él mismo sorprendió:
– ¡Deteneos todos! ¡Quien dé un paso más será ahorcado en la madrugada! Y vos, Miguel, soltad de inmediato a Huggonet.
– Sí, mi señor -dijo Miguel al tiempo que con su daga hacía un rápido corte en el cuello del juglar.
Y Huggonet cayó a los pies del aragonés con el cuello ensangrentado.
Como en el despertar de una pesadilla, Jaime continuaba viendo el cuello bañado en sangre de Huggonet y la sonrisa de Miguel de Luisián. Más que sonrisa, era la exhibición de los afilados colmillos de un león rubio, que, disfrutando de la agonía de su presa, retaba a quien se atreviera a disputarla.
Poco a poco recuperó conciencia de dónde se encontraba, y ante sus ojos la imagen borrosa del singular tapiz se fue aclarando. Ahora los personajes estaban inmóviles.
Oía al Buen Hombre rezar una monótona e incomprensible cantinela en voz baja y notaba el calor de sus manos. El extraño olor de las candelas era más fuerte, más penetrante, y debajo de la túnica su cuerpo estaba empapado en sudor. ¡Dios, qué sensación! ¡Era como si todo hubiera ocurrido sólo segundos antes!
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