Jorge Molist - Los muros de Jericó

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El mayor grupo de comunicaciones de nuestro tiempo posee para el gobierno de los Estados Unidos un valor estratégico mayor que el de ejércitos o flotas. Jaime, ejecutivo del grupo, un hombre que se debate entre los que fueron ideales de juventud y su actual estatus social aburrido y estable, conoce a Karen, una seductora y atractiva compañera de trabajo que le introduce en un movimiento filosófico-religioso continuador de los cátaros medievales. A partir de entonces, se verá arrastrado a una aventura en la que poder, seducción, amor y muerte se aglutinan en una trama en la que el control del grupo parece ser el fin último.

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Detrás del mostrador una mujer de unos cincuenta años, con gafas y sonriente les saludó.

– Buenas tardes. Hola, Karen.

– Buenas tardes, Rose. -Con una gran sonrisa automática Karen le devolvió el saludo-. ¿Cómo estás? Tenemos cita con Dubois.

– Bien, muchas gracias. Sí, sé que te está esperando. Pasa, por favor.

– Rose, te presento a Jaime. Jaime, ésta es Rose.

Ambos se mostraron encantados. Karen no dio mucho tiempo a los formalismos, cogió a Jaime de nuevo por la mano y lo llevó hacia una de las puertas.

– Hasta luego, Rose.

Karen lo condujo por un pasillo, golpeó levemente la puerta de uno de los despachos, la abrió sin esperar respuesta, y entró saludando:

– Buenas tardes.

En un extremo de la habitación había una mesa de escritorio y, en el centro, una mesita con sofás y sillones. Dos hombres se levantaron al verlos; eran Peter Dubois y Kevin Kepler.

– Buenas tardes, Karen. ¿Cómo está usted, Berenguer? -Dubois les dio la bienvenida con una sonrisa que suavizaba su dura mirada. Tendió la mano a Jaime, y éste la estrechó.

– Muy bien, gracias, Dubois. ¿Y usted?

– Excelente -contestó mientras Karen saludaba a Kepler con un beso en la mejilla-. Ya conoce usted al señor Kepler.

– Sí, nos conocimos en el bosque.

– Un placer verle de nuevo, Berenguer -dijo Kepler mientras ambos se estrechaban la mano.

– Sentémonos y hablemos de lo que le trae a nuestro club. -Dubois acompañó su invitación con un gesto.

– Karen dice que le gustaría pertenecer a nuestro grupo. -Kepler lo abordó tan pronto como se acomodaron-. ¿Por qué?

– Bien, su discurso del bosque me pareció muy interesante. -Jaime hablaba con lentitud, mirándolos alternativamente. No esperaba aquello; se sentía como cuando iba a la búsqueda de su primer empleo y lo entrevistaban. No estaba preparado para un examen, pero deseaba aquel «empleo» y temía perder a Karen si lo rechazaban. Y no la perdería. Era la razón que le traía allí. La única. Aunque no pensaba confesarla-. En realidad -continuó-, podría aceptar mucho de lo que se dijo y, aunque me cuesta creer algún punto, mantengo una actitud positiva.

– ¿Qué le cuesta creer? -inquirió Kepler. Su expresión era seria, al contrario que Dubois, que mantenía la sonrisa, pero con una mirada de ojos escrutadores.

– Lo de la memoria genética. O los recuerdos de anteriores reencarnaciones, como luego Karen aclaró. Es fascinante, una bonita historia que me gustaría fuera cierta. Pero mi razón me impide creerla.

– ¿Querría intentarlo? -preguntó Dubois.

– ¿Intentar recuerdos de vidas anteriores?

– Efectivamente.

– ¡Estaría encantado!

– Se trata de un rito de fase avanzada -objetó Kepler-. Podría ser prematuro.

– Cierto -confirmó Dubois-. En realidad es frecuente que se intente y que el individuo no experimente nada; podría frustrarse mucho si acude a la ceremonia con grandes expectativas.

– Peter -intervino Karen-, creo que Jaime está preparado.

– Coincido con Karen -convino Dubois dirigiéndose a Kepler-. Y si el señor Berenguer está dispuesto a seguir nuestras reglas y códigos, debiéramos darle la oportunidad lo antes posible. Mañana sábado.

– Bien -aceptó Kepler-. Vosotros lo conocéis mejor que yo. También conocéis los riesgos. Si con todo ello queréis seguir adelante, que sea mañana.

– ¿Qué me dice, Berenguer? -interrogó Dubois-. ¿Está dispuesto a seguir adelante y aceptar lo que comporta integrarse en nuestro grupo?

– Deseo vivir la experiencia -confirmó Jaime, que tenía la impresión de estar aprobando el examen-. Karen me habló de algunas de las normas de su grupo y estoy dispuesto a asumirlas.

– Ya aprenderá los detalles -intervino Kepler-, pero básicamente son tres puntos: primero, no comentar a nadie lo que vea, oiga o hable con nosotros; segundo, ayudar con todos los medios a su alcance a los hermanos y a los objetivos del grupo, y tercero, obligarse a una obediencia razonablemente estricta a sus líderes.

– Estoy dispuesto a asumirlos, siempre que se trate de una obediencia razonable.

– Entonces, mañana hará un juramento solemne, Berenguer. -Dubois habló lentamente-. Y recuerde que no hay camino de regreso. -Ya no sonreía, y su rostro parecía distinto, el de otra persona; Jaime sintió un escalofrío. ¿A quién le recordaba?-. Medítelo esta noche. Si mañana se siente indeciso, no hay problema. El rito puede esperar y usted podría integrase en nuestro grupo, aunque en un nivel de menor compromiso. Piénselo y, de no sentirse preparado, espere.

Jaime miró a Karen. Ésta le hizo un gesto afirmativo.

– Si cambia de opinión, dígaselo a Karen por la mañana -advirtió Kepler-. Si no, nos veremos a las once. Piénselo. Debe estar seguro.

– Te invito a cenar en casa -dijo Karen a la salida.

Jaime notó la cálida y suave mano de ella y se sintió muy feliz.

Pero profunda e inoportuna, aquella voz en su interior repitió de nuevo el presagio.

SÁBADO

30

Jaime vestía una túnica blanca, y la salita le recordaba a las usadas para desnudarse antes de una sesión de rayos X. Pocos eran capaces de rememorar vidas anteriores la primera vez, le dijeron, y se sentía expectante, aunque aprensivo por el extraño ritual y por la forma en que había llegado hasta allí.

– Luego te lo explico todo -le había dicho Karen.

Se despertó en la mañana con el contacto cálido del cuerpo de ella en el lecho, y desayunaron entre risas en la cocina, bañada ya por los rayos del sol. Luego Karen condujo su coche hasta la zona de aparcamientos de un centro comercial y justo al entrar le dijo:

– Debes ponerte estas gafas. No te extrañes si no ves nada; es su propósito.

Eran unas gafas de sol que cubrían los laterales. Cuando Jaime se las puso comprobó que, en efecto, no veía nada.

– ¿A qué viene este teatro, Karen?

– Confía en mí. Más adelante lo entenderás, ahora sólo confía en mí.

A Jaime no le quedaba otra alternativa. Notó cómo Karen maniobraba el coche en el interior del aparcamiento, cómo finalmente aparcaba y cómo abría la portezuela de su lado.

– No te muevas ni toques las gafas, por favor -le advirtió antes de bajar.

Lo condujo a otro coche cercano sentándolo en la parte trasera.

– Buenos días, Berenguer. -Reconoció la voz de Kepler-. ¿Está disfrutando de nuestra pequeña sesión de misterio?

– Lo intento, Kepler, lo intento.

Karen se sentó a su lado tomando sus manos entre las suyas, y el coche se puso en movimiento. Al final del trayecto, que, duró casi una hora, Jaime notaba curvas y pendientes. Debían de estar en una zona montañosa. Al detenerse supo que la puerta automática de un garaje se abría. Recorrieron pasillos, bajaron por una estrecha escalera y cuando pudo quitarse las gafas, se encontraba en la salita.

– Te estás portando muy bien -le dijo Karen con el tono que se usa para hablar con los niños pequeños-. Ahora quítate toda la ropa y los zapatos y ponte esta túnica. No te muevas hasta que te venga a buscar.

A los cinco minutos, Karen apareció descalza y también en túnica blanca. Al cogerlo de la mano, Jaime aprovechó la ocasión para palpar a su amiga a través de la prenda, comprobando, para su regocijo, que también ella estaba desnuda bajo la fina tela. Hizo un gesto para levantar la túnica y ella se zafó.

– Ya basta, éste no es el momento -le advirtió apuntándole con el dedo índice en el pecho y frunciendo el ceño-. Compórtate con respeto. Esto es muy serio e importante para nosotros y también lo será, espero, para ti. No me hagas quedar en ridículo.

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